David Bowie un camaleón lector

La estela de David Bowie no ha hecho sino engrosar desde su muerte ocurrida en 2016.

No solo se trata de sus múltiples dimensiones como músico, de sus aventuradas exploraciones de género o de su infinita capacidad de adaptación. No estamos hablando apenas de su extravagante concepción de la música pop, lindante con el teatro, con la puesta en escena o con la búsqueda incesante de los límites de lo posible.

David Bowie es más que el músico al que nos acostumbramos. Es notable su colección de arte, que empezó a formar a mediados de los años setenta del siglo pasado. Los conocedores opinan que se trata —se trataba, porque la mayor parte de la obra fue subastada en 2016 y 2021— de la compilación de un verdadero entusiasta del arte moderno y contemporáneo, reunida con miras a ensanchar sus conocimientos y placeres, más que de un conjunto armado a modo de inversión. Los catálogos muestran que Bowie había acumulado con paciencia y detalle trabajos de Jean-Michel Basquiat (el artista más valorado en las subastas), del célebre Damien Hirst, del escultor y pintor Henry Moore, de Frank Auerbach, así como varios muebles de diseño. La variedad y la perseverante acumulación de Bowie muestran no solamente su afán de reunir una muestra representativa del arte de nuestros tiempos, sino la voluntad de encontrar vasos comunicantes entre las diversas expresiones de la aventura estética.

Aunque John Lennon alguna vez haya calificado a la música de David Bowie como apenas rock adornado con lápiz de labios, la verdad es que hay pocos creadores más eclécticos que este último, y que hayan transformado más profundamente la música pop de modo más sorprendente. Cada etapa de la música de David Bowie fue más rica y trascedente que la anterior, al tiempo que el inglés exprimió de todas las vertientes imaginables, desde el inicial folk sicodélico, hasta los puentes entre el disco y el new wave, con paradas en el rock y en el sonido Motown. En el caso de David Bowie no solo fue un tema de reinvención, sino de trascendencia.

A la izquierda una obra de Damien Hirst y a la derecha, una gigantografía de Bowie.
A la izquierda, Air Power de Basquiat y a la derecha, una gigantografía de Bowie.

La andadura de Bowie empezó luego de mayo del 68 y en plena época de exploración del espacio. “Space Oddity” fue su primer éxito, canción grabada y lanzada al mercado casi al tiempo que el humano ponía los pies en la luna. Con esa canción, Bowie empezó a rediseñar el ethos de la estrella de rock. Hasta ese entonces el patrón del rockstar era el de una masculinidad a prueba de fuego, guitarras eléctricas pesadas y sucias, pelos largos y cuero negro. La imagen de Bowie, por contra, ambigua, indagatoria de las fronteras de la sexualidad e insurrecta.

Bowie respondió a la imagen de los tiempos con la creación de Ziggy Stardust, un personaje andrógino, y para mayor inri, alienígeno, que había venido del espacio para transmitir a los humanos un mensaje de esperanza. Esta voluntad de Bowie de encontrar un alter ego —desdoblamiento que habría causado las delicias de Pessoa o de Valery Larbaud, se me ocurre— contrastaba claramente con el ambiente que primaba, digamos, en 1972: los nombres más conocidos de la época eran Black Sabbath y Deep Purple, del lado de los metales pesados, los Rolling Stones triunfaban con el mítico Exile on Main St., Yes, Genesis y Emerson, Lake and Palmer se regodeaban con los barroquismos del rock sinfónico, ZZ Top iniciaba su camino del blues y Neil Young todavía gozaba de las mieles de lo folkie acústico. David Bowie, en esas épocas, quizá podría haber encontrado compañía en la sofisticación de Roxy Music y en el modo crudo y simple de Lou Reed (Bowie fue el productor de Transformer). Desde el principio Bowie prefirió inventar y trazar la senda, en vez de imitar o militar en escuelas o estilos ajenos.

Izquierda: David Bowie (1969). Aunque compartió el título con el álbum debut de 1967, este David Bowie de 1969 fue relanzado en 1972 bajo el nombre de Space Oddity. Al contrario del primer disco, en este se avizora el sello camaleónico que marcaría la carrera de Bowie en adelante, e incluyó su primer gran éxito titulado también Space Oddity que fue utilizado por la BBC durante la transmisión del alunizaje en 1969. Derecha: Blackstar (2016). La reinvención fue su consigna, con este álbum que significó una gloriosa despedida. Una mezcla de rock con jazz experimental, que puede ir desde la melancolía del Blackstar a los sonidos frenéticos de Tis a Pity She Was a Whore, redondeó el mejor punto final del artista.

Tras dejar atrás a dos de sus más conocidos personajes, Aladdin Sane y The Thin White Duke, Bowie se trasladó a vivir a Berlín e hizo equipo con uno de los más célebres y cuidadosos productores musicales: Brian Eno. De esta colaboración, que también incluyó a Tony Visconti, salieron tres memorables álbumes —conocidos en adelante como la trilogía de Berlín: Low, Heroes y Lodger, entre 1977 y 1979—, discos caracterizados por su experimentación, texturas electrónicas, ambiente y cierto nivel de complejidad. Este paso de lo teatral y temático, basado en personajes y temas de ciencia ficción, hacia lo conceptual y sofisticado es uno de los grandes cambios de marcha de la historia del pop. Bowie no solamente se volvía a concebir, volvía a nacer. De esta época también data la fase más fértil de la amistad y colaboración de David Bowie con Iggy Pop, una cooperación artística fructífera y no menor. De hecho, uno de los mayores clásicos de Bowie, “China Girl”, es composición original de Iggy Pop, y la versión de estudio de esta canción fue salpimentada por un enfático solo de guitarra de un tal Stevie Ray Vaughan (descubierto y promocionado por el propio Bowie, por si acaso).

En la década de los ochenta —tan mala para el rock y tan generosa con el new wave­— Bowie cosechó los rendimientos de su previa labor. Para entonces todo un experto en el diseño de personajes, una eminencia en cuanto a presencia escénica y en el manejo de su propia ficción, se enancó rápidamente en la era MTV, en los conciertos a estadio lleno y en la sociedad del narcisismo, precursora de los tiempos del yo de la era digital en curso. Fue entonces cuando David Bowie cuajó en la leyenda, en la institución al que el filósofo Simon Critchley le dedicó un célebre ensayo, indagatorio de las facetas de su ídolo, que incluye reflexiones acerca de los primeros enamoramientos con la música de su ídolo, hasta el shock de su muerte.

Además de la compañía de las obras de arte, Bowie gozaba de la presencia de los libros. Su ideal de la felicidad consistía en leer. En Bowie la lectura trascendía el placer. Buena parte de su proyecto estético encontró cimientos en la lectura variada y dedicada. Bowie entendía la lectura del mismo modo que Virginia Woolf, es decir, como una actividad fundamental, de construcción de una fortificación individual, de conjunción con las demás artes: “Si pudiéramos desterrar todas esas ideas preconcebidas, cuando leemos, sería un comienzo admirable. No le dictemos al autor, intentemos convertirnos en él. Seamos sus compañeros de trabajo y sus cómplices. Si nos retraemos y mostramos reparos y críticas al principio, nos estamos impidiendo sacar el mayor provecho posible de lo que leemos”, sentenció la escritora décadas antes.

Aparte de su talento natural, Bowie fue un lector insaciable desde la niñez y durante los arduos años de grabaciones y giras en los años setenta, en el pináculo de la fama, emprendía sus giras musicales armado de una biblioteca itinerante. Sus gustos librescos correspondían al mismo eclecticismo que el arte de su música. Entre sus autores de cabecera estaban el inigualable William Faulkner —en otro tema: alguien, algún día, debería escribir un largo ensayo sobre la influencia que Faulkner ha tenido en la literatura hispanoamericana— con sus historias de ruina, endogamia y plantadores sureños; la académica feminista Camille Paglia y sus penetrantes críticas de la modernidad; al viajero, experto en arte y esteta Bruce Chatwin, en particular sus exageradas crónicas de viajes y su joya de novela, Utz.

También hay una rama entera de los estudios acerca de David Bowie y su relación con la ciencia ficción. No hay que olvidar, en este aspecto, que su primer éxito fue “Space Oddity”, como dijimos, y que su disco de despedida fue Blackstar (quizá su mejor placa). Asimismo, uno de los personajes bowiescos más célebres fue el recordado Major Tom. Es evidente también que 1984 de George Orwell y La naranja mecánica de Anthony Burgess jugaron papeles fundamentales en la teoría musical de Bowie. En el primer caso, con motivo de Diamond Dogs y en el segundo con motivo de uno de sus álbumes más célebres, Suffragette City.

El caso es que, me parece, David Bowie fue quizá el más culto de los músicos populares de las últimas décadas, el que más se nutrió de las demás artes para edificar su propio proyecto.

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