Me crie en el Cyrano.
Por Pablo Cuvi.
Fotografía Juan Reyes.
Edición 425 / octubre 2017.
Hace tres siglos que los antepasados de Danielle Elie instalaron molinos y panaderías en la región francesa de la Dordogne y el oficio se fue transmitiendo de generación en generación. Antes de la Segunda Guerra Mundial, su padre, René, ya había trabajado como aprendiz de pastelero pero cuando estalló el conflicto logró escapar con las justas de la matanza rumbo a España y, luego de pasar carros y carretas, en 1948 llegó al Ecuador porque una señora judía-ecuatoriana le había encargado un baúl de joyas, pero la señora, bastante mayor a él, ya no estaba en este mundo y René se dedicó a amasar pan en las piscinas de la Güitig, en Machachi.
Eso me cuenta Dani, su hija mayor, quien fuera una gran atleta en sus años del colegio Alemán, luego productora de Teleamazonas y ahora está al frente de Cyrano y Corfú, nombres que forman parte ya de la identidad quiteña. Pero los clientes que llegan a comprar pan o a tomarse un café en la Portugal no imaginan el tamaño y la eficiencia de las instalaciones que quedan detrás, aquí donde se preparan todos los productos y donde conversamos envueltos en aromas de chocolate y hojaldre.
—¿Cómo así empieza tu papá en las piscinas de la Güitig en Machachi?
—Porque se hizo amigo de Andrés Fernández Salvador y luego de Juan Elizalde y otros personajes de la sociedad quiteña que, al ver sus habilidades, le propusieron abrir un salón de té, que de noche se convertía en un bar.
—¿Ese era el Bagatelle o el Pigalle?
—No, era el Île-de-France. Otro francés, Maurice Grard, tenía el bar Pigalle al frente de donde estaba mi papá. Al Île-de- France iba la sociedad quiteña, inclusive Galo Plaza, cuando era presidente, venía caminando de la presidencia, pasaba por ahí de noche y se iba a su casa. Yo no sé qué tanto se convertía en bailadero eso pero tú debías tener una llave que era el derecho para entrar, eso le daba la exclusividad. Ahí llegaban Benjamín Carrión, Juan Sin Cielo o Alejandro Carrión, el pintor Oswaldo Viteri. Mi papá me contaba que él pagaba sus consumos con arte. Le fue súper mal porque todo el mundo firmaba vales. Entonces quebró y abrió el Cyrano en 1958, en la 6 de Diciembre y 18 de Septiembre.
—¿Cuáles son tus primeros recuerdos del Cyrano?
—Yo nací en 1960, así que desde bebé me dejaban en un carrito y estuve ahí toda la vida.
—Oliendo pan desde la cuna.
—En ese entonces no se hacía pan, era solo pastelería porque no había pastelerías en Quito. Cuando entré al jardín no iba los lunes porque mi papá se iba al centro a hacer los depósitos y me llevaba; el fin de semana siempre pasaba ahí.
—De lo que me acuerdo, ahí no había mesas.
—No era café, la gente compraba las pastas por docena, todavía costaban un sucre, venían los domingos saliendo de misa de Santa Teresita y compraban veinticuatro pastas. Hoy nadie te compra veinticuatro pastas.
—Eran más dulceros los quiteños. ¿Y tu mamá era alemana?
—Sí, ella vino en 1949, era enfermera del cardiólogo Miguel Salvador. Trabajó donde él como diez años y después le ayudaba a mi papá con la contabilidad. Cuando nací mi mamá ya no trabajaba de enfermera.
—¿Cómo vivías la influencia alemana y la influencia francesa en la casa?
—Mi mamá siempre me habló en alemán y mi papá en francés. Mi mamá era muy educada, realmente para esa época una mujer universitaria era rara, hablaba cuatro idiomas. Cuando todos estábamos juntos hablábamos francés. Había mucha influencia de las dos culturas, comíamos cosas alemanas y platos franceses, la Navidad era alemana, pero Reyes era francés. (Cada 6 de enero Dani invita religiosamente a sus amigos a comer la galette des rois que oculta un anillo en su masa según la tradición).
—¿Cómo fue tu experiencia en el colegio Alemán, que tenía fama de rígido?
—Para mí fue una experiencia lindísima, no me costaba la disciplina porque había mucha más disciplina en mi casa que en el colegio y como fui atleta estrella desde los catorce años, era súper mimada de los profesores, así que la vida en el colegio fue hermosa.
—¿Qué pruebas practicabas?
—Comencé por correr velocidad, pero después hacía ocho pruebas en los intercolegiales y me ganaba ocho medallas de oro de una. Realmente era un fenómeno para esa época, el otro fenómeno era la Nancy Vallecilla, ella hacía de todo, era del colegio María Angélica Idrobo.
—¿Cómo así ibas a entrenar al estadio Universitario?
—Porque Juanito Araujo era mi entrenador. A los quince años fui seleccionada del Ecuador en el Sudamericano de menores y conocí al Juan Araujo y al Wenceslao Lanas, que era el entrenador de la Nancy Vallecilla. Ellos se encargaban de nosotras y los fines de semana y los veranos iba al estadio de la Liga porque el Juan Araujo era el preparador del equipo de fútbol también. Ahí conocí a Walter Maesso, Óscar Subía, Luis De Carlos, Juan Calos Gómez, Juan José Pérez, los hermanos Tapia…
—Ese fue uno de los mejores equipos de la historia de Liga. Quedaron campeones en el 74 y el 75. ¿Cómo fue la experiencia de representar al Ecuador en el Sudamericano?
—Fue un evento bien grande aquí en el estadio Olímpico pero desgraciadamente en este nivel de menores hay mucha trampa con las edades. Las que venían de los otros países eran mucho más grandes y no tuve mucho protagonismo porque yo realmente tenía quince años y era un bebé al lado de todos los que habían venido.
DE LAS ARTES VISUALES AL CORFÚ
—¿Quiénes eran tus compañeros de clase?
—María Isabel Hayeck, Esteban Sevilla, Diego Morejón, que está de embajador en las Naciones Unidas, Francisco Proaño, Mikael Broz, el pediatra. Y el Christoph Hirtz era compañero desde la cuna porque vivíamos en la misma calle y nos sacaban a pasear juntos las mamás; yo me crie con él.
—¿En qué te especializaste?
—En Sociales.
—¿Querías ser de grande pastelera como tu papá?
—No, nunca se me pasó por la cabeza; como hablaba cuatro idiomas, pensaba seguir traducción. Pero cuando llegué a la universidad decidí que no quería hacer nada con los idiomas y estudié Artes Visuales y Comunicación en la Universidad de California en San Diego.
—¿Qué tal San Diego?
—Una belleza; además, la universidad da al mar y era una vida fantástica, hacía como cuatro o cinco horas al día deporte porque mi meta era llegar a las Olimpiadas, pero desgraciadamente, como me dedicaba también al fútbol, me fracturé la pierna. Terminé especializándome más en televisión y fotografía.
—Estaban en pleno auge las artes visuales y la fotografía, eso era el boom.
—Sí, por ejemplo, tuve un gran profesor que se llamaba Philip Steinmetz, que era alumno de Ansel Adams; otro de los grandes profesores era Alan Kaprow, que fue el iniciador de los performances y de los happenings.
—Con el hipismo empezaron los happenings, yo estuve diez años antes en San Francisco y era normal que quemaran la bandera de Estados Unidos y fumaran marihuana en el campus y se pegaran los polvos, eso era parte del paisaje diario.
—Bueno, en California se vivía todo eso mucho antes que en otros lugares.
—¿Qué hiciste al volver a Quito?
—En enero de 1985 me dieron un trabajo en Teleamazonas; comencé con las típicas novelas, tenía que editar el adelanto, la publicidad del día siguiente de la novela. Después me pasaron al noticiero porque Gastón Villamar tuvo un overload de trabajo y renunció y quedé a cargo de la producción del noticiero de Teleamazonas, bajo las órdenes del Lolo Echeverría. Era la época de Febres Cordero, una época complicada porque él metía mucha mano en los medios de comunicación para ese tiempo, aunque lo que vivimos ahora no tiene comparación. Alfaro Vive estaba súper activo y eso creaba un montón de estrés a nivel informativo, pero fue un trabajo hermoso, muy interesante, aprendí un montón de la política y la economía.
—¿Cuántos años estuviste ahí?
—Tres años. Supervisaba toda la edición y la producción del noticiero. Era duro porque te enfrentabas a gente que había aprendido sobre la marcha, tocaba realmente educarles para que te saquen una buena calidad de imagen, que las ediciones sean limpias. Eso no existía todavía en el país, se promovía la investigación de cosas que no fueran políticas, llegamos a tener 32 puntos Nielsen, que es altísimo. Ningún programa en esa época llegaba a eso.
—¿La competencia era Ecuavisa?
—Sí. Con Alfonso Espinosa de los Monteros.
—¿Por qué dejaste el noticiero?
—La paga era muy mala en realidad y me cansé porque son trabajos de doce a catorce horas diarias y quería tener algo propio. Desde chiquita hacía helados con batidora a mano en mi casa y les invitaba a mis amigos. Entonces fui donde mi papá y le dije: “¿Sabes qué?, quiero ponerme una heladería”. Mi papá no perdía el tiempo: me llevó a la Corporación Financiera Nacional, sacamos un préstamo, él fue el garante y yo estaba endeudada en 100 000 dólares sin saber leer ni escribir (ríe).
Entonces compramos las máquinas y, como venían unos italianos de Carpigiani a dar un curso aquí, me apunté. Para esto mi hermano Christian, que era tres años menor, se había graduado de ingeniero mecánico en la misma Universidad de San Diego. Le pregunté qué iba a hacer con su vida. “No sé”. “¿Quieres ser mi socio en una heladería?” Así inauguramos Corfú en abril de 1988, aquí, en la Portugal.
—¿Por qué el nombre?
—Porque a mi hermano le gustaba la isla de Corfú, que todavía no conozco.
—Es buen nombre: corto, sonoro, exótico.
—Sí. Hicimos cosas novedosas como los conos, nadie te hacía un cono fresco delante del cliente, en el wafle, y le poníamos el helado. Era una humareda pero olía riquísimo, la gente hacía cola 45 minutos. Desde el día que abrimos nos fue tan bien, colas y colas y colas; era una locura.
—¿Cuál era el secreto de tus helados?
—Primero, que mi hermano y yo atendíamos. Mi hermano atendía en short con un bronceado californiano y unas piernas sensacionales.
—A las chiquillas les dio por chupar helados.
—Claro, venían las chicas, y venían los chicos a ver a las chicas que le veían al Christian. Yo siempre decía: “Mi mejor producto es mi hermano”. Madrugábamos a hacer los helados. Después, nos poníamos a la caja y a dispensar los helados, teníamos diez empleados pero éramos todoterreno, desarrollábamos las fórmulas, nos inventábamos los sabores. Fueron años de mucho trabajo, los primeros diez años nunca tuve un fin de semana.
—¿También hacías diseño, no?
—Al mismo tiempo diseñaba alfombras. Tuve una exposición colectiva en La Galería, que era todavía de la Gogo y la Betty en esa época, donde expuse alfombras, el Marcelo León expuso cosas de bambú, la Margara, joyas, y había un soplador de vidrio; era como una exposición de diseño. También diseñaba joyas y las dejaba en diferentes sitios de Quito. Al mismo tiempo trabajaba en KLM dos o tres veces por semana…
—Eras hiperactiva. ¿Qué tal era el counter de KLM?
—Entretenido. Me pagaban con pasajes y podía viajar un montón. Conocí mucha gente, me fui a Japón, iba mucho a Europa porque tengo mi familia allá y también a California porque allá tenemos una casa y siempre volvemos.
—Cuéntame de tu familia alemana…
—Son de Hamburgo. Mi tío, hermano de mi mamá, se dedicó a la bolsa, y trabajaba mucho con commodities; mi tía, una persona súper creativa, era una de las primeras modistas de Hamburgo para niños. Ya fallecieron, pero también veo todos los años a mi familia francesa.
TRAGEDIA Y RESURGIMIENTO

—Cuando se enfermó tu hermano, ¿qué paso?
—Mi hermano se enfermó de cáncer a los 38 años. Fue una cosa inesperada porque era una persona muy fuerte, muy sana, muy consciente de cómo vivir sanamente su vida.
—Me acuerdo que hacía tabla-vela en San Pablo.
—Sí, era súper deportista. Tuvo un cáncer muy agresivo que terminó siendo un cáncer linfático. Se sometió a todas las radiaciones y todas las quimioterapias, fue terrible. Mi mamá, cuatro años antes que mi hermano, también tuvo cáncer. Ella era muy dedicada al vegetarianismo, a vivir sanamente, fue extremadamente esotérica.
—¿Estaba relacionada con los rosacruces, no?
—Sí, de la rama alemana. Cuando se enfermó de cáncer, siguió una terapia extremadamente alternativa, nunca se sometió a radioterapia ni a quimio y se detuvo el cáncer. Murió hace un año y medio, pero ya de vieja, a los 89 años.
—¿Por qué Christian no hizo lo mismo?
—Él no creía en todo eso. Solo meses antes del final trató de hacer medicina alternativa, pero como ya se le había destruido un montón por la radioterapia no funcionó. Después le convencieron que debía hacer quimioterapia y no aguantó. Al año siguiente de eso murió mi papá. Entró en una depresión terrible, además de que tenía un problema cardiaco.
—De pronto quedaste al frente de todo.
—El año en que murió mi hermano nació la Rafaela, yo estaba de mamá, pero murieron mi hermano y mi papá, y de pronto estaba al frente del Cyrano que en ese entonces tenía tres sucursales en Quito, con 120 empleados, era una operación pequeña. Me hice cargo del Cyrano y del Corfú, un poco se fusionaron las dos empresas. Hoy somos 400 empleados, quince sucursales.
—¿Con qué idea empezaron con Miguel Samaniego y otras personas La Esquina?
—En 1993 comenzamos a construir La Esquina bajo el concepto de que no es un centro comercial sino más bien un sitio para estar. Se abrió en 1995 y puse ahí mi almacén Alquimia con todas las cosas creativas que venía haciendo, pero también contactaba a otra gente creativa para que trajera sus cosas, ese espacio ya tiene veintidós años.
—¿Cumbayá ya estaba en pleno crecimiento cuando inauguraron La Esquina?
—Cuando abrimos no pasaba nadie por la calle, con eso te digo todo, era un abandono total, subías y bajabas de Cumbayá y te encontrabas con veinticinco carros. Además, en 1995 hubo la guerra de Paquisha y la economía se fue al tacho después. Entonces fue súper duro, nadie nos quería alquilar los locales, aparte del Cyrano, Corfú y el Floralp, porque hicimos esto con Rodolfo Purtschert.
—¿Qué hacías tú con los quesos?
—Nos juntamos con él para el concepto este. Después nos encontramos con Francisco Romoleroux y los Espinoza Páez que también querían tener oficinas, así se dio el proyecto de La Esquina. Fue muy duro: la guerra, la debacle bancaria, el cambio al dólar, pero creamos un espacio dinámico donde sucedían cosas diferentes, éramos muy avantgarde. El mercado de legumbres, que ahora hay en todos lados, unos franceses lo comenzaron aquí, en el parqueadero del Cyrano, en los años ochenta porque mi papá tenía esa cosa del pueblito francés, del mercado, y hasta ahora funciona en La Esquina todo este concepto del mercadito. En el año 2000 nos aventuramos con mi hermano en abrir un restaurante, La Yapa, con un chef canadiense y era un poco comida fusión, era súper novedoso.
—Estaba empezando la onda de la fusión en Quito. ¿Cómo fue la experiencia?
—Tener restaurante es durísimo, pero nos fue bien un par de años hasta que se enfermó mi hermano. Con él, en realidad, toda la vida hacíamos todo juntos. Por eso cuando murió para mí fue un vacío impresionante; estuvimos juntos en California, vivíamos juntos aquí. Después se fue mi papá y me tuve que hacer cargo de esto. El chef era súper creativo pero era roquero, se deprimió y también se fue. Entonces llegó un punto en que no podía perder tanto dinero, pero también fue muy duro cerrar porque La Yapa existió siete años.
—Te gustaba.
—Era un espacio lindo, la verdad, lo habíamos diseñado con Miguel para ser restaurante.
—¿Qué otras tiendas había en La Esquina?
—Había A mano, que comencé con Fernando Polanco porque él quería vender los bordados de Zuleta pero a medio camino también me abandonó. La idea de A mano era enfocarse más que todo en lo textil, pero evolucionó y ahora es un espacio para que la gente que hace algo creativo me proponga algo. Al A mano, como al Alquimia, realmente los mantengo porque hay muchos artesanos que dependen de este espacio donde pueden dejar sus cosas. Yo intervengo mucho con los artesanos y dirijo; es un sistema de colaboración pero no es rentable, muchas veces pongo plata encima pero creo que es súper importante que existan esos espacios.

—Hace unos diez años Madeleine Hollander, que tiene su almacén en Guayaquil, me decía que ya había pasado la época de las artesanías.
—Claro, acuérdate que el Art Forum hacía exposiciones de joyería, de diseño. Yo veo esto como una fundación, y entiendo que también es un poco el concepto de Margara Anhalzer en la Folklore porque es muy duro, pero de alguna manera tienes que mantenerlo vivo. Ahora todo el mundo hace cosas y vende en los bazares. Es como los food trucks que hacen esa competencia desleal a todos los restaurantes.

LA MASA MADRE
—Además de los helados, ¿tomaste cursos de la pastelería?
—El año que murió mi hermano me fui a Francia donde seguí un curso de chocolatería. Mi fortaleza son las cosas de dulce, está en mi ADN y leo mucho al respecto, investigo. A una pariente del Miguel la mandé a especializarse en pastelería en Francia porque estoy viendo que una siguiente generación le pueda pasar la posta a la Rafa en caso de que a la Rafa le interese.
—¿Qué dice Rafaela, va a ser o no pastelera?
—(Sonríe). Bueno, ya vendió sus primeros moelleaux au chocolat este fin de semana. Le pregunté: “¿Entonces Rafa, quieres hacer negocio de esto?” Me dijo: “Sí creo”. Es importante que no se pierda ese legado bien grande que tenemos en esta familia, o sea, 300 años de panaderos, eso no puede decir mucha gente.
—¿Allá en Francia no sigue la familia?
—No, nadie, nosotros somos los últimos. Mi papá tenía un hermano que se dedicó a la hotelería, y ninguno de mis primos está dedicado a la panadería.
—O sea que Rafaela tiene un deber histórico.
—Tampoco la puedo presionar, pero en su niñez atendía en el Corfú, ayudaba en la pastelería y a decorar las guaguas. Sí le gusta.
—Hablando de guaguas de Finados, en La Esquina suelen hacer comidas especiales y ferias de acuerdo a determinadas fechas.
—El Miguel es un fanático de la comida ecuatoriana. Para compartirla hemos creado la feria de los envueltos y la feria de los cebiches, y de las sopas y de la fanesca… Es un camino duro porque las nuevas generaciones no tienen tanta afinidad con las cosas tradicionales.
—¿Cómo funciona el local de la González Suárez con el problema del estacionamiento?
—Estos sitios se están volviendo centros de la comunidad adonde llegas a pie como en el de la Brasil. Es súper importante crear comunidad, que es otra cosa que se está perdiendo: tener un sentido de que eres parte de algo. Sabes que, si vas al de la González Suárez, te vas a encontrar con algunos vecinos, puedes compartir con gente conocida y eso es lo lindo. En La Esquina también creamos este concepto de comunidad, de ir a tomar un café, pero el pan es el protagonista de todos nuestros locales.
—En los últimos años han proliferado panaderías en Quito, de alemanes, franceses y demás. ¿Cómo ves eso?
—Creo que es bueno para el medio. Quito es muy conocido por el buen pan, hay pocas ciudades en el mundo donde encuentras tantos buenos panes. Cuando mi papá llegó al Ecuador había muy poco. A través del tiempo se ha ido formando gente, mi papá formó un montón de panaderos y pasteleros que después se fueron al Marriot, o les contrataron para abrir otras panaderías. Nosotros también hemos sido formadores de mucha gente. Varios extranjeros han aportado para que el nivel gastronómico de Quito mejore.
—Antes todo era con manteca de chancho, con más huevos y más azúcar, era un paladar inclinado a lo grasoso y lo dulce; ahora percibo que al pan en general le hacen más salado…
—Tal vez la gente consuma ahora menos el pan de dulce y los panes tienden a ser más de la línea salada; hay panaderos que le ponen más sal al pan. Nosotros no porque el dulce escondido y la sal escondida te pueden afectar. La tendencia mundial es poner cada vez menos sal al pan. Y nuestros panes artesanales de sal como los baguettes, los panes de masa madre, no tienen grasa; tienen agua, harina y sal y la masa madre que es un fermento natural de las harinas, un leudo natural. Es mucho más digerible el pan cuando está hecho con masa madre. Así fue como mi papá aprendió a hacer pan y así lo venimos haciendo desde hace mucho tiempo. Voilà!