Por Mónica Varea
El año que terminó en estos días nos trajo muchos libros y amenas lecturas, entre los ecuatorianos dos removieron mis recuerdos, ambos escritos por Ortiz: Expiación de Juan Ortiz García y Alfaro en la sombra, de mi querido compadre, padrino de Librería Rayuela, Gonzalo Ortiz Crespo. Estas novelas históricas me llevaron directamente al origen del caos político que suelo tener en mi cabeza y me transportaron al patio del colegio de las madres Bethlemitas, en Latacunga.
Resulta que mi caos no es gratuito, papá y mamá son los directos culpables, el uno por Varea, curuchupa, y la otra por Maldonado, liberal. No entiendo cómo se conocieron, cómo se enamoraron. Y finalmente se casaron y vivieron felices y comieron perdices, si él admiraba la obra de García Moreno, quien fue el culpable del fusilamiento del general Maldonado, pariente directo de ella. Nunca lo sabré, pero que causaron un rebululu político, ideológico y religioso en mi ya atarantada cabeza, no cabe duda.
Recuerdo que a mí no me daban dinero para llevar al colegio, porque con seguridad comería golosinas y luego no comería la comida nutritiva y mi flacura se volvería cada día más extrema. Esto me llevó a ser una flaca, muerta de hambre y endeudada con mis compañeras, que pagaba sus deudas el lunes y se quedaba pobre y muerta de hambre, nuevamente. Yo intenté por todos los medios convencer a mi mamá que el dinero de “la colación” no solo se gastaba en comprar dulces, sino que también se invertía en cromos, en cucas o en bolas; pero no hubo manera.
Lo cierto es que cada año llegaba a mi colegio el curita Gomezjurado, con su discurso garciano; sus impactantes fotos del santo varón muerto de seis balazos y catorce machetazos propinados por el infeliz de Faustino Rayo; con su firme propósito de llevar a García Moreno a los altares, y con su venta de escapularios hechos de la ropa ensangrentada del líder, quien un minutito antes de morir, molido a machetazos, abaleado y caído dos metros abajo, avanzó a decir: “Dios no muere”.
Taita cura era convincente, no quedaba la menor duda, nos hacía llorar a mares y cuando nuestro delirio místico rozaba la histeria nos vendía los escapularios. Yo, obviamente, me endeudaba y llegaba a la casa forrada de escapularios a contar la novedad y mamá sacaba su antorcha liberal y me contaba la versión contraria. Me relataba paso a paso la muerte del general Maldonado, de su madre arrodillada rogando al tirano que no lo hiciera y él, malvado y vil como era, regocijándose en el dolor de quienes solo querían un mundo más libre y justo, le importó un bledo y dio la orden: ¡apunten, disparen! Las lágrimas de nuevo me brotaban sin parar y esta historia me llegaba más hondo porque, a la final, ¿quién diablos era este García Moreno frente a Manuel Tomás Maldonado, sangre de mi sangre? Papá ponía cara de “no fue tan así”, pero no se oponía a que mamá botara los escapularios a la basura.
A la noche, por supuesto, me pasaba a la cama de mi hermana Susi, porque entre la foto del tirano macheteado, que de todas maneras algo de pena me daba, y la imagen de la madre del general llorando, mis sueños infantiles se volvían las más crueles pesadillas.