Tras el fracaso de Al Qaeda, el terrorismo
islámico parece haber cambiado sus métodos
Por Jorge Ortiz
Era el 19 de abril, viernes, y todo había terminado ya: uno de los autores del atentado terrorista de Boston había sido abatido a balazos, otro había sido herido y detenido y, sobre todo, los dos habían sido identificados. La sensación de temor y desconcierto había desaparecido y la ciudad había vuelto a sus rutinas. Cien horas habían pasado desde que el 15 de abril, lunes, dos bombas caseras, metidas en ollas de cocina y repletas de clavos, habían estallado durante la maratón, matando a cuatro personas e hiriendo a doscientas setenta, varias de mucha gravedad. Faltaba, sin embargo, saber algo fundamental: ¿por qué ninguna organización, banda, red, célula o grupo había reivindicado —como es usual en esos casos— un ataque que, como el del 11 de septiembre de 2001, había golpeado en pleno corazón de los Estados Unidos?
Los días siguieron transcurriendo y, a pesar de rumores y expectativas, nadie reclamó la paternidad del golpe. Las teorías de la conspiración abundaron, pero todas fueron tan delirantes (como la inmensa mayoría de las teorías de la conspiración) que nadie las tomó en serio. Más aún, en cuanto se supo que los hermanos Tamerlán y Dzhokhar Tsarnaev provenían del sur de Rusia, tal vez de Kazajstán, y que habían vivido en Daguestán y Kirguistán, el autoproclamado Emirato del Cáucaso —sobre el que recayeron las primeras sospechas— se apresuró a descartar cualquier vínculo con los sucesos de Boston: “nuestro enemigo es Rusia, no los Estados Unidos”. Tampoco aparecieron nexos con algún grupo del Oriente Medio. ¿Podría creerse que los dos hermanos hicieron todo solos, por su cuenta y riesgo, sin auspicio ni respaldo de nadie? ¿O eran combatientes de Al Qaeda?
Lo de Al Qaeda fue desechado de inmediato. Y es que en mayo de 2011, cuando Osama bin Laden fue localizado en Paquistán, su red ya no era lo que fue diez años antes, tras los atentados en Nueva York y Washington, cuando miles de jóvenes musulmanes radicalizados por la pobreza y la falta de esperanzas vieron en Al Qaeda el vehículo perfecto para desahogar sus frustraciones contra quienes sentían que eran los enemigos irreconciliables de los árabes y los causantes de sus mayores desdichas: los Estados Unidos e Israel. Y, así, miles de jóvenes provenientes de Egipto, Yemen, Siria, Iraq, Argelia, Túnez, Jordania y Arabia Saudita fueron entrenados, organizados en células y enardecidos para que pudieran cumplir las misiones que les fueran encomendadas. Y, claro, las acciones se multiplicaron. Bin Laden se convirtió en leyenda.
Pero pasaron diez años y Al Qaeda fracasó, uno por uno, en todos los objetivos que se había fijado: ningún tirano árabe fue derrocado, los reinos del golfo Pérsico siguieron incólumes, los israelíes no dieron ni un paso atrás en Palestina, los aliados occidentales no se retiraron de Afganistán y los combatientes de Bin Laden no volvieron a penetrar las defensas de los Estados Unidos. Para colmo, las insurrecciones populares que entre 2011 y 2012 derrocaron los gobiernos de Túnez, Egipto, Libia y Yemen no levantaron las banderas de la guerra santa ni reclamaron el establecimiento de un califato islámico, sino que demandaron la implantación de sociedades democráticas, liberales y modernas, con elecciones limpias, prensa libre y división de poderes. Con la muerte de su líder, Al Qaeda terminó de desvanecerse. Entonces, ¿los hermanos Tsarnaev procedieron como los lobos, que merodean solos por las estepas, identifican sus presas y se lanzan, siempre solos, a cazarlas?
La teoría de los lobos solitarios cobró fuerza cuando se vio la cantidad de errores y torpezas cometidos en el atentado de Boston: los hermanos Tsarnaev no se disfrazaron para ocultar sus rostros de las cámaras de seguridad, caminaron uno tras otro con unas mochilas muy visibles, no prepararon ningún plan de huida, no tenían previsto un escondite y ni siquiera llevaron dinero para cualquier necesidad imprevista. Nada de nada. Fueron tantos los desatinos que es imposible pensar que hubieran recibido algún entrenamiento terrorista o algún apoyo logístico. Todo fue ímpetu personal, odio acumulado y afán de venganza.
Los nuevos terroristas
Según un informe de la Rand Corporation, un ‘think tank’ con sede en California, desde los ataques de septiembre de 2001, ha habido 104 “intentos terroristas” en los Estados Unidos, de los que “casi ninguno ha prosperado”. Eso significa un promedio de alrededor de nueve por año, cifra de la que emana una conclusión casi inevitable: los nuevos terroristas, posteriores a Al Qaeda, no son diestros en su oficio, no tienen la preparación y la organización necesarias para asestar golpes contundentes y no están integrados en alguna red de la cual recibir financiamiento y apoyo. Son, en consecuencia, lobos solitarios. Si no lo fueran sería incomprensible una cadena tan larga de intentos fallidos.
Y es que, por lo ocurrido con los hermanos Tsarnaev, el FBI y la CIA no pueden atribuirse el gran número de fracasos terroristas. En efecto, los servicios rusos de seguridad advirtieron a las dos agencias estadounidenses del “peligro potencial” que representaba Tamerlán Tsarnaev, quien a sus 26 años de edad había sufrido un proceso de creciente radicalización política y religiosa, al extremo que abandonó sus dos pasatiempos juveniles, el boxeo y la música, y se volvió riguroso en la práctica del islam más severo. En enero de 2012 viajó a la región del Cáucaso, donde, según una versión de la agencia AFP fechada en Moscú el 29 de abril, Tamerlán estuvo en contacto con dos extremistas islámicos, Mahmud Nidal y William Plotnikov, que unos meses más tarde fueron abatidos por la policía rusa, en dos enfrentamientos distintos.
Un año antes, las agencias rusas ya habían efectuado sus advertencias tanto a la CIA como al FBI, pero sus respectivas investigaciones no llegaron a nada, por lo que el expediente de Tamerlán fue archivado y toda la vigilancia suprimida. Mientras tanto, el mayor de los hermanos había profundizado sus convicciones radicales islamistas y, según se supo después del atentado de Boston, había aprendido —por Internet— a fabricar bombas caseras y había involucrado a su hermano menor, Dhzokhar, que tenía solamente 19 años, en sus planes terroristas, que incluían ataques en varias ciudades americanas. Pero el 19 de abril, cuatro días después de los bombazos durante la maratón, el mayor de los Tsarnaev estaba muerto y el menor había sido herido y capturado.
Cuando eso ocurrió, ya resultó evidente que tras la debacle de Al Qaeda (de la que tan sólo quedan células dispersas en la frontera afgano-paquistaní y la filial del Magreb Islámico) el terrorismo ha cambiado sus métodos: ya no opera con comandos organizados bajo una dirección centralizada, como ocurrió en septiembre de 2001, sino que deja —y eventualmente promueve— que sean jóvenes radicalizados y fanatizados que, por lo general, han fallado en su proceso de adaptación a las sociedades democráticas y capitalistas de Occidente, los que se lancen a alguna aventura terrorista y, aunque no logren impactos tan conmovedores como lo fueron los ataques en Nueva York y Washington, causen unos pocos muertos y, sobre todo, mantengan un clima constante de zozobra e inseguridad. Que son, precisamente, los lobos solitarios.
Claro que el ataque de abril en Boston no fue el primero perpetrado por un lobo solitario. El más sanguinario de ellos fue la sucesión de asesinatos cometidos en el Mediodía francés por un joven musulmán de ascendencia argelina, Mohamed Merah, quien en marzo de 2012 mató a siete personas —entre ellas tres niños judíos— e hirió de gravedad a cinco, antes de ser abatido por la policía. Merah, que efectuó los tres ataques y murió cuando tenía 23 años de edad, también había pasado, como Tamerlán Tsarnaev, por un proceso fallido de adaptación a la sociedad occidental, había viajado a Paquistán en 2010 y 2011, se había vinculado con el grupo radical islámico Harakat ul-Mujahidín, había recibido entrenamiento en el uso de armas y explosivos y había jurado “vengar a los niños palestinos asesinados por los judíos”.
Los casos de Tsarnaev y Merah responden, con precisión admirable, a patrones similares: un proceso que ha sido descrito como de “autoradicalización” o de “radicalización a solas, frente a una computadora”, sumado al desarraigo y la inadaptación, lo que les generó una urgencia de revancha contra la sociedad que no les habría acogido. Fue así que Tamerlán quiso, como su hermano menor, adquirir la ciudadanía americana, pero no pudo por sus antecedentes de violencia doméstica, mientras que Mohamed quiso ser admitido en la Legión Extranjera francesa, pero tenía registros penales que se lo impidieron. Después, bajo la influencia de maestros salafistas —uno en Daguestán, el otro en Paquistán— su ira se convirtió en una determinación pétrea de “derramar sangre enemiga”.
El “terrorismo casero”
Como Tsarnaev y Merah, miles de jóvenes (el FBI tiene fichados unos setecientos mil “sospechosos”) podrían —si algo desencadena su ira o exacerba su frustración— convertirse en terroristas. Ese fue el caso de Nidal Malik Hassan, un siquiatra militar de origen jordano que trabajaba en la base del ejército americano en Fort Hood, Texas, donde el 5 de noviembre de 2009, al grito de ‘Allahu Akbar’, ‘Alá es grande’, mató a tiros a 13 personas e hirió a 29, antes de ser desarmado y detenido. Su caso fue otro fallo estrepitoso de los servicios de inteligencia, pues, según relataron sus compañeros, Hassan había presentado síntomas de un creciente desequilibrio mental como resultado de su trabajo con soldados que volvían de las guerras en Iraq y Afganistán, lo que, además, le había radicalizado muy notablemente en lo político y en lo religioso.
Otro caso de autoradicalización, aunque con alguna influencia de maestros salafistas, fue el del nigeriano Umar Faruk Abdulmutallab, quien en la Navidad de 2009 trató de hacer estallar una bomba a bordo de un avión de la aerolínea estadounidense Northwest, que volaba de Ámsterdam a Detroit. Fue otro lobo solitario, sin preparación ni entrenamiento, que armó tan mal su atentado que los explosivos que llevaba en su ropa interior empezaron a quemarse por el calor de su cuerpo. El humo y el olor alertaron a los integrantes de la tripulación, que lo desarmaron y, al aterrizar la nave, lo entregaron a la policía. Fue, según lo apodó la prensa popular, “el terrorista de los calzoncillos”.
Lo cierto, más allá de estos casos, es que miles de jóvenes practicantes de la versión más dura del islam y que ya viven en países occidentales, que llevan una vida ‘normal’ y cuyos comportamientos diarios no llaman la atención ni levantan sospechas, son, según advierten sicólogos sociales y expertos en seguridad, terroristas potenciales, que cualquier día, por algún suceso desencadenante, se sienten ajenos a su entorno, se llenan de resentimientos y rencores, convierten su actitud piadosa en voluntad de lucha y se lanzan a alguna aventura siniestra que, cuando ocurre, nadie acaba de entender. ¿Cómo pudo un joven tranquilo y estudioso como Tamerlán Tsarnaev —se preguntaban sus compañeros y vecinos, después de los atentados de Boston— poner una bomba repleta de clavos a los pies de un niño que veía a su padre correr la maratón? ¿Cómo?
Y precisamente su comportamiento ‘normal’, aparentemente ajeno a toda tendencia violenta, es lo que hace de los lobos solitarios unos terroristas potencialmente más peligrosos que los típicos yihadistas barbudos y mal encarados, cuyas actitudes hurañas, incluso hostiles, los hacen rápidamente detectables. Ellos, casi todos, ya están fichados y vigilados. Pero los ‘terroristas caseros’, que en la soledad de sus hogares abonan su rencor y afianzan su fanatismo, preparándose para dar el golpe con el que quieren vengarse de esa sociedad que en secreto aborrecen, son los que están asumiendo la vanguardia del terrorismo islámico y los que tienen en estado de alerta máxima a los servicios de seguridad de decenas de países occidentales. De los lobos solitarios no hay fichas ni registros, no pertenecen a ninguna red ni tienen relaciones sospechosas. Son ‘invisibles’. Y lo siguen siendo hasta el día en que, sin que nadie lo imagine, deciden que les ha llegado la hora de matar y morir…
Recuadro
Tamerlán, el de Samarcanda
Fue el último gran representante del poder musulmán nómada y el constructor de un imperio que, en el momento de su mayor esplendor, llegó a abarcar más de ocho millones de kilómetros cuadrados, en Europa y Asia, de Ankara a Delhi y de Damasco a Moscú. Fue, además, uno de los conquistadores más temidos y crueles, que arrasaba e incendiaba las ciudades capturadas y que en los veintitrés años de sus campañas militares, entre 1382 y 1405, habría matado a unos diecisiete millones de personas. Se llamaba Timur. No se sabe con certeza cuándo y dónde nació, pero siempre su ciudad fue Samarcanda. Aún joven, en una de sus primeras batallas, fue herido en una pierna y quedó cojo para el resto de su vida. Y fue apodado ‘Timur i Leng’ (‘Timur el cojo’, en persa), de donde se derivó el nombre con el que pasó a la historia: Tamerlán.
Provenía de la tribu tártara de los barlas, radicada en la región turca de Transoxiana, en el actual Uzbekistán, que por entonces —primera mitad del siglo XIV— pertenecía al Imperio Mongol. Pronto se destacó como guerrero, lo que le hizo ascender con rapidez en la estructura política imperial, mientras formaba su propio ejército. Cuando lo tuvo, se dedicó a ampliar las zonas bajo su control, hasta que entró en conflicto con el hijo del khan Tugluk Temur, a quien derrotó en 1363 en una batalla en las afueras de Samarcanda. Con el poder mongol reducido, Tamerlán llegó a controlar toda la región, al extremo que en 1369 se hizo nombrar rey de Transoxiana.
Al cabo de unos años de consolidación de su poder local, durante los cuales logró la anexión de una serie de reinos vecinos, antiguos vasallos del imperio mongol, Tamerlán emprendió la expansión militar de sus dominios. Su primera campaña fue hacia Persia, donde, según cuenta la leyenda, ordenó degollar a los setenta mil prisioneros tomados por sus legiones turcas, para así sembrar el terror entre sus futuros enemigos. Ocupó sucesivamente territorios de los actuales Irán y Afganistán, para después apoderarse de Azerbaiyán, Georgia, Armenia y, al final, la Mesopotamia, hasta la ciudad de Bagdad. En 1390 se dirigió hacia Rusia y Lituania. En 1392 se lanzó hacia Siria, y llegó a Damasco, y en 1398 fue hacia la India. En la ciudad amurallada de Delhi, como antes había hecho en Damasco, su orden fue terminante: degollar a todos los hombres que habían sobrevivido a la batalla. Su poder y su leyenda no paraban de crecer.
En 1402 su objetivo fue el Imperio Otomano, hasta llegar a las puertas de Bizancio, donde derrotó a las legiones de la Orden de los Caballeros Hospitalarios y sometió incruentamente al emperador Manuel II Paleólogo. En 1404, cuando ya tenía unos 70 años de edad, emprendió su campaña más ambiciosa: la conquista de China. Pero cuando avanzaba hacia el este, en las tierras del Kazajstán actual, cayó enfermo y murió. Era febrero de 1405. Sus restos fueron llevados a Samarcanda, mientras estallaban disputas agrias y largas por la sucesión. Y es que Tamerlán no había creado una estructura política capaz de perdurar. El imperio que él había edificado no le sobrevivió mucho tiempo. Pero su leyenda sería eterna, al extremo de que más de seiscientos años después de su muerte, otro Tamerlán, que había recibido su nombre en honor del gran conquistador nómada, creyó que matando a inocentes en una calle de Boston ponía una piedra para la reconstrucción del esplendor musulmán que tuvo su apogeo allá por el siglo XV.