Por Milagros Aguirre
Edición 458-Julio 2020
Ilustración: Adn Montalvo
Ignacio llegó en pleno confinamiento pandémico y es lo más lindo, dulce y perfecto de este mundo. De mi mundo, claro. Llegó mostrando la esperanza en medio de la tristeza y la desolación. Es como una luz a medianoche. Es el canto del pajarito que interrumpe el silencio aterrador del toque de queda cuando cae la tarde. Pienso en él mientras gozo con el rosal que acaba de florecer y que tiene cuatro botones. Su sonrisa se parece a la alegría del geranio que quiere mirar por la ventana y abrigarse con el rayo de sol. Ignacio es la fuerza de la vida. Vino en un momento en el que no hay como verse, tocarse, abrazarse, visitarse. Ignacio ya tiene un mes y aún sus abuelos (yo, su casi abuela) no hemos podido abrazarlo ni cargarlo ni cantarle una canción de cuna. Lo vemos cada semana por Zoom, que es por donde ahora ha toca visitarse, y yo muero por tenerle en mis brazos, por pasear con él, por cantarle al oído y esperar que se duerma con una sonrisa. Quiero enseñarle cosas, contarle cuentos y leerle poemas, hacerle dulces y galletas. Quiero jugar con él a la pelota y convertirme en su caballito. Quiero correr en el campo y armar con él rompecabezas. Quiero verlo crecer y verlo comerse el mundo, comprarle regalos y compartir sus travesuras, que es lo que aprendí de mi madre, que era la mejor abuela del mundo.
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