Por Pablo Cuvi.
Fotografía: Juan Reyes y archivo de D. Salazar.
Edición 443 – abril 2019.
Cuando el país se hundía en el fango de los abogados, jueces, fiscales y legisladores del correísmo, hubo personas decentes y valientes que cuestionaron el descalabro legal y ético. Una de ellas fue Daniela Salazar, la joven vicepresidenta de la nueva Corte Constitucional, columnista, profesora universitaria y experta en derechos humanos que trabajó en Acnur con los refugiados colombianos, luego en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y en Human Rights Watch.
Conversamos el domingo de Carnaval en su casa de Los Arrayanes, con una vista espectacular a las lomas y quebradas cercanas al aeropuerto. Acostumbrada a exponer como académica sus ideas, ahora que es jueza debe hacer una pausa ante ciertos temas, para ratificar a continuación sus puntos de vista sobre el aborto, el papel de las mujeres o la necesidad de poner límites al poder.
—¿Cómo así te dedicaste a estudiar Leyes?
—Fue más un acto de rebeldía. Mi papá, como sabes, es abogado y durante muchos años, sobre todo en secundaria, cuando ya tenía esta inclinación y le preguntaba por lo que él hacía, tenía curiosidad, interés, me decía “no estudies Leyes”. A veces llegaba cansado, como yo ya dormía, me despertaba en mi cama para decirme “no estudies Leyes”. Sin embargo, yo nunca dudé, me gustaba muchísimo y siempre supe que eso es lo que quería hacer.
—¿Dónde entraste a estudiar Leyes?
—En la Universidad San Francisco de Quito, en 1998, soy de las primeras promociones. De hecho, cuando entré todavía no estaba acreditado el Colegio de Jurisprudencia, fue un acto de fe.
—¿Mientras estudiabas comenzaste a trabajar en Acnur?
—Trabajaba en la fundación Fabián Ponce, que daba asesoría legal gratuita a personas de escasos recursos. Cuando estaba en el último semestre, terminando la tesis, me ofrecieron trabajar en Acnur y fue mi primer trabajo remunerado, en una oficina que hacía específicamente reasentamientos; era una misión bien grande aquí en el Ecuador porque había un flujo de personas colombianas muy alto en 2003.
—¿Ya con el Plan Colombia y el glifosato?
—Exactamente. Entonces la cantidad de desplazados internos, y luego de refugiados, era inmensa, somos el país con más refugiados colombianos. Hacíamos entrevistas y evaluaciones a los refugiados que tenían o un perfil muy alto o imposibilidad de ubicación local porque eran perseguidos aquí justamente por ese perfil muy alto y sufrían una discriminación muy fuerte.
—¿Les perseguían en el Ecuador los grupos paramilitares?
—A los que tenían un perfil muy alto, sí. Estas personas eran elegibles para ser reasentados en Canadá, Estados Unidos o en algunos países de Europa.
—¿La mayoría eran campesinos?
—Campesinos, claro, pero teníamos, por ejemplo, casos de niños reclutados que habían escapado de los grupos armados. Venían solos, habían cometido graves crímenes como parte de este reclutamiento forzoso. También mujeres que eran esclavas sexuales de las FARC, las violaban hasta catorce veces al día, las violaban, las violaban, las violaban, y algunas lograban escapar, tenían signos de trauma muy fuertes. Yo debía entrevistarlas, evaluar su credibilidad, su situación de riesgo aquí y buscarles lugares donde empezar de cero una mejor vida.
—En la frontera, por el lado de Tumaco especialmente, pasaba de todo: guerrilla, paramilitares, contrabando, tráfico de personas, no faltaba ningún delito, ¿no?
—Así es.
—¿Por qué se fue deteriorando más todavía?
—La verdad es que siempre hemos tenido una frontera muy permeable, pero el Gobierno anterior no se hizo cargo de esa situación, trató simplemente de esconderla. Hay muchísimos informes, por ejemplo en Naciones Unidas, de relatores que visitaron el país en 2005, 2007, 2008, todos decían que la tasa de asesinatos, de desapariciones en la frontera, el nivel de violencia eran muy altos y había que hacer algo frente a esa situación, pero el Gobierno no tenía mucho interés en ocuparse de lo que estaba sucediendo.
—¿Debido a sus supuestas relaciones con las FARC?
—Yo no tengo pruebas, pero esa es una de las principales teorías. Lo que empezaba a suceder era que el control en Colombia aumentaba, las Fuerzas Armadas se solidificaron, vino el desarme y lo demás, los grupos armados en Colombia se fueron desarticulando y muchos vinieron a actuar en el Ecuador bajo la forma de nuevas bandas criminales con cierto nivel de organización.
—Como el Guacho, moviéndose por ambos lados. ¿Qué relación tiene eso con el problema actual de la droga?
—Es lo que sostiene ese negocio. En Colombia se buscó la forma de controlarlo y se empujó el problema hacia acá.
—Mucha gente en el mundo plantea la despenalización de la droga como una de las soluciones. Como eso entra en tu campo, ¿cuál es tu opinión?
—Ahora, en mi campo, no puedo adelantar criterio nunca. Pero sí te puedo dar mi opinión en general: la criminalización de las drogas no soluciona el problema, lo único que hace es esconderlo, buscar que todo se haga por debajo de la mesa, que sea ilegal y eso genera muchos otros problemas. Va el tráfico de la droga con el tráfico de armas, con el tráfico de menores, con el tráfico de mujeres. Entonces, legalizar no es que genera más drogadicción, hace que ya no exista este negocio escondido que genera muchas prácticas contrarias a la ley, que van amarradas a todo lo que no es legal.
CLANDESTINA EN CUBA
—Siguiendo con tus estudios, ¿en qué año fuiste a Columbia con una beca Fulbright?
—En 2004 fui a hacer mi maestría en Derechos Humanos. Las maestrías en Leyes, en Estados Unidos, son muy intensas, el programa dura diez meses en Columbia University y es muy exigente. Pero debo decir que la Universidad San Francisco me preparó para todo, no me sentía menos que mis compañeros, había que estudiar muchísimo, hasta altas horas de la noche y eso en Nueva York, que es una ciudad en donde cada vez que estás estudiando sientes que te pierdes algo. En cambio, si decides salir al teatro, al concierto, al parque, sientes que deberías estar leyendo un caso más, buscando más información, metida en la biblioteca. Me costó mucho encontrar ese balance.
—¿Cómo te vinculaste a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)?
—Desde Columbia empecé a aplicar a algunos trabajos y había aceptado un trabajo en Myanmar, le llaman Burma también, depende de qué lado estés. Era un trabajo con refugiados en la frontera entre Tailandia y Myanmar. Ya tenía mi visa, vacunas, cedés de tailandés, pero también pasó que en Columbia me enamoré de quien hoy es mi esposo, un norteamericano que también estudiaba Leyes, pero en el posgrado; ellos estudian tres años para ejercer allá. A semanas de irme a Tailandia me escribieron de la CIDH: “Tienes la beca Rómulo Gallegos”, y como tenía un poco el corazón en Estados Unidos, decidí aceptarla. Entré a la Comisión y un poco antes de que terminara la beca me contrataron ya como abogada especializada en derechos humanos y me quedé ahí varios años más.
—¿En qué consistía tu trabajo?
—En esa época todavía la CIDH se distribuía por países y me tocó trabajar con Guatemala, Cuba, Argentina y Pueblos Indígenas. Cuando me contrataron como especialista, empecé a darle asistencia directa a Santiago Cantón, el secretario ejecutivo, y en los siguientes años nunca tuve un país o un tema específico, sino ciertos casos o informes que, por su relevancia, él quería manejar directamente y me los asignaba a mí.
—¿Cómo era el caso de Cuba?
—La situación de Cuba es compleja porque sigue siendo parte de la OEA, pero está suspendida. Para la Comisión eso significa que las personas de cualquier ciudadanía, que sean violados sus derechos en Cuba, pueden acudir a ella. Y la CIDH debe seguir supervisando la situación de derechos humanos en Cuba, tratando de hacer visitas, informes, audiencias. Era muy frustrante: teníamos casos, enviábamos información al Gobierno para que nos diera su versión de los hechos y siempre recibíamos la misma carta en sobre cerrado que decía algo así: la Comisión Interamericana no tiene legitimidad moral para examinar las situaciones de derechos humanos en Cuba. No importaba lo que les pedías, siempre te mandaban la misma carta. Pero hubo casos muy interesantes que pude manejar, casos de disidentes cubanos que habían sido encarcelados.
—¿Tú ibas a Cuba?
—Como funcionaria de la Comisión no puedes ir. Más adelante, mi primer trabajo con Human Rights Watch (HRW) fue justamente realizar una misión encubierta a Cuba…
—¡Guau!
—(Sonríe). Es lo más divertido que me ha pasado y fue encubierta porque a HRW tampoco le dejan entrar. Salí de la Comisión y era como una persona cualquiera que vivía en el Ecuador, fui con un funcionario de HRW, al que también le habían mantenido muy bajo perfil, pasamos como turistas, estuvimos doce días en Cuba hablando con disidentes, nos paseamos por toda la isla en carro; por supuesto teníamos ciertos contactos y entrevistas armadas, mucho trabajo de investigación previo. Ahí conocí la situación de Cuba de verdad. Todo esto sin poder usar una grabadora ni tomar notas porque si nos encontraban con eso corríamos mucho peligro y nos podían encarcelar. Teníamos muchos protocolos de seguridad para reportarnos, para trasladar esa información.
—¿Y cómo era la situación?
—Cuando trabajaba con Acnur, las entrevistas a personas mayores siempre me dejaban muy sensible; en Cuba me pasó lo contrario, lo que más me dolía era entrevistar a gente joven que había perdido el brillo en los ojos, había perdido la esperanza. Por ejemplo, un joven había intentado vender pizzas en una vereda para tener unos centavitos e ir a conocer la playa y por eso lo habían metido a la cárcel.
—Era capitalista.
—Claro. Después de la cárcel, lo tenían barriendo esa misma vereda todos los días y te decía: “Realmente nunca más me voy a animar a emprender, nunca voy a conocer la playa, no me importa, no quiero volver a la cárcel, así que barreré esta calle el resto de mi vida”. Yo venía de Washington, donde los jóvenes quieren comerse el mundo, sueñan con ser presidentes, entrar a la ONU… y allí la gente de tu edad ya solo tiene desesperanza. Fue muy desolador.

Clásica foto con el búho, cuando estudiaba en el colegio Alemán. Ceremonia de graduación del colegio Menor, Quito, 1997.

RUTA AL AUTORITARISMO
—¿Cómo funcionaba la CIDH con Insulza? ¿Era tan política como se veía la imagen de la OEA… a favor o en contra de Chávez?
—Es complejo: la relación entre Insulsa y la Comisión no era la mejor, no como ahora que el secretario Almagro es casi el mejor amigo del secretario Braulio, son muy cercanos; en ese momento, para garantizar su independencia y poder criticar a los países que tenía que criticar, la Comisión se mantenía autónoma, era casi como una islita dentro de la OEA, no era política, aunque se la acusaba de ser de izquierda, pero también de derecha, porque criticaba muy duro a Colombia y criticaba muy duro a Venezuela. Cuando te acusan de ser de los dos lados, algo estás haciendo bien.
—¿Tu novio seguía estudiando en Nueva York?
—Le faltaba un año más. El primer año, yo me iba en bus o él venía en bus cada fin de semana. Después ya vino a vivir conmigo en Washington y nos casamos en 2007.
—¿Qué tal era la vida en Washington? ¿Ya estabas más libre que en Nueva York?
—Sí, en Nueva York tenía los recursos muy limitados; en Washington el grupo humano de la comisión era precioso, había incluso más trabajo del que cualquier ser humano puede aguantar porque llegaban las peticiones y seguíamos siendo el mismo número de personas ahí, pero era absolutamente motivante trabajar con ellos, aprender de ellos, una época que realmente atesoro.
—¿Qué pasaba en Guatemala?
—Fue uno de los primeros países que me encargaron por la situación de los pueblos indígenas. Ahora es más las maras, la migración de los jóvenes y el desplazamiento. Fui en el año 2006.
—Se oía mucho desde antes sobre las matanzas indígenas y el general Ríos Montt.
—La dictadura de él fue muy cruel por la cantidad de masacres que hubo y muchos de esos casos estaban pendientes ante la CIDH.
—¿Por qué masacraba a los indígenas? ¿Cuál era la idea?
—Ideologías políticas. En ese momento se asociaba a los indígenas con los movimientos sociales, de izquierda, y la solución era desaparecerlos, hacer una especie de limpieza social por ideología; realmente muy duro.
—¿En Washington ya montaste hogar?
—La verdad es que sí, me casé, hice compras de muebles, licuadora, cositas, con la idea de quedarnos ahí, yo con un trabajo estable, lo mismo mi esposo, muy contentos los dos. Pero sí me costaba un poco estar lejos del Ecuador, sobre todo cuando mi hermana tuvo su primer bebé empecé a extrañar y a buscar volver para estar con toda la familia. Pero quien consiguió un trabajo aquí fue mi marido y me dijo “vamos al Ecuador”, porque me veía nostálgica.
—¿En qué trabajaba?
—Encontró una oficina que buscaba un abogado americano para trabajar aquí, me dijo “vamos” y no lo pensé dos veces. Los primeros seis meses estuve terminando desde mi casa un informe para la CIDH sobre la situación de los derechos humanos en Venezuela, un informe de este tamaño que salió en 2009.
—¿Qué era lo esencial de ese informe?
—La CIDH ya venía alertando que era necesario hacer algo y que Venezuela no dejaba entrar a la Comisión, pero igual había que buscar la forma de esclarecer lo que estaba sucediendo ahí. Después de haber conocido la situación de Venezuela, cuando regresé al Ecuador en el Gobierno de Correa empecé a identificar muchas de las prácticas nocivas; por ponerte un ejemplo: el abuso de las cadenas, las leyes para restringir y controlar a la sociedad civil, muchas de esas ideas eran copiadas de Venezuela. Era muy fácil identificar que estábamos en una ruta muy peligrosa hacia el autoritarismo.
—En algún texto tuyo leí que “la perversión del Estado de derecho se encuentra en la Constitución de Montecristi, no tanto en la persona de Rafael Correa Delgado”.
—El texto constitucional favoreció eso. Cualquier persona, si le das mucho poder, puede abusar de él. Ahí debería jugar su rol la Corte Constitucional, interpretando la Constitución para poner límite al poder y ampliar el ejercicio de los derechos.
—¿Eso lo pueden hacer ustedes ahora?
—Es posible. La Corte tiene el poder de generar estos cambios estructurales en la sociedad si es que se libra de muchos de los casos que le dejó la anterior, que, con prácticas muy nocivas, se dedicó únicamente a admitir aquellos casos que favorecían al poder y encajonó muchos otros que hubieran podido generar cambios estructurales. La Corte Constitucional debería resolver pocos casos de impacto que le permitan interpretar adecuadamente la Constitución, no puede volverse una corte de justicia ordinaria que revisa todo lo que hace la Corte Nacional, todo lo que hacen las cortes provinciales, los fiscales…

ME ENCANTA LA DOCENCIA
—¿Cuándo empezaste a dar clases en la Universidad San Francisco?
—En enero de 2010 empecé mi vida docente y realmente es una experiencia maravillosa. Voy por lo menos a dar una clase cada semestre, siempre fuera de horarios de la Corte. Descubrí mi alma de docente, realmente me llena muchísimo, es donde soy más feliz: dando clases. Empecé como profesora clínica y, además, estuve en la Clínica Jurídica de la Universidad, que es este mundo perfecto que combina docencia con ejercicio profesional, llevamos casos de verdad, con clientes de verdad, en cortes de verdad, pero siempre con un componente de educación, de docencia; no es que les doy instrucciones a los estudiantes, ellos presentan sus propuestas y las discutimos.
—¿Y cuál es el servicio social donde acude la gente que no puede contratar abogados?
—Es el Consultorio Jurídico Gratuito de la Universidad, donde apoyé muchos de los casos, mientras la clínica busca casos de interés público que permitan cambiar una situación más estructural.
—Con el correísmo no te faltaban casos para evaluar.
—Teníamos casos de violación de derechos humanos y muchas leyes que eran claramente contrarias a la Constitución y siempre estuvimos ahí haciendo este ejercicio democrático con estudiantes, para analizarlas y demandar la inconstitucionalidad ante la Corte.
—Tenían al otro lado a Alexis Mera.
—Era muy duro porque, en muchos casos de acción de protección en donde teníamos toda la razón, los jueces que habían recibido memo de Alexis Mera tenían pánico de darnos la razón porque sabían que decidir un caso en contra del Estado, en contra del Ministerio de Salud, del Registro Civil, de quien fuere que hubiese violado los derechos humanos podía costarles sus puestos. Por eso, muchos casos llegaron a la Corte Constitucional y algunos están ahí todavía esperando, porque no se animaban a ir en contra del Ejecutivo.
—También te tocó dar clases en la Universidad Andina Simón Bolívar sobre el Sistema Interamericano de Derechos Humanos justo cuando Correa y Patiño estaban empeñados en torpedear a la CIDH.
—Siempre ha sido una de mis clases el Sistema Interamericano. Ojo, que soy capaz de criticar a la Comisión, creo que es importante hacer ese ejercicio crítico, pero también creo que es lo único que tenemos y hay que protegerla porque hay personas que realmente han encontrado justicia ahí.
—¿Cuán lejos llegaron Correa, Patiño y el chavismo en contra de la CIDH?
—La arremetida en 2012 fue muy fuerte para quitarle el presupuesto y le quitaron; después hubo otros movimientos que, por suerte, lograron refinanciar a la Comisión. Además, trataron de quitarle varias facultades, por ejemplo, la de dictar medidas cautelares y no lo lograron, pero sí consiguieron desnaturalizar estas medidas hasta hacerlas ineficientes. La medida cautelar dice: evite que ocurra esta violación de los derechos humanos, frene antes de que esta situación grave suceda. Y es muy lógico que un organismo al que le han encargado proteger y promover los derechos humanos en el hemisferio, pueda enviar una carta a un Estado diciéndole: mire, hay este motín en una cárcel, parece que va a haber muchos heridos, tome medidas para protegerlos.
—Como ahora dicen sobre Guaidó a Venezuela: tenga cuidado con el señor Guaidó.
—Claro, proteja su vida. Ahora, en Centroamérica, a los defensores de derechos de la naturaleza los asesinan. Si la Comisión tiene suficiente información sobre alguien cuya vida está en riesgo le dice al Estado: adopte medidas para prevenir. A Correa no le gustaban porque se adoptaban medidas cautelares para evitar que fueran a la cárcel periodistas que habían sido condenados. Desde ahí dijo que la Comisión no tiene facultad para emitir medidas cautelares y logró modificar el reglamento de forma que las medidas cautelares se demoran tres o cuatro meses, en el mejor de los casos.
—Cuando el correísmo estaba en toda su arremetida, empezaste a escribir en los diarios…
—Escribía en el Hoy hasta que lo cerraron. Después en Gkillcity online y con los 4pelagatos. Después me abrió las puertas El Comercio como columnista invitada.
—¿Sufriste ataques del Gobierno correísta?
—Como muchas de las personas que fuimos críticas, en mi caso fueron dos sabatinas y muchos ataques en redes sociales, en Twitter sobre todo; eso hizo que mi piel se hiciera más dura. Ahora espero que la gente haga el escrutinio que tiene que hacer a cualquier funcionario público, para mí no será un problema escuchar esas críticas porque ya las he venido oyendo.
—¿Qué te criticaba Correa en las sabatinas?
—Alguna vez hice un comentario en la radio con Diego Oquendo, a quien tuve el privilegio, junto con Juan Pablo Albán, de defender cuando lo denunciaron frente a la Supercom por un supuesto linchamiento mediático. Pero en otra ocasión, que no tenía nada que ver con el caso, dije algo en la radio y fue impresionante cómo tergiversaron el audio, cortaron ciertas partes y me hicieron decir algo que no correspondía a la verdad y pusieron el sellito de Mentira comprobada. En ese momento estaba de viaje y me llegaban mensajes de amigos que veían la sabatina. Puse en mis redes sociales algún mensaje diciendo que estaba tranquila con mi conciencia, eso no es lo que dije sino esto y corresponde a la verdad, y dije que había dormido como bebé. La siguiente semana Correa me volvió a mencionar, esta vez con un tono machista: qué le habrán hecho para que duerma como bebé, etc. Había leído mi tuit y volvió a atacarme.

CONTRA LOS ESTEREOTIPOS
—Fuiste muy crítica de la Ley de Comunicación, ¿no?
—Como clínica demandamos la inconstitucionalidad de la Ley de Comunicación. El único artículo que la Corte Constitucional bajó es uno que nosotros demandamos, pero no tenía tanta importancia para el debate público. Como consecuencia, casi todo el debate se trasladó a las redes sociales porque los medios tradicionales estaban censurados o autocensurados.
De las reformas que impulsó Lenín Moreno, muchas son muy positivas, como la eliminación de la Supercom, aunque sí quedan algunos aspectos que habrá que ir definiendo; por ejemplo, el tema de las redes sociales: la definición que la ley hace de cuáles son medios privados podría abrir un paso para que eventualmente, ojalá no suceda, se trate de regular también las redes sociales.
—Muchas ciudadanas están movilizadas a favor de la despenalización del aborto. ¿Cuál es tu opinión?
—Hum, es una pregunta bien difícil porque ahora que soy jueza no puedo dar las mismas opiniones que daba como académica.
—(Risas). Ha sido la mejor manera de callarte: ponerte de jueza.
—He sido siempre muy transparente con las cosas que pienso, todas han sido públicas, están escritas, no he borrado mis redes sociales. Si alguien, algún día, quiere señalar que no soy imparcial porque tuve una opinión antes, sería ridículo porque los jueces, digamos como académicos, todos tienen una opinión antes. Es distinto si eres parte de un caso procesal, ahí tienes que excusarte.
(Bebe su agua de hierbas). En la Asamblea dije, en noviembre, que, si bien el aborto es un tema delicado y la gente aquí es muy conservadora, la discusión del Código Penal no es aborto sí o no, porque las mujeres igual abortan, sino aborto legal y seguro versus aborto clandestino donde no solo va a morir, igual, el embrión, sino que pueden morir, como mueren, muchas mujeres.
Es un tema igual que la criminalización de la marihuana: el momento en que criminalizas esas prácticas porque moralmente te parecen reprochables no es que suceden menos, suceden igual pero generan problemas de salud y otras cosas que deberían espeluznarnos. Una mujer que no quiere tener el hijo producto de una violación, no debe tener que esconderse y correr el riesgo de morir por interrumpir ese embarazo. Todos los organismos de derechos humanos coinciden en ese sentido.
—Le escribiste una carta pública a Gabriela Rivadeneira cuando era presidenta de la Asamblea y dijo que las mujeres tenían las tareas de ser madres, esposas y poder trabajar.
—Las autoridades públicas deben medir sus palabras porque es como si tuvieran un parlante y lo que dicen puede impactar mucho más. Mas aún como Gabriela Rivadeneira, que ese momento era presidenta de la Asamblea Nacional, por fin mujeres en espacios de poder, y vuelve a estereotipar a la mujer, que el rol de la mujer son las tareas domésticas, las tareas maternales. Si una mujer no quiere ser madre, no quiere ser madre. Nadie tiene por qué seguirle preguntando ni seguirle juzgando porque no es la única función en la vida de la mujer ser madre. El resto es solo un rol que se construye, que los niños están mejor con la mamá. Bueno, no en todos los casos es así, en algunas familias los niños están mejor con el papá.
Hay que empezar a deconstruir los estereotipos de género, ese rol de la mujer haciendo las tareas del hogar. (Sonríe). En mi casa, por suerte, mi marido es más feminista que yo, que es bastante, y tenemos una distribución equitativa de las tareas del hogar. Ahora mismo, mi marido está de viaje con mi hijo, que tiene ocho años, y es impresionante la cantidad de gente que me dice (imita el tono de asombro y reprobación): ¡cómo se va solo con el papá!
—Aparte de las leyes y los derechos y todo lo que hemos hablado, cuando tienes un rato libre, ¿a qué te dedicas?, ¿qué te gusta hacer?
—Por supuesto, estar con mi hijo. Cada momento libre es un momento para estar con él. A pesar del cambio de funciones y la responsabilidad inmensa que he asumido, he tratado de no alterar mi rutina con él. Esas horas del día en las que está en casa despierto, estoy aquí para jugar y compartir sus deberes, comer juntos, porque esos años no me los va a devolver nadie.