Por María Fernanda Ampuero
Fotos: Edu Bayer
¿Será la quiteña Verónica Dávalos la que pose para las cámaras de todo el mundo el día que se anuncie la victoria científica sobre la terrible enfermedad?
Cuando te dicen que una de cada cuatro personas en el mundo padecerá cáncer tragas espeso. Afortunadamente, hay científicos investigando formas de detener su expansión en nuestro cuerpo. Verónica es una de ellos.
Cuando inyecta células cancerígenas a un ratoncito blanco, Verónica Dávalos aún se pone triste. Sabe que el ratón morirá.
El ratoncito agonizando en su pequeña jaula es una de cada cuatro personas en el mundo. Esa es la cifra que, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), padecerá cáncer. Lo que Verónica no sabe y quiere saber es cómo evitar que el cáncer mate al ratón.
El trabajo de esta investigadora quiteña de 34 años consiste en hacer preguntas.
—Como el tuyo —me dice riendo.
La diferencia es que sus entrevistados son células que mantiene vivas en unas cajitas llenas de líquido fucsia. Y no son nada locuaces.
Las veo con el microscopio. Son bichitos insignificantes a los que un leve cambio de temperatura podría aniquilar. Y sin embargo, no puedo evitar pensar, es el cáncer (de próstata, de mama, de pulmón, de colon) que se llevó o se está llevando a María, a Carlos, a José, a Ana, a Juan. Gente con nombre, dirección postal y afectos. Se lo comento a Verónica.
—Creo que para un investigador es importante desconectarse de eso. Yo recibo un trocito de tumor, no el nombre de la persona que lo llevaba dentro.
El gran descubrimiento
El interrogatorio es arduo: las células no sueltan prenda fácilmente, pero el equipo de Verónica, liderado por el doctor Manel Esteller, ha logrado que cuenten algo que podría ser decisivo en la lucha contra el cáncer. Es, literalmente, una cuestión de vida o muerte.
Despacito, como a un niño, Manel y Verónica me explican que el cáncer no es una enfermedad estática, sino que a medida que progresa va transformándose para evadir las defensas del cuerpo, protegerse de la quimioterapia o radioterapia y empezar su terrible proceso de invasión (conocido científicamente como metástasis).
La transformación del tumor consiste en pasar de un estado sólido, adherido a las células cercanas (epitelial), a un estado líquido, despegado de los tejidos anexos y más flexible (mesenquimal). Esta flexibilidad es la que permite que el tumor se expanda dentro de nuestro cuerpo y lo vaya colonizando hasta matarlo.
Usemos una metáfora sencilla: el cáncer, en su estado primitivo, es como una piedra pegada a, digamos, nuestro pulmón, pero a medida que la enfermedad progresa, esta piedra se convierte en una gelatina capaz de derramarse por el torrente sanguíneo y hacer un daño infinito. La piedra puede mantenerse quieta, la gelatina es informe e incontrolable.
Lo que el equipo del Instituto de Investigación Biomédica de Bellvitge (Idibell), al que pertenece Verónica, ha descubierto es cómo los controladores (llamados microARNs) de la apariencia ‘dura’ del cáncer se inhiben (se apagan) y permiten que las células tumorales se vuelvan ‘blandas’.
La gran noticia es que mediante un tratamiento se podría revertir el proceso y evitar la terrible metástasis. No será pronto: las farmacéuticas tardan hasta 10 años en poner en el mercado un nuevo tratamiento. No será mañana, pero será.
El mundo de la ciencia está revolucionado.
Hinchas del equipo que nunca pierde
¿Estamos a las puertas de la cura del cáncer? “Soy optimista, si no, no estaría aquí”, contesta Verónica con esa sonrisa en la que se sostiene su cara. Entre paréntesis, parece increíble que una mujer así de vital y luminosa trabaje de diez a doce horas diarias con el ojo puesto sobre el mal que mata la alegría.
—En 1950, el 95 por ciento de las personas con cáncer moría. Hoy el 60 por ciento sobrevive, la explicación es contundente. —Esto gracias a todos los que han investigado.
En una de las paredes del instituto hay un recorte. De la boca de Cristiano Ronaldo sale un globito:
—Me ha enviado Dios para enseñar al mundo cómo se juega al fútbol.
Messi le responde en su globito:
—Yo no he enviado a nadie.
Al lado hay una foto ampliada de Manel Esteller con su equipo. Visten de negro y posan a lo póster de Lost. Son jóvenes, vienen de diferentes partes del mundo, se nota que hay camaradería y trabajo en equipo.
Juntos están intentando ganar el partido contra un rival supuestamente indestructible. Sí, son el Fútbol Club Barcelona de la oncología.
Y hay una ecuatoriana en la defensa.
Trabajadores sin reloj
Para César Paz y Miño, hoy decano del Instituto de Investigaciones Biomédicas de la Universidad de las Américas y ayer profesor de Verónica, los triunfos de su exalumna se deben a la “disciplina, perseverancia, trabajo constante, lectura cotidiana de los temas científicos, iniciativa e inventiva”.
El mentor destaca, además, que siempre la acompañaba “un positivismo y alegría diaria, que hacen que el trabajo de investigación, a veces rutinario, agobiante, sin horarios, alejado de amigos y familias, se haga realmente gratificante”.
La familia de Verónica en Barcelona es pequeña: son ella y su esposo, el también científico y también ecuatoriano Tomás Morán. La investigadora explica que sería difícil estar junto a alguien que tuviera un trabajo normal: de ocho horas y a la casa. Y sería imposible tener niños. En investigación no hay horas ni de salida ni de entrada. O fines de semana. O festivos. Hasta lo de tomarse unos días de descanso es complicado.
—Si trabajas con ratones, no te puedes ir de vacaciones —dice Verónica levantando un poco los hombros.
La entrevista se prolonga hasta pasadas las ocho de la noche y ahí se queda la mitad de los científicos con el ojo pegado al microscopio y un yogur para aguantar el hambre. Dan ganas de abrazarlos uno por uno. Los fármacos que existen para curarnos nacieron de gente sin reloj como ellos.
“Soy muy afortunada porque trabajo en lo que me gusta”
Estamos ahora en un cuarto a media luz donde se tiñen con compuestos fosforescentes las células cancerígenas. Parecen constelaciones coloridas, bosques encantados, pero son leucemia o cáncer al cerebro. Parecen vida y son muerte.
Al lado de donde estamos, en el Hospital de Bellvitge, muchos están escuchando de su médico la palabra ‘maligno’ o tal vez estén con el brazo resignado a dejar entrar eso que dañará lo enfermo y lo sano: la quimioterapia.
Para Verónica ellos son el motivo para pasarse tantas horas encerrada en ese edificio con olor a cloro donde —y esto es literal— no se distingue el día de la noche.
En el bus, camino a Plaza Espanya, donde vive, Verónica escucha la pregunta clásica del cuestionario ecuatoriano-que-vive-fuera:
—¿Volverás?
Silencio larguísimo. En realidad, una científica que triunfa en Europa y que con muchas posibilidades pronto recibirá una invitación de La Meca, es decir, de Estados Unidos, no necesita responder a esa pregunta. Pero lo hace:
—Hay un programa llamado Prometeo que busca rescatar el talento que se ha ido. La idea es que apliquemos lo que hemos aprendido fuera en el Ecuador. Pero a mí me tendrían que decir cuáles son las condiciones en las que trabajaremos, el equipo, el material y garantizarme que se mantendrá en el tiempo, que no lo cerrará el próximo Gobierno por falta de recursos. No sé si puedan comprometerse a eso.
Parada Plaza Espanya. Verónica se ha quitado la bata blanca y con su vestido corto y veraniego parece una más de las jovencitas que llenan las calles de Barcelona a esa hora. Lo que nadie sabe es que, tal vez, dentro de unos años a esa chica menudita tendremos que deberle la cura del cáncer.
Tranquilos, ya se lo he agradecido.