Dante Anzolini. Más allá del poder de la batuta

Fotografías Amaury Martínez.

Edición 436 – septiembre 2018.

Entrevista-1En la primavera de 2008, la Metro­politan Opera de Nueva York presentó la obra Satyagraha, del estadounidense Philip Glass. Un suceso. Al frente, batuta en mano, Dante Anzolini: “Memorable”, “espléndido”, “impresionante” fueron los adjetivos con los que la crítica de los principales medios neo­yorquinos envolvió el análisis del debut de este director en aquel escenario, con aquella obra creada veinte años atrás por un com­positor que ya era universal, y nombrada como aquel neologismo inventado por Ma­hatma Gandhi que se traduce como “insis­tencia en la verdad”.

Nació en Argentina, hijo de migrantes: padre italiano, madre chilena. Familia po­bre. Obtuvo dos maestrías y un doctorado en la Universidad de Yale. A su hoja de vida, repleta de referencias sobre su experiencia dirigiendo orquestas y óperas, como en el teatro de Berna, Suiza, donde fue direc­tor residente, en 1995; en Bonn, Bruselas, Budapest, Asturias, Valencia, Washington, Estrasburgo, Linz, Viena, y en otros tantos escenarios de excelencia como director in­vitado; o en 2008, como director residente del Teatro Argentino de la Plata —donde recibió el premio de la crítica al mejor di­rector de ese país—; Anzolini sumó en mar­zo de 2017 el título de director residente de la Orquesta Sinfónica de Guayaquil (OSG). Lo hizo tras ganar un concurso internacio­nal al que se presentaron casi 100 candida­tos. Su contrato es por cuatro años. En el en­torno local no hay dudas de su excelencia; sin embargo, por su personalidad —que ha sido considerada no por pocos controver­sial— algunos hacen apuestas sobre si este período se cumplirá o no.

Ni el bajo presupuesto ni las comple­jidades burocráticas y el centralismo, que por estos lares persisten en las institucio­nes públicas, lo limitan. Incansable. Siem­pre va por más. Este año, en abril pasado, por ejemplo, llevó a la escena del Teatro Centro Cívico, sede de la OSG y ubicado en el soslayado sur de Guayaquil, la ópe­ra La Boheme. Un suceso. En junio ante­rior se fue con sus músicos a Galápagos para ejecutar un ejercicio casi acrobático que únicamente ciertas orquestas de Es­tados Unidos y Europa suelen realizar: la proyección de un filme con el acom­pañamiento simultáneo de una orquesta sinfónica interpretando la banda sonora. En este caso se trató del documental Jane, sobre la ambientalista Jane Goodall, que fue musicalizado por Philip Glass, su gran amigo. El espectáculo también se cumplió en Guayaquil en julio. A partir de este tema empezamos la charla, tras un ensayo con su orquesta.

—Cine con aires sinfónicos, háblenos de esta experiencia. ¿Cómo sincronizar todo lo que se debe controlar para este desafío?

—Sí, es un gran desafío. Es complejo. Nosotros trabajamos de una manera, obvia­mente, mucho más difícil que lo que hicie­ron en Hollywood Bowl (el anfiteatro de Los Ángeles que mantiene una programación de proyecciones de filmes con acompañamiento de orquestas en vivo). Fue increíble. Hay una pantalla (frente al director) que replica la pantalla grande. Es exactamente la misma, pero tiene un contador numérico y un clic sonoro que establece el tempo, la velocidad de la música con una antelación de cuatro golpes que, a veces, son menos de dos se­gundos. Es como que a uno le den una señal y luego una guía, porque, siendo que no hay música expresivamente válida, sin un cierto tipo de cambio y variación sobre el tempo metronómico del segundo que nunca para, yo debo jugar casi un videogame con los nú­meros, porque si me adelanto por encima del clic sonoro, que me cuantifica la canti­dad de pulsos por segundo, debo atrasarlos ya a una cuestión expresiva para subrayar algo que es apenas más lento o apenas más rápido.

Hacer algo en vivo es un lío negro, por­que yo debo hacer en tiempo real, sin equi­vocarme, todo lo que determinó el director de fotografía con el compositor, con ningún chance de errar en el tiempo.

—Al terminar todos sintieron el ¡lo hicimos!

—Fue muy lindo. Una de las cosas más lindas que puede tener un director. No es el aplauso solamente, porque el aplauso se recibe porque la gente está contenta; pero el otro premio que yo tengo y que ustedes no tienen, ninguno del público, es que me doy vuelta y les veo la sonrisa a todos, eso no se paga con nada.

—¿Cómo reaccionó el público?

—Doy ejemplos: cuando terminamos la película allá, no solamente la gente me pa­raba y paraba a los músicos al día siguiente por la calle, aplaudiéndolos o abrazándolos, literal, sino que Magno Bennett, el presiden­te de la Casa de la Cultura Ecuatoriana en Galápagos, me comentó que por semanas la gente lo felicitaba: nunca habían tenido una experiencia igual. No sé si en Brasil se haya hecho, es una cosa normal en Estados Uni­dos y en algunos lugares de Europa, pero en este continente no. De hecho nosotros hici­mos la premiere, después de Hollywood, los únicos que la hicimos fuimos nosotros, na­die más en el planeta. Una de las cosas que espero estar promoviendo es una especie de revolución cultural y me gustan ese tipo de revoluciones. Ninguna capital de ningún país sudamericano lo hizo antes que Guaya­quil, nadie. Y lo lindo también es que puede venir cualquiera: costo cero.

—¿Cómo fue ese proceso?, ¿cómo consiguen que National Geographic So­ciety forme parte de este proyecto?

—Mi lobby personal. Yo los llamé un par de veces y no tenía respuesta. El contac­to me lo dio Phillip cuando lo convencí de hacer esto y Philip me dijo: “Yo te garantizo que no te cobro copyright. Si alguien te co­bra es la compañía que me representa, pero National Geographic te lo tiene que dar gra­tis. Entonces, yo llamé, llamé y llamé. Llamé a la vicepresidenta en Nueva York y ella me mandó a un mando intermedio y después tuve la inmensa suerte de que un ecuato­riano, se llama Luis Velástegui, estaba en la organización trabajando para Fox y para National Geographic. Él me hizo la ayuda logística; entonces National Geographic me aseguró el pasaje gratis, siempre y cuando yo no cobrara nada por las entradas. Yo no cobro más que mi salario y la orquesta tam­bién. El proceso tardó meses.

—Llevaron 80 músicos a Galápagos, ¿cómo fue eso?

—Mmmm, otro lío (sonríe).

—¿Le gustan los líos?

—Me encantan. Es que nos jugamos una parte muy importante del presupuesto, y yo no me siento en el derecho de pedirle a tu país que me dé más presupuesto por una locura que nunca se hizo. Siendo conscien­te de eso, yo no puedo más que agradecer a varias personas y debo decir que, por casua­lidad histórica, la presidencia me está ayu­dando, pero en forma así ostensible y clara; pero, también hay que decir: Mira, ¡vino el presidente a ver La Boheme! Y cuando la hi­cimos fue un exitazo imposible, porque 80 años que no se hacía ópera aquí y con (los músicos) ecuatorianos, lo que era mi premi­sa. Porque yo podía haber traído a gente del medio (internacional)…

—No quería irse por el camino fácil.

—No. Acá, yo tengo que ayudar a la gente que me contrató, es mi visión ética. ¿Cómo no los voy a ayudar? Es la gente que nació aquí y que está haciendo música aquí.

—¿Es parte de su proyecto en la OSG incluir a la gente local para que se capa­cite?

—Sí, ahí está el asunto. Si uno lee los considerandos de mi nombramiento, no está en ningún lado que yo tengo que hacer ópera ni ballet, ni película ni nada, pero yo igual pensé que si le ofrezco esto a Guaya­quil se crea un nuevo común denominador de lo que significa un teatro europeo; es decir, aquí tenemos que inventar orquesta-coro-ballet y hacer espectáculos gratis para todo el mundo, que nunca lo ha recibido.

—Abrir el lente.

—Sí, sí, a toda la gente posible. Y, por eso, fue súper difícil: nos embarcamos en una dificultad presupuestaria, y es ahí don­de, tal vez, pueda funcionar la maquinaria del altruismo, que la gente que puede ayu­dar ayude; porque la otra parte de la ecua­ción es que quiero llevar la orquesta a los suburbios también… Y que la gente de allá venga acá (al teatro).

—Estuvo a finales de 2017 con Glass en Galápagos y se decantó por el docu­mental que musicalizó este compositor sobre Jane Goodall, ¿es usted conserva­cionista, ambientalista?

—Sí, está en mis estudios, y creo que estamos al borde de un desastre. Y, jus­tamente, me contrata un país que está al frente del océano Pacífico donde hay islas de plástico, pero grandes como Alemania. En principio yo prefiguré la forma de ayu­da. Cuando gané el concurso (para dirigir la OSG) vi que había una manera plácida, tranquila, transparente, de ayudar a este país. Yo puedo incentivar a músicos de gran valía que, además, sean profesores de universidades importantes; porque yo quiero que los jóvenes se beneficien como yo no pude, a mí nunca nadie me ayudó, y yo nací en algo mucho peor que el Guas­mo; peor, en el sentido social, real, estaba en un gueto italiano, dentro de un pueblito. Mi papá, mi mamá no eran argentinos, yo nunca tuve ni el beneficio de la familia de generaciones ni el económico. Mi papá era camionero; entonces quiero brindar a toda la gente aquello que yo no tuve, y, además, juntarlo con una llamada que es mucho más clara hoy que cuando nací: creo que este filme que habla de proteccionismo animal también habla de proteger a la naturaleza en su sentido más amplio.

Dante Anzolini con Philip Glass en las islas Galápagos.
Dante Anzolini con Philip Glass en las islas Galápagos.

—Un sentido holístico.

—Holístico, exacto. Desde ese punto de vista, yo creo que la música y el arte poten­cian el autoconocimiento. Un profesor me decía: “Dante, no estás tocando el violín, te estás tocando a ti mismo”; entonces, si yo me toco a mí mismo es que empiezo a conocer mis músculos y mi interior y, ade­más, a conocer mis propias sensaciones y pasiones. Si cuantifico, simplemente, el análisis racional de la música, no solamente la fruición efectiva del goce, sino cuando le enseño música a un chico, le enseño a con­tar, en italiano se dice Lui che sa contare, sa come giocare: “Aquel que sabe contar sabe tocar”. Hay muchas facetas de la música que ayudan al autoconocimiento y el esoterismo lo dice claro, igual arriba que en la Tierra. Esto lo invento yo: igual adentro que afuera; creo que ese autoconocimiento y esa prácti­ca artística ayudan a la gente a comprender el mundo porque empieza a comprenderse mejor a sí misma.

—No por un tema hedonista de “qué bien lo hago”, sino porque le permite sen­tir lo que es.

—Sí, ¡eso! Es que uno nunca está con­tento con lo que hace, uno nunca cree que puede dirigir bien o tocar bien, uno espera mejorar cada día y eso también ayuda. Hay una cosa fantástica que les explicaba a mis secretarias, una no estudia música y la otra sí: nosotros los músicos hacemos una acti­vidad que no nos permite el error, porque uno se equivoca y desafina y tiene que co­rregir en el momento. Tenemos el cerebro acondicionado para corregirlo antes, lo más rápido posible y de la mejor manera, ¡pero ya! No tenemos tiempo de escribir una serie de documentos y corregirlos en una hora o en dos o en tres. Hay ensayos y aquí tie­ne que sonar perfecto, no hay más. Y para que esto suene perfecto, debo hacerlo sonar perfecto en todo el proceso. Eso nos prepara mentalmente, increíblemente, para corregir adentro y corregir afuera. Está detrás de nuestra filosofía.

—¿De alguna manera resulta un ejer­cicio solitario, en la soledad de tus deci­siones, estar frente a tus errores?

—Es la soledad del poder también. Si uno quiere ser justo, tiene que aislarse y no intervenir emocionalmente en las relacio­nes con respecto a sus dirigidos y no debe dejar de ser intervenido, porque uno tiene que impartir justicia en el trabajo.

—Al llegar a la OSG se topó con un nuevo grupo, ¿cómo ejerció ese poder?

Tal vez para mi edad, tengo demasia­da experiencia en dirigir grupos, empe­cé a los veintitrés, dirigí en veinte países, veintipico, y gané muchos concursos, casi todos los puestos que tuve los gané por concursos, uno llega a una situación don­de es vencedor por alguna razón. Lo colo­can ahí. Lo primero que tiene que hacer es, lo declaré a la orquesta: “Yo acepto el statu quo”, que era una situación bastante deplorable, significaba lo siguiente: en la orquesta solo la mitad de la gente era es­table, nunca en mi vida había ganado un concurso donde la mitad de mi orquesta no tiene estabilidad, ¡hasta hoy! Creo que hay que dar seguridad a los músicos para que se sientan tranquilos de decir “Bueno, yo voy, hago lo mejor que puedo, y cobro mi salario”. Me planteé aceptar el statu quo y tratar de incentivar para que mejoren, porque yo me llevé una gran sorpresa: cuando vine aquí a dirigir en el concurso, nadie sabía nada, me parecía increíble que la orquesta no hubiese sido preparada en las piezas del concurso; entonces empecé a dirigir piezas que sabía de memoria y a ex­plicar el porqué, era tremendo; y en menos de media hora ellos entendieron y salió, ¡espeluznante! Entonces, digo: “Esta gente sabe, esta gente tiene talento y capacidad mental. Lo podré hacer”.

Cuando vine me costó mucho tiempo clarificar la disciplina sin violencia, el trato directo y claro. Y mirando a los ojos: “Esto es lo que yo, por favor, le pido…”. Yo no doy órdenes. Es muy raro que yo dé órdenes, yo siempre sugiero y pido. Explico. Doy una idea y digo: “Bueno, a mí me parece de esa manera, pero si a usted le parece de otra manera lo charlamos, inclusive en el ensa­yo, no hay problema”. No es una cuestión de ego, a mí me gusta la música, no el poder, pero lo tengo.

—Le toca hacer uso de ese poder.

—Cuando empecé a enamorarme del sonido era demasiado chico para pensar qué implicaba el poder y quizá cometí un error, pero a mí me gusta mucho el sonido de la orquesta, muuucho.

—¿Qué le encanta del sonido de la or­questa?

—Dios mío, eso sí que no sé responder, no puedo expresar en palabras. Yo viví en una casa donde no tenía piano, yo fui a los primeros cinco años de conservatorio sin tener piano, estudiaba en la mesa.

—¿Por qué quiso ir al conservatorio el hijo de un camionero que vivía en un gueto italiano?

—(Ríe). Porque mi mamá, chilena, quería sacarme de la calle, además, mamá amaba el violín. Mi papá, italiano, era hijo de un orga­nista director de coro. La historia es increíble: mi abuelo tuvo nueve hijos, ¡nueve! Todos estudiaron música, menos uno que dijo que la odiaba: mi papá. Y mi papá me confesó, cuando yo recién empezaba, que no es que la odiaba sino que le tenía miedo a las cacheta­das, porque mi abuelo era pazzo, pazzo, pazzo (loco, en italiano); entonces, cuando uno se equivocaba, le pegaba. Yo soy el único here­dero de mi abuelo. Pero tampoco teníamos dinero para ir a los conciertos… ¿por qué me pongo contento cuando hacemos los concier­tos gratis?, porque no podía ir. Yo escuché el sonido de la orquesta por radio, empecé a so­ñar en ser director no porque vi una orquesta, sino porque la escuché en la radio. Me volvía loco, me transformaba la cabeza.

Entrevista-4Entrevista-3

Dante nació en Argentina, hijo de migrantes: padre italiano (Lorenzo Anzolini) y madre chilena (Lucila Wazyniak).

—Aparte de sus músicos de la orques­ta también está trabajando con composi­tores del país, ¿por qué?

—En cada lugar al que llegué, siempre me plantee, primero que todo, la premisa ética: antes de ser músicos somos hombres y, si a uno lo contratan en un país, tiene que servir a ese país. Es tan obvio. Entonces, la primera cosa que pienso es quiero ver a los compositores de este país, los que se murie­ron, los que están vivos, la gente de acá, a ver qué es lo que les hace falta y en qué puedo ayudar.

La segunda es que tuve una tremenda suerte y es que uno de los poquísimos ecua­torianos que conocí antes de venir aquí me presentó a Guevara, en persona. Gerardo Guevara es el mejor compositor ecuatoria­no vivo, y vive en esta ciudad. Eso se llama suerte. Y después, la increíble suerte de des­cubrir a Luis Humberto Salgado, que es un monstruo, ¡una cosa de locos! Cuando vi la primera sinfonía de él, que encontré por casualidad tirada en nuestra biblioteca, me la llevé a mi casa y no lo podía creer. ¡Esto nunca lo tocaron! La tercera (sinfonía) de Salgado se había tocado una vez en Quito, yo me enteré después, pero fue un fiasco. En principio, porque tenía errores gruesos de copista, la persona que transcribió el ma­nuscrito se equivocó, pero por kilos; enton­ces, yo hice una revisión nota por nota: es una pieza maravillosa. Yo la llevo bien y se hace popular este hombre.

Yo creo, honestamente, que no hay dos grandes en Sudamérica, Heitor Villa-Lobos (Brasil) y Alberto Ginastera (Argentina), hay tres. Salgado está a ese nivel. Pero el col­mo de la buena suerte para mí fue encontrar una pieza así, y mala suerte para ustedes, ecuatorianos, es que ninguno lo rescató. Hay nueve sinfonías (de Salgado); yo ya es­trené cuatro.

—En Galápagos, el repertorio fue in­ternacional, pero también hubo música de compositores locales, ¿cómo trabajó con ellos?

—Es lo mismo. Galápagos es un paraí­so, no lo conocía, yo (solo) había visto fotos y en diciembre fui, entonces digo: “Bueno, si yo busco beneficio para el Ecuador, ¡a través del paraíso, vendo un festival! Queda cerca del continente, y esta gente también merece mi atención, no solamente la de Guayaquil. Y pregunté a un par de personas si había músicos, no importa de qué raigambre, ¿quiénes están? Y ahí había una cantauto­ra muy talentosa, un cantautor muy talen­toso y después un grupo muy lindo y loco que terminó haciendo un rap, se llama Sin Residencia. Hicieron una canción compar­tida y yo me desgrané la cabeza para hacer un arreglo, pues ellos nunca habían tocado con orquesta; entonces hice un arreglo de lo que ellos estaban haciendo y tuve que transcribirlo, en armonía; en las guitarras, en el bajo, lo tiré todo a la orquesta. Cuan­do empezó el rap, que lo inventé para que la orquesta tocara rap con ellos, fue un exitazo.

—¿Incluir rap fue una decisión musi­cal o de espectáculo?

—No, no. Así fue la historia: una de las canciones que me pasaron para que arregle hablaba de cada una de las islas, y yo vi la letra y me parecía muy linda. La armonía era simple pero tenía cosas que se podían arreglar. Cada una de las islas llevaba una estrofa y yo, la primera vez que la escuché, dije “bueno, a ver qué tal”. Entonces, habían conminado a que el grupo Sin Residencia cantara la primera estrofa y de repente la misma Alvarado que cantaba la otra can­ción la pusieron al final; pero en el medio, escuché (hace ruidos, bum bum pa, bum bum pa, golpeando la mesa) y me quedé…

¿Eso qué es? Claro, era el rap, y la letra era muy bonita. A mí me gustó porque era una sola canción de varias islas y varios lengua­jes, y eso me pareció tan interesante. Era un lindo reto.

Eso acarrea un cierto tipo de suceso popular, pero a mí me interesaba como creador la operación mental y estructural de meter esto con esto, el rap con la orques­ta, el cómo los hago llegar. Eso fue un ali­ciente más. El primero es ayudar a la gente de las islas; el segundo es que tienen sus re­presentantes artísticos a quienes voy a ayu­dar, y la única cosa ególatra es que yo que­ría usar mi cerebro para integrarlo, ese es un ejercicio que nadie me paga, la verdad tenía que haber cobrado por los arreglos, pero me interesaba encerrarme y hacerlo y escribirlo y tocarlo y fijarme. Eso es un placer indescriptible, para mí vale mucho más que millones de dólares.

—También está implícita la difusión de la música académica. ¿Se trata de po­pularizar la música clásica o ahora, con ejercicios como estos, hacer popular lo clásico?

—Donde nací y crecí a nadie le in­teresaba lo que yo hacía, a nadie. En mi adolescencia me gritaban que vaya a jugar fútbol y deje de tocar el piano. A los once años me compraron el piano. Yo siempre fui consciente de que lo que hago le inte­resa a muy poca gente, nunca creí que lo mío era mejor o peor, simplemente que yo tengo cierto tipo de tendencia y en la gente, lo reconocí luego, que hay un factor económico que ni siquiera quiero ser muy prudente para definirlo, ciertamente el po­der plutocrático. Las Spice Girls fueron he­chas, construidas a través de un casting, ya está. Hay genialidades como los Beatles o Queen, son genialidades, reales, Queen es genial. Ahora, no toda la música popular es de ese rango.

—¡Pink Floyd!

—Pink Floyd es una maravilla. Yo to­qué en un grupo de rock en esos tiempos, cuando Pink era la octava maravilla. Yo tenía catorce años, no sé. Lo que sucede es que siempre discutí, como yo hacía música popular, hice rock, hice tango, hice música folclórica, música pop italiana y, al mismo tiempo, Bach, Chopin, Lizst, Beethoven en mi adolescencia. Yo creo que la gente hoy tiene muy malas influencias.

El hijo de Dante, Daniel, de 21 años, sostiene una foto de su padre cuando ambos eran niños.
El hijo de Dante, Daniel, de 21 años, sostiene una foto de su padre cuando ambos eran niños.

—La música influye también en el de­sarrollo intelectual.

—Sí, sí. Te invita a algo distinto. Por­que está en la cultura. Un día me tomé un ómnibus viniendo de Playas, veníamos con mi hijo (Daniel) que me vino a visitar de Estados Unidos, y justo se le ocurrió al chofer, ¡ay, Dios mío!, poner una cosa ho­rrenda, era algo como reguetón, que yo no lo soporto. Era una letra completamente incongruente con el sentido, por ejemplo, el sentido era el amor y lo gritaba como si fuera un grito de guerra. Luego, era un producto hecho en un laboratorio porque hasta el acompañamiento, mi oído fino se dio cuenta de que no era una guitarra sino una guitarra inventada en un teclado, no era un bajo porque hasta calcularon una desafinación para hacerle creer, al que no sabe de música, que eso estaba hecho por gente viva, ¡y, no! Era un tipo gritando y la armonía era terrible, la estructura acór­dica… Y estuvimos aguantando una hora entera eso. Y la gente no estaba desconten­ta: lo tarareaba.

—El Centro Cívico es la casa de la orquesta, pero está un poco alejada en Guayaquil, como espacio, como teatro, ¿qué tanto logran atraer público?, ¿es un limitante?

—Desde que llegué vi que el sur no conviene como sede. La gente tiene pre­juicios e ideas reales de la dificultad aquí: de violencia, robo. Les dije a mis amigos ecuatorianos que, si estuviéramos en una ciudad secundaria europea, el teatro de­bería estar plantado entre el Malecón, el parque de las Iguanas, en Quito y Junín. Me encantaría que haya uno, pero dónde lo creamos, quién lo va a inventar. Si pu­siéramos el teatro a la usanza europea, el que tengo en mis sueños, para hacer ópera, ballet y el concierto con el coro y cantan­tes ecuatorianos, yo lo plantaría por la 9 de Octubre, cerca del hotel que está frente a la Catedral. Digamos donde está el Palacio Municipal, modificarlo y hacer un teatro. Ahí, claro, todo el mundo iría a ese centro. La segunda parte de la operación, que has­ta que me vaya voy a seguir insistiendo, es que salga la orquesta al suburbio. Hay dos cosas: quiero que el suburbio venga aquí y quiero que nosotros vayamos al suburbio.

—Sus proyectos han sido bien acogi­dos, ¿cuánto tiempo piensa estar en Gua­yaquil?, ¿se piensa quedar?

—Uno nunca sabe sobre el futuro, qué puedo decir. Mi nombramiento es por cuatro años, ya pasó uno y pico, después decidirán si me botan (ríe). Responder to­talmente sería: a mí me gustan muchas co­sas de esta ciudad, y estoy hablando a nivel sensible, humano. Hay gente educada, cor­dial, que a uno lo hace sentir bienvenido. No pasa en todos los países, aun en algunos donde soy bastante popular. La frialdad es­tablece cierto tipo de barreras, y como soy muy solitario a mí nunca me afecta eso, pero cuando uno ve que no existe esa frial­dad, sino una especie de recato, yo todavía los veo de afuera a ustedes, que no es una barrera sino mi praxis la que me separa y aleja un poco de las personas; pero hay esa cordialidad y transparencia, que son las que nos tienen aquí charlando; eso es sú­per apreciable.

A mí me gusta más el clima de la playa, mi ideal sería irme a Playas o algo por el estilo; el río es mucho más húmedo, durísi­mo. Nunca me fijo demasiado en los edifi­cios o la arquitectura, pero sí en los seres humanos y las plantas, en los pocos anima­les que se ven por aquí. Hay algo en la cul­tura que a uno le condiciona a ver un lado más grácil de la vida. Yo trabajé en dema­siados países, y tampoco se sabe cuándo lo aceptan a uno y cuándo no; mientras esté tranquilo haciendo algo positivo por la gente, no pido demasiado a cambio. Me gustaría quedarme por mucho tiempo, ne­cesito tranquilidad: hago demasiadas cosas y necesito un poco más de apoyo logístico para concentrarme en lo que me gusta: es­tudiar y componer.

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