
Un cronista memorioso, ¡Dios sea magnánimo con él!, me contó que existió un hombre de ambición extrema llamado Vladimir Vladimirovich Plutin. Obsesionado con la idea de llegar a ser el zar de los zares, masacró pueblos, asesinó enemigos, destruyó familias, esclavizó pueblos, acaparó una enorme fortuna y extensas tierras, pero nunca estaba conforme. “Soy el amo del mundo, ¿qué más puedo desear?” El diablo, su aliado más cercano, le contestó: “no tienes la aureola de santidad y tampoco eres evangelizador. Estos títulos te faltan”. Desde entonces, Vladimir gobernaba con tristeza y soñaba con llegar a ser un santo venerado.
Uno de esos días de desconsuelo, mientras meditaba en cómo santificarse, se le ocurrió darse un baño de multitudes. Como estaba cerca la conmemoración por la anexión de Crimea, se dijo que sería el momento más propicio para probar su santidad y sus dotes de evangelizador. De inmediato ordenó que los colegiales asistieran al gran concierto conmemorativo de la hazaña patriótica.
Arropado por miles de jóvenes, Plutin apareció en el estrado del estadio olímpico. Vestía traza juvenil: pantalón oscuro, suéter blanco de cuello alto y una chamarra azul celeste. Aupado por los cánticos y consignas, comenzó a dar pasitos por la tarima, arengando a sus seguidores, quienes demostraban alegría por tener un día sin clases y función gratuita de circo con payaso. También es cierto que encandilados por la verborrea, los jóvenes hubieran seguido a su amo hasta el infierno.
Tras el fervor de los aplausos y el ondear de las banderas, casi tan agitado como el de las llamas en los edificios bombardeados de las ciudades ucranianas, Plutin comenzó su perorata. Con su andar de enano y la hipocresía aprendida en su larga carrera de espionaje, preparado para la escena, dio otra lección al mundo de lo que es un líder y la forma de embobar con mentiras. Demostrando el coraje de un santo evangelizador y después de desvariar acerca de la legítima defensa en una guerra provocada y vengativa, este ejemplar de alguna secta diabólica tuvo la desvergüenza de referirse a la guerra citando las palabras de Cristo: “No hay un amor más grande que el dar la vida por sus hermanos” (Evangelio de San Juan, 15:13). Finalmente, ovacionado por los jóvenes, coronado con la aureola de santidad, Plutin bajó del estrado y atendió a los periodistas.
El de la cadena WNN, le lanzó la pregunta: “¿Cree que matar a niños, mujeres y ancianos es una muestra de amor?”. “Desde luego que sí, la guerra nos abre la oportunidad para que seamos capaces de ofrecer nuestra vida”, contestó Plutin. Después hizo una señal a uno de sus guardaespaldas y dijo al periodista: “Ahora tú mismo experimentarás lo que es dar la vida por tus hermanos”. Luego ordenó al policía que metiera a su interlocutor en la cárcel.
A la noche, Vladimir de nuevo recordó la cita evangélica y durmió tranquilo al saber que pronto aparecería en el santoral ruso como un bienaventurado, profeta o demonio, porque si vivía para incumplir todas las sentencias del Evangelio, al menos tenía la desvergüenza de usarlas de acuerdo a su conveniencia.
Al siguiente día despertó a media mañana. Mientras nadaba en la piscina, recordó otra cita evangélica: “por sus obras los conoceréis”. Salió del agua, se caló la bata y avanzó hasta el escritorio. Desplegó el mapa de Europa y se puso a cavilar en el nuevo emprendimiento guerrero y evangelizador. Con el dedo señaló un país para arrasar y adoctrinar y, antes de que un paje de librea le sirviera el desayuno, se sintió satisfecho por conducir a las personas hacia el amor por la muerte.