Cuando me pregunten que yo qué hice, esgrimiré un par de crónicas y otro par de artículos en los que chillo contra esto. O tal vez entonces haya aprendido a ser menos estúpida y me quede callada. Escribí, pero no hice nada. Grité con una palabra puesta detrás de la otra, pero no hice nada.
Cuando me pregunten que yo qué hice, tendré que soportar la mirada del futuro con vergüenza.
He escrito la historia de unos pocos refugiados sirios que llegaron a Europa, cada noche pienso en tres niñitas sirias que conocí hasta que me duele el corazón, he llorado, he firmado peticiones en Internet, he difundido fotos por Twitter y Facebook, he compartido reportajes de compañeros periodistas, me he cabreado, he tragado espeso, he negado con la cabeza, he apagado la televisión durante las noticias.
O sea, no he hecho nada.
Hoy, cuatro de abril de 2016, han empezado las deportaciones a Turquía de miles de refugiados sirios que después de un viaje indecible habían llegado a Grecia, la puerta de la feliz Europa, de la Europa del Himno a la alegría —“escucha hermano la canción de la alegría”—, de esa tierra con parques y ríos y vacaciones y canciones de Abba.
Blancos, altos y bien nutridos funcionarios del norte de Europa viajaron en estos días hasta Grecia, acompañados de toda la policía imaginable, para asegurarse de que los sirios se suban a los medios de transporte sin chistar, de que no haya revueltas —a esa Europa tan nítida no le gusta el desorden— y sí, cómo no pensar en esos otros blancos, altos y bien nutridos europeos subiendo a esos otros desesperados —niños, bebés, ancianos, gente enferma, embarazadas— a los trenes.
Nosotros como humanos prometimos que eso, lo de los campos, ese horror, no se repetiría.
La comparación es atroz. Lo sé. Pero esto también.
Ya hay quien llama a este día, cuatro de abril de 2016, el Día de la Infamia de la Unión Europea: decidieron que estas personas, genuinos y aterrorizados solicitantes de asilo, huyendo del terrorismo más bestial, cargados con sus niños y unas historias personales que harían derrumbarse de tristeza al más frío de los hombres, no entrarían a Europa. No. No hay sitio para esa gente. Lo decidieron ellos: a nosotros no nos preguntaron. Tal vez porque son árabes, tal vez porque son de piel morena, tal vez porque son muchos, tal vez porque no les dio la gana. Así, en un despacho con calefacción:
—Mandémoslos de vuelta a Turquía.
Allá, y ese es el objetivo, ya no sabremos qué pasa con ellos. Tras un telón negro de falta de acceso para el control internacional y, sobre todo, para la difusión de la información —Turquía es el país 149 de los 180 del ranking de libertad de prensa 2015 de Reporteros Sin Fronteras, con dos periodistas asesinados, nueve encarcelados y cierres o intervención de medios—, Europa dirá que corazón que no ve, corazón que no siente.
Esto no podía volver a pasar tan pronto, en nuestras malditas caras, con tantas cámaras, con absolutamente todas las cámaras posibles mirando y grabando y haciendo streaming, con Internet como un ojo gigante retransmitiendo en la cabeza de todos, con periodistas escribiendo en todas las lenguas conocidas, con cientos de miles de millones de teléfonos celulares grabando hasta el más estúpido detalle, con YouTube, con redes sociales que conectan al mundo con el mundo en segundos.
Y sin embargo.
Miles de personas van a ser internadas en un centro de arresto donde no entrará la prensa ni las ONG ni los organismos internacionales porque un Gobierno, el Gobierno modélico de la Unión Europea, no quiere que sean parte de la sociedad, porque se consideran indeseables, impuros, peligrosos, quién sabe.
Cuando los libros de historia y las películas hablen de este horror, del holocausto sirio, de esos hermanos y hermanas que perdieron su país en medio de una pesadilla sangrienta, clamaron por ayuda y lo que hizo Europa fue mandarlos a otro infierno. Digo, cuando los niños me pregunten que yo qué hice, que dónde estaba, que si no era periodista en esta época, este día, cuatro de abril de 2016, tendré que agachar mi cabeza y decir que no hice nada.
Y que sí, que a veces, según los vientos, llegaba ceniza hasta Madrid, pero que, bueno, yo tenía que trabajar y pagar cuentas y salir adelante.
—¿Sabes, mi pequeño? La vida es tan complicada.
—¿Pero hiciste algo por ellos?
—No, querido niño del futuro, no hice nada.
Nada.