Por Milagros Aguirre.
Ilustración: Adn Montalvo Estrada.
Edición 435 – agosto 2018.
En el muro de Facebook, que es ahora donde uno se entera de las cosas (verdaderas y falsas), circularon fotos de un barco lleno de gente, como abejas en panal, con una leyenda: barco con migrantes europeos rumbo a África o América del Sur escapando de la Segunda Guerra Mundial. La leyenda era falsa, pues se trataba de un barco, el Vlora, que llevaba refugiados afganos a Italia en 1991. Pero no importa. Falsa o verdadera, esa imagen se repite: barcos llevando miles de gentes que se han encontrado en el mar, huyendo de sus países, buscando un mejor futuro. Y países que no quieren recibirlos. El último, un barco con 630 personas, el Aquarius, que Italia se negó a acoger. España finalmente accedió a recibir a los migrantes que fueron rescatados en el mar frente a las costas de Libia y que pasaron la angustia de no poder llegar a ningún puerto, porque eran indeseables. La gente huye en pateras o muere en el mar. Punto.
Hace poco se reveló que la política del actual presidente de Estados Unidos ha separado a familias de migrantes, básicamente latinos. Espeluznantes imágenes de niños enjaulados, cubiertos con aluminio para dormir; videos con niños llorando, testimonios desgarradores de ellos y de sus padres, provocaron la ira y la vergüenza internacional. La noticia se difundió en el Día Mundial de los Refugiados y, tras la condena general, Trump tuvo que echarse atrás y firmar una orden ejecutiva para poner fin a tan espantosa práctica, aunque su orden no resuelve el problema de 2 300 niños separados de sus padres bajo la política absurda de “cero tolerancia” y cierre de fronteras.
Las virtudes de la democracia y de la libertad se derrumban con las lágrimas de esos niños, con las lágrimas de sus madres, con el dolor del mundo. Países que cierran las puertas a sus vecinos, que encierran a quienes cruzan sus fronteras, que maltratan a quienes ya han sido maltratados en sus propias tierras. Luego se quejan del terrorismo. ¿Qué quieren, si han vejado, maltratado, humillado, encerrado a hombres y mujeres que huyen de la violencia hacia Europa o Estados Unidos, países que tanto pregonan democracia y libertad?
El tema no debe ser ajeno. A nosotros, ecuatorianos, también nos toca: ciudadanos venezolanos, colombianos, cubanos o haitianos tocan nuestra puerta y tampoco somos tan amables ni solidarios ni tolerantes ni pacientes. Cuando somos nosotros quienes migramos exigimos buen trato y buenas condiciones, nos quejamos y sufrimos si nos rechazan, pero, a la hora de abrir las puertas a otros, hacemos lo mismo: maltratamos, vejamos, atropellamos, encerramos, deportamos.
Si les ha dolido ver esas imágenes de barcos repletos de gente huyendo de alguna parte o se han conmovido por los niños enjaulados en Texas, extiendan la mano al hermano venezolano, colombiano, haitiano o congolés. Solo quieren una oportunidad.