Fotografías Amaury Martínez.
Edición 436 – septiembre 2018.
En la primavera de 2008, la Metropolitan Opera de Nueva York presentó la obra Satyagraha, del estadounidense Philip Glass. Un suceso. Al frente, batuta en mano, Dante Anzolini: “Memorable”, “espléndido”, “impresionante” fueron los adjetivos con los que la crítica de los principales medios neoyorquinos envolvió el análisis del debut de este director en aquel escenario, con aquella obra creada veinte años atrás por un compositor que ya era universal, y nombrada como aquel neologismo inventado por Mahatma Gandhi que se traduce como “insistencia en la verdad”.
Nació en Argentina, hijo de migrantes: padre italiano, madre chilena. Familia pobre. Obtuvo dos maestrías y un doctorado en la Universidad de Yale. A su hoja de vida, repleta de referencias sobre su experiencia dirigiendo orquestas y óperas, como en el teatro de Berna, Suiza, donde fue director residente, en 1995; en Bonn, Bruselas, Budapest, Asturias, Valencia, Washington, Estrasburgo, Linz, Viena, y en otros tantos escenarios de excelencia como director invitado; o en 2008, como director residente del Teatro Argentino de la Plata —donde recibió el premio de la crítica al mejor director de ese país—; Anzolini sumó en marzo de 2017 el título de director residente de la Orquesta Sinfónica de Guayaquil (OSG). Lo hizo tras ganar un concurso internacional al que se presentaron casi 100 candidatos. Su contrato es por cuatro años. En el entorno local no hay dudas de su excelencia; sin embargo, por su personalidad —que ha sido considerada no por pocos controversial— algunos hacen apuestas sobre si este período se cumplirá o no.
Ni el bajo presupuesto ni las complejidades burocráticas y el centralismo, que por estos lares persisten en las instituciones públicas, lo limitan. Incansable. Siempre va por más. Este año, en abril pasado, por ejemplo, llevó a la escena del Teatro Centro Cívico, sede de la OSG y ubicado en el soslayado sur de Guayaquil, la ópera La Boheme. Un suceso. En junio anterior se fue con sus músicos a Galápagos para ejecutar un ejercicio casi acrobático que únicamente ciertas orquestas de Estados Unidos y Europa suelen realizar: la proyección de un filme con el acompañamiento simultáneo de una orquesta sinfónica interpretando la banda sonora. En este caso se trató del documental Jane, sobre la ambientalista Jane Goodall, que fue musicalizado por Philip Glass, su gran amigo. El espectáculo también se cumplió en Guayaquil en julio. A partir de este tema empezamos la charla, tras un ensayo con su orquesta.
—Cine con aires sinfónicos, háblenos de esta experiencia. ¿Cómo sincronizar todo lo que se debe controlar para este desafío?
—Sí, es un gran desafío. Es complejo. Nosotros trabajamos de una manera, obviamente, mucho más difícil que lo que hicieron en Hollywood Bowl (el anfiteatro de Los Ángeles que mantiene una programación de proyecciones de filmes con acompañamiento de orquestas en vivo). Fue increíble. Hay una pantalla (frente al director) que replica la pantalla grande. Es exactamente la misma, pero tiene un contador numérico y un clic sonoro que establece el tempo, la velocidad de la música con una antelación de cuatro golpes que, a veces, son menos de dos segundos. Es como que a uno le den una señal y luego una guía, porque, siendo que no hay música expresivamente válida, sin un cierto tipo de cambio y variación sobre el tempo metronómico del segundo que nunca para, yo debo jugar casi un videogame con los números, porque si me adelanto por encima del clic sonoro, que me cuantifica la cantidad de pulsos por segundo, debo atrasarlos ya a una cuestión expresiva para subrayar algo que es apenas más lento o apenas más rápido.
Hacer algo en vivo es un lío negro, porque yo debo hacer en tiempo real, sin equivocarme, todo lo que determinó el director de fotografía con el compositor, con ningún chance de errar en el tiempo.
—Al terminar todos sintieron el ¡lo hicimos!
—Fue muy lindo. Una de las cosas más lindas que puede tener un director. No es el aplauso solamente, porque el aplauso se recibe porque la gente está contenta; pero el otro premio que yo tengo y que ustedes no tienen, ninguno del público, es que me doy vuelta y les veo la sonrisa a todos, eso no se paga con nada.
—¿Cómo reaccionó el público?
—Doy ejemplos: cuando terminamos la película allá, no solamente la gente me paraba y paraba a los músicos al día siguiente por la calle, aplaudiéndolos o abrazándolos, literal, sino que Magno Bennett, el presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana en Galápagos, me comentó que por semanas la gente lo felicitaba: nunca habían tenido una experiencia igual. No sé si en Brasil se haya hecho, es una cosa normal en Estados Unidos y en algunos lugares de Europa, pero en este continente no. De hecho nosotros hicimos la premiere, después de Hollywood, los únicos que la hicimos fuimos nosotros, nadie más en el planeta. Una de las cosas que espero estar promoviendo es una especie de revolución cultural y me gustan ese tipo de revoluciones. Ninguna capital de ningún país sudamericano lo hizo antes que Guayaquil, nadie. Y lo lindo también es que puede venir cualquiera: costo cero.
—¿Cómo fue ese proceso?, ¿cómo consiguen que National Geographic Society forme parte de este proyecto?
—Mi lobby personal. Yo los llamé un par de veces y no tenía respuesta. El contacto me lo dio Phillip cuando lo convencí de hacer esto y Philip me dijo: “Yo te garantizo que no te cobro copyright. Si alguien te cobra es la compañía que me representa, pero National Geographic te lo tiene que dar gratis. Entonces, yo llamé, llamé y llamé. Llamé a la vicepresidenta en Nueva York y ella me mandó a un mando intermedio y después tuve la inmensa suerte de que un ecuatoriano, se llama Luis Velástegui, estaba en la organización trabajando para Fox y para National Geographic. Él me hizo la ayuda logística; entonces National Geographic me aseguró el pasaje gratis, siempre y cuando yo no cobrara nada por las entradas. Yo no cobro más que mi salario y la orquesta también. El proceso tardó meses.
—Llevaron 80 músicos a Galápagos, ¿cómo fue eso?
—Mmmm, otro lío (sonríe).
—¿Le gustan los líos?
—Me encantan. Es que nos jugamos una parte muy importante del presupuesto, y yo no me siento en el derecho de pedirle a tu país que me dé más presupuesto por una locura que nunca se hizo. Siendo consciente de eso, yo no puedo más que agradecer a varias personas y debo decir que, por casualidad histórica, la presidencia me está ayudando, pero en forma así ostensible y clara; pero, también hay que decir: Mira, ¡vino el presidente a ver La Boheme! Y cuando la hicimos fue un exitazo imposible, porque 80 años que no se hacía ópera aquí y con (los músicos) ecuatorianos, lo que era mi premisa. Porque yo podía haber traído a gente del medio (internacional)…
—No quería irse por el camino fácil.
—No. Acá, yo tengo que ayudar a la gente que me contrató, es mi visión ética. ¿Cómo no los voy a ayudar? Es la gente que nació aquí y que está haciendo música aquí.
—¿Es parte de su proyecto en la OSG incluir a la gente local para que se capacite?
—Sí, ahí está el asunto. Si uno lee los considerandos de mi nombramiento, no está en ningún lado que yo tengo que hacer ópera ni ballet, ni película ni nada, pero yo igual pensé que si le ofrezco esto a Guayaquil se crea un nuevo común denominador de lo que significa un teatro europeo; es decir, aquí tenemos que inventar orquesta-coro-ballet y hacer espectáculos gratis para todo el mundo, que nunca lo ha recibido.
—Abrir el lente.
—Sí, sí, a toda la gente posible. Y, por eso, fue súper difícil: nos embarcamos en una dificultad presupuestaria, y es ahí donde, tal vez, pueda funcionar la maquinaria del altruismo, que la gente que puede ayudar ayude; porque la otra parte de la ecuación es que quiero llevar la orquesta a los suburbios también… Y que la gente de allá venga acá (al teatro).
—Estuvo a finales de 2017 con Glass en Galápagos y se decantó por el documental que musicalizó este compositor sobre Jane Goodall, ¿es usted conservacionista, ambientalista?
—Sí, está en mis estudios, y creo que estamos al borde de un desastre. Y, justamente, me contrata un país que está al frente del océano Pacífico donde hay islas de plástico, pero grandes como Alemania. En principio yo prefiguré la forma de ayuda. Cuando gané el concurso (para dirigir la OSG) vi que había una manera plácida, tranquila, transparente, de ayudar a este país. Yo puedo incentivar a músicos de gran valía que, además, sean profesores de universidades importantes; porque yo quiero que los jóvenes se beneficien como yo no pude, a mí nunca nadie me ayudó, y yo nací en algo mucho peor que el Guasmo; peor, en el sentido social, real, estaba en un gueto italiano, dentro de un pueblito. Mi papá, mi mamá no eran argentinos, yo nunca tuve ni el beneficio de la familia de generaciones ni el económico. Mi papá era camionero; entonces quiero brindar a toda la gente aquello que yo no tuve, y, además, juntarlo con una llamada que es mucho más clara hoy que cuando nací: creo que este filme que habla de proteccionismo animal también habla de proteger a la naturaleza en su sentido más amplio.

—Un sentido holístico.
—Holístico, exacto. Desde ese punto de vista, yo creo que la música y el arte potencian el autoconocimiento. Un profesor me decía: “Dante, no estás tocando el violín, te estás tocando a ti mismo”; entonces, si yo me toco a mí mismo es que empiezo a conocer mis músculos y mi interior y, además, a conocer mis propias sensaciones y pasiones. Si cuantifico, simplemente, el análisis racional de la música, no solamente la fruición efectiva del goce, sino cuando le enseño música a un chico, le enseño a contar, en italiano se dice Lui che sa contare, sa come giocare: “Aquel que sabe contar sabe tocar”. Hay muchas facetas de la música que ayudan al autoconocimiento y el esoterismo lo dice claro, igual arriba que en la Tierra. Esto lo invento yo: igual adentro que afuera; creo que ese autoconocimiento y esa práctica artística ayudan a la gente a comprender el mundo porque empieza a comprenderse mejor a sí misma.
—No por un tema hedonista de “qué bien lo hago”, sino porque le permite sentir lo que es.
—Sí, ¡eso! Es que uno nunca está contento con lo que hace, uno nunca cree que puede dirigir bien o tocar bien, uno espera mejorar cada día y eso también ayuda. Hay una cosa fantástica que les explicaba a mis secretarias, una no estudia música y la otra sí: nosotros los músicos hacemos una actividad que no nos permite el error, porque uno se equivoca y desafina y tiene que corregir en el momento. Tenemos el cerebro acondicionado para corregirlo antes, lo más rápido posible y de la mejor manera, ¡pero ya! No tenemos tiempo de escribir una serie de documentos y corregirlos en una hora o en dos o en tres. Hay ensayos y aquí tiene que sonar perfecto, no hay más. Y para que esto suene perfecto, debo hacerlo sonar perfecto en todo el proceso. Eso nos prepara mentalmente, increíblemente, para corregir adentro y corregir afuera. Está detrás de nuestra filosofía.
—¿De alguna manera resulta un ejercicio solitario, en la soledad de tus decisiones, estar frente a tus errores?
—Es la soledad del poder también. Si uno quiere ser justo, tiene que aislarse y no intervenir emocionalmente en las relaciones con respecto a sus dirigidos y no debe dejar de ser intervenido, porque uno tiene que impartir justicia en el trabajo.
—Al llegar a la OSG se topó con un nuevo grupo, ¿cómo ejerció ese poder?
Tal vez para mi edad, tengo demasiada experiencia en dirigir grupos, empecé a los veintitrés, dirigí en veinte países, veintipico, y gané muchos concursos, casi todos los puestos que tuve los gané por concursos, uno llega a una situación donde es vencedor por alguna razón. Lo colocan ahí. Lo primero que tiene que hacer es, lo declaré a la orquesta: “Yo acepto el statu quo”, que era una situación bastante deplorable, significaba lo siguiente: en la orquesta solo la mitad de la gente era estable, nunca en mi vida había ganado un concurso donde la mitad de mi orquesta no tiene estabilidad, ¡hasta hoy! Creo que hay que dar seguridad a los músicos para que se sientan tranquilos de decir “Bueno, yo voy, hago lo mejor que puedo, y cobro mi salario”. Me planteé aceptar el statu quo y tratar de incentivar para que mejoren, porque yo me llevé una gran sorpresa: cuando vine aquí a dirigir en el concurso, nadie sabía nada, me parecía increíble que la orquesta no hubiese sido preparada en las piezas del concurso; entonces empecé a dirigir piezas que sabía de memoria y a explicar el porqué, era tremendo; y en menos de media hora ellos entendieron y salió, ¡espeluznante! Entonces, digo: “Esta gente sabe, esta gente tiene talento y capacidad mental. Lo podré hacer”.
Cuando vine me costó mucho tiempo clarificar la disciplina sin violencia, el trato directo y claro. Y mirando a los ojos: “Esto es lo que yo, por favor, le pido…”. Yo no doy órdenes. Es muy raro que yo dé órdenes, yo siempre sugiero y pido. Explico. Doy una idea y digo: “Bueno, a mí me parece de esa manera, pero si a usted le parece de otra manera lo charlamos, inclusive en el ensayo, no hay problema”. No es una cuestión de ego, a mí me gusta la música, no el poder, pero lo tengo.
—Le toca hacer uso de ese poder.
—Cuando empecé a enamorarme del sonido era demasiado chico para pensar qué implicaba el poder y quizá cometí un error, pero a mí me gusta mucho el sonido de la orquesta, muuucho.
—¿Qué le encanta del sonido de la orquesta?
—Dios mío, eso sí que no sé responder, no puedo expresar en palabras. Yo viví en una casa donde no tenía piano, yo fui a los primeros cinco años de conservatorio sin tener piano, estudiaba en la mesa.
—¿Por qué quiso ir al conservatorio el hijo de un camionero que vivía en un gueto italiano?
—(Ríe). Porque mi mamá, chilena, quería sacarme de la calle, además, mamá amaba el violín. Mi papá, italiano, era hijo de un organista director de coro. La historia es increíble: mi abuelo tuvo nueve hijos, ¡nueve! Todos estudiaron música, menos uno que dijo que la odiaba: mi papá. Y mi papá me confesó, cuando yo recién empezaba, que no es que la odiaba sino que le tenía miedo a las cachetadas, porque mi abuelo era pazzo, pazzo, pazzo (loco, en italiano); entonces, cuando uno se equivocaba, le pegaba. Yo soy el único heredero de mi abuelo. Pero tampoco teníamos dinero para ir a los conciertos… ¿por qué me pongo contento cuando hacemos los conciertos gratis?, porque no podía ir. Yo escuché el sonido de la orquesta por radio, empecé a soñar en ser director no porque vi una orquesta, sino porque la escuché en la radio. Me volvía loco, me transformaba la cabeza.
Dante nació en Argentina, hijo de migrantes: padre italiano (Lorenzo Anzolini) y madre chilena (Lucila Wazyniak).
—Aparte de sus músicos de la orquesta también está trabajando con compositores del país, ¿por qué?
—En cada lugar al que llegué, siempre me plantee, primero que todo, la premisa ética: antes de ser músicos somos hombres y, si a uno lo contratan en un país, tiene que servir a ese país. Es tan obvio. Entonces, la primera cosa que pienso es quiero ver a los compositores de este país, los que se murieron, los que están vivos, la gente de acá, a ver qué es lo que les hace falta y en qué puedo ayudar.
La segunda es que tuve una tremenda suerte y es que uno de los poquísimos ecuatorianos que conocí antes de venir aquí me presentó a Guevara, en persona. Gerardo Guevara es el mejor compositor ecuatoriano vivo, y vive en esta ciudad. Eso se llama suerte. Y después, la increíble suerte de descubrir a Luis Humberto Salgado, que es un monstruo, ¡una cosa de locos! Cuando vi la primera sinfonía de él, que encontré por casualidad tirada en nuestra biblioteca, me la llevé a mi casa y no lo podía creer. ¡Esto nunca lo tocaron! La tercera (sinfonía) de Salgado se había tocado una vez en Quito, yo me enteré después, pero fue un fiasco. En principio, porque tenía errores gruesos de copista, la persona que transcribió el manuscrito se equivocó, pero por kilos; entonces, yo hice una revisión nota por nota: es una pieza maravillosa. Yo la llevo bien y se hace popular este hombre.
Yo creo, honestamente, que no hay dos grandes en Sudamérica, Heitor Villa-Lobos (Brasil) y Alberto Ginastera (Argentina), hay tres. Salgado está a ese nivel. Pero el colmo de la buena suerte para mí fue encontrar una pieza así, y mala suerte para ustedes, ecuatorianos, es que ninguno lo rescató. Hay nueve sinfonías (de Salgado); yo ya estrené cuatro.
—En Galápagos, el repertorio fue internacional, pero también hubo música de compositores locales, ¿cómo trabajó con ellos?
—Es lo mismo. Galápagos es un paraíso, no lo conocía, yo (solo) había visto fotos y en diciembre fui, entonces digo: “Bueno, si yo busco beneficio para el Ecuador, ¡a través del paraíso, vendo un festival! Queda cerca del continente, y esta gente también merece mi atención, no solamente la de Guayaquil. Y pregunté a un par de personas si había músicos, no importa de qué raigambre, ¿quiénes están? Y ahí había una cantautora muy talentosa, un cantautor muy talentoso y después un grupo muy lindo y loco que terminó haciendo un rap, se llama Sin Residencia. Hicieron una canción compartida y yo me desgrané la cabeza para hacer un arreglo, pues ellos nunca habían tocado con orquesta; entonces hice un arreglo de lo que ellos estaban haciendo y tuve que transcribirlo, en armonía; en las guitarras, en el bajo, lo tiré todo a la orquesta. Cuando empezó el rap, que lo inventé para que la orquesta tocara rap con ellos, fue un exitazo.
—¿Incluir rap fue una decisión musical o de espectáculo?
—No, no. Así fue la historia: una de las canciones que me pasaron para que arregle hablaba de cada una de las islas, y yo vi la letra y me parecía muy linda. La armonía era simple pero tenía cosas que se podían arreglar. Cada una de las islas llevaba una estrofa y yo, la primera vez que la escuché, dije “bueno, a ver qué tal”. Entonces, habían conminado a que el grupo Sin Residencia cantara la primera estrofa y de repente la misma Alvarado que cantaba la otra canción la pusieron al final; pero en el medio, escuché (hace ruidos, bum bum pa, bum bum pa, golpeando la mesa) y me quedé…
¿Eso qué es? Claro, era el rap, y la letra era muy bonita. A mí me gustó porque era una sola canción de varias islas y varios lenguajes, y eso me pareció tan interesante. Era un lindo reto.
Eso acarrea un cierto tipo de suceso popular, pero a mí me interesaba como creador la operación mental y estructural de meter esto con esto, el rap con la orquesta, el cómo los hago llegar. Eso fue un aliciente más. El primero es ayudar a la gente de las islas; el segundo es que tienen sus representantes artísticos a quienes voy a ayudar, y la única cosa ególatra es que yo quería usar mi cerebro para integrarlo, ese es un ejercicio que nadie me paga, la verdad tenía que haber cobrado por los arreglos, pero me interesaba encerrarme y hacerlo y escribirlo y tocarlo y fijarme. Eso es un placer indescriptible, para mí vale mucho más que millones de dólares.
—También está implícita la difusión de la música académica. ¿Se trata de popularizar la música clásica o ahora, con ejercicios como estos, hacer popular lo clásico?
—Donde nací y crecí a nadie le interesaba lo que yo hacía, a nadie. En mi adolescencia me gritaban que vaya a jugar fútbol y deje de tocar el piano. A los once años me compraron el piano. Yo siempre fui consciente de que lo que hago le interesa a muy poca gente, nunca creí que lo mío era mejor o peor, simplemente que yo tengo cierto tipo de tendencia y en la gente, lo reconocí luego, que hay un factor económico que ni siquiera quiero ser muy prudente para definirlo, ciertamente el poder plutocrático. Las Spice Girls fueron hechas, construidas a través de un casting, ya está. Hay genialidades como los Beatles o Queen, son genialidades, reales, Queen es genial. Ahora, no toda la música popular es de ese rango.
—¡Pink Floyd!
—Pink Floyd es una maravilla. Yo toqué en un grupo de rock en esos tiempos, cuando Pink era la octava maravilla. Yo tenía catorce años, no sé. Lo que sucede es que siempre discutí, como yo hacía música popular, hice rock, hice tango, hice música folclórica, música pop italiana y, al mismo tiempo, Bach, Chopin, Lizst, Beethoven en mi adolescencia. Yo creo que la gente hoy tiene muy malas influencias.

—La música influye también en el desarrollo intelectual.
—Sí, sí. Te invita a algo distinto. Porque está en la cultura. Un día me tomé un ómnibus viniendo de Playas, veníamos con mi hijo (Daniel) que me vino a visitar de Estados Unidos, y justo se le ocurrió al chofer, ¡ay, Dios mío!, poner una cosa horrenda, era algo como reguetón, que yo no lo soporto. Era una letra completamente incongruente con el sentido, por ejemplo, el sentido era el amor y lo gritaba como si fuera un grito de guerra. Luego, era un producto hecho en un laboratorio porque hasta el acompañamiento, mi oído fino se dio cuenta de que no era una guitarra sino una guitarra inventada en un teclado, no era un bajo porque hasta calcularon una desafinación para hacerle creer, al que no sabe de música, que eso estaba hecho por gente viva, ¡y, no! Era un tipo gritando y la armonía era terrible, la estructura acórdica… Y estuvimos aguantando una hora entera eso. Y la gente no estaba descontenta: lo tarareaba.
—El Centro Cívico es la casa de la orquesta, pero está un poco alejada en Guayaquil, como espacio, como teatro, ¿qué tanto logran atraer público?, ¿es un limitante?
—Desde que llegué vi que el sur no conviene como sede. La gente tiene prejuicios e ideas reales de la dificultad aquí: de violencia, robo. Les dije a mis amigos ecuatorianos que, si estuviéramos en una ciudad secundaria europea, el teatro debería estar plantado entre el Malecón, el parque de las Iguanas, en Quito y Junín. Me encantaría que haya uno, pero dónde lo creamos, quién lo va a inventar. Si pusiéramos el teatro a la usanza europea, el que tengo en mis sueños, para hacer ópera, ballet y el concierto con el coro y cantantes ecuatorianos, yo lo plantaría por la 9 de Octubre, cerca del hotel que está frente a la Catedral. Digamos donde está el Palacio Municipal, modificarlo y hacer un teatro. Ahí, claro, todo el mundo iría a ese centro. La segunda parte de la operación, que hasta que me vaya voy a seguir insistiendo, es que salga la orquesta al suburbio. Hay dos cosas: quiero que el suburbio venga aquí y quiero que nosotros vayamos al suburbio.
—Sus proyectos han sido bien acogidos, ¿cuánto tiempo piensa estar en Guayaquil?, ¿se piensa quedar?
—Uno nunca sabe sobre el futuro, qué puedo decir. Mi nombramiento es por cuatro años, ya pasó uno y pico, después decidirán si me botan (ríe). Responder totalmente sería: a mí me gustan muchas cosas de esta ciudad, y estoy hablando a nivel sensible, humano. Hay gente educada, cordial, que a uno lo hace sentir bienvenido. No pasa en todos los países, aun en algunos donde soy bastante popular. La frialdad establece cierto tipo de barreras, y como soy muy solitario a mí nunca me afecta eso, pero cuando uno ve que no existe esa frialdad, sino una especie de recato, yo todavía los veo de afuera a ustedes, que no es una barrera sino mi praxis la que me separa y aleja un poco de las personas; pero hay esa cordialidad y transparencia, que son las que nos tienen aquí charlando; eso es súper apreciable.
A mí me gusta más el clima de la playa, mi ideal sería irme a Playas o algo por el estilo; el río es mucho más húmedo, durísimo. Nunca me fijo demasiado en los edificios o la arquitectura, pero sí en los seres humanos y las plantas, en los pocos animales que se ven por aquí. Hay algo en la cultura que a uno le condiciona a ver un lado más grácil de la vida. Yo trabajé en demasiados países, y tampoco se sabe cuándo lo aceptan a uno y cuándo no; mientras esté tranquilo haciendo algo positivo por la gente, no pido demasiado a cambio. Me gustaría quedarme por mucho tiempo, necesito tranquilidad: hago demasiadas cosas y necesito un poco más de apoyo logístico para concentrarme en lo que me gusta: estudiar y componer.