¿Cuántos quedan? ¿Dónde están?

Edición 443 – abril 2019.

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Derrotados en Siria e Iraq, los combatientes del estado islámico resisten, huyen o se reagrupan.

El lunes 11 de marzo, cuando en la Mesopotamia era la medianoche, mili­cianos kurdos y árabes integrados en las Fuerzas Democráticas Sirias empezaron la que aspiraba a ser la ofensiva terrestre final contra el último bastión del Estado Islámico, unos ochocientos metros cua­drados de edificios ruinosos, casi demoli­dos por varios días de bombardeos aéreos, en la pequeña ciudad de Baguz. Allí, unos cuantos cientos de combatientes perma­necían atrincherados —con unos dos mil civiles que les servían de escudos huma­nos—, tratando de salvar lo que quedaba del califato que en junio de 2014, tras una ofensiva militar cruenta y arrolladora, ha­bía proclamado Abu Bakr al Bagdadi en el noreste de Siria y el noroeste de Iraq. Pero, a esas alturas de la guerra, una defensa así ya parecía desesperada y sin destino.

Para la coalición internacional encabe­zada por los Estados Unidos (que partici­pa en la ofensiva dando la cobertura aérea a la infantería kurda y árabe), la toma de Baguz tenía una importancia mucho más simbólica que militar: era el trofeo de gue­rra que necesitaba para poder pregonar al mundo que el Estado Islámico había sido vencido y, por consiguiente, que ya había dejado de ser un peligro el yihadismo más radical, aquel que cree que la batalla del fi­nal de los tiempos —anunciada tanto por el Corán como por la Biblia— empezó ya y que para ganarla todo vale, comenzando por el terrorismo.

Pero en Baguz, como antes en cada ciudad, pueblo o aldea donde los comba­tientes islámicos se fortificaron, la resis­tencia estaba llamada a ser hasta el último hombre. Y es que “la coalición no tiene prisioneros”, según lo admitió a finales de enero su oficina de comunicaciones, citada por la prensa internacional, en un reconocimiento implícito de que su cruda estrategia de guerra ha sido de aniquila­ción. Tal vez sea por eso, además de por su fanatismo brutal, que muchos de los milicianos del Estado Islámico decidieron luchar hasta el final, matando y muriendo por Alá, con la certeza de que su sacrificio será recompensado con el paraíso.

Para entonces, sin embargo, la batalla por Baguz ya era irrelevante en términos militares, porque el Estado Islámico había sido derrotado por el ataque prolongado y combinado, aunque no conjunto, de la coa­lición occidental, por la una parte, y de Ru­sia y sus aliados, por la otra. Pero que haya sido derrotado no significa que el Estado Islámico haya sido aniquilado: quedan nú­meros significativos de combatientes acti­vos dispuestos a reanudar su lucha donde y cuando la ocasión sea propicia. Pero, ¿cuán­tos quedan? Y, más aún, ¿dónde están?

Que nunca vuelvan

Las cifras son confusas y poco confia­bles. Según las diferentes estimaciones, se­rían entre 9.000 y 16.000 los combatientes potencialmente activos, muchos de ellos to­davía sin vinculación directa con el Estado Islámico, aunque hermanados durante los tres años últimos de la guerra en Siria. En esa guerra, cuyo final es inminente al cabo de ocho años de mortandad sin freno, los rusos y sus aliados habrían matado “más de 60.000” yihadistas, de acuerdo con la ver­sión del presidente Vladímir Putin, mien­tras que la coalición occidental habría elimi­nado “entre 60.000 y 70.000” combatientes”, según la estimación del jefe de operaciones especiales estadounidenses en la región, ge­neral Raymond Thomas. Aparte de que esos números fueron trazados con brocha gorda, no está claro cuántos de los muertos eran militantes del Estado Islámico.

Lo que sí está claro es que en sus tiem­pos de esplendor, entre principios de 2014 y finales de 2016, el Estado Islámico logró reclutar unos 35.000 voluntarios extran­jeros (es decir no originarios de Siria o Iraq), entre ellos al menos 6.000 europeos. Y si bien la coalición occidental no tiene prisioneros —y según parece tampoco los rusos—, las Fuerzas Democráticas Sirias tendrían cautivos unos 1.300 combatien­tes extranjeros, que se rindieron cuando sus respectivos emplazamientos fueron tomados por las milicias kurdas y árabes. El 17 de febrero pasado, el presidente es­tadounidense Donald Trump, en un ‘tuit’ con su conocido estilo rudo y altanero, exigió a los países europeos que repatríen unos 800 yihadistas, con la advertencia de que ellos “podrían quedar en libertad tras la inminente derrota del califato”. Pero es evidente que en Europa nadie quiere te­nerlos de regreso.

Incluso la facción kurda de las Fuerzas Democráticas Sirias, que tendría unos 900 prisioneros de 40 nacionalidades distintas (además de 584 mujeres y 1.248 niños), pi­dió a cada país que repatríe a sus respecti­vos ciudadanos. Pero su portavoz, Mustafá Bali, anunció a comienzos de marzo que tan sólo Indonesia y Rusia han respondi­do. Los demás países no se han dado por notificados o, en el caso de los occidenta­les, han puesto a trabajar a sus servicios secretos en la identificación y recopilación de información sobre cada uno de los de­tenidos, para saber quiénes pertenecieron al Estado Islámico o a otras organizaciones yihadistas y, sobre todo, cuál es el nivel de peligrosidad de cada uno de ellos.

En Baguz, el último bastión del Estado Islámico en Siria, unos pocos cientos de yihadistas, en su ma¬yoría extranjeros, resisten dentro de la localidad. Son los restos del califato que en el pasado ocupó buena parte de Iraq y Siria.
En Baguz, el último bastión del Estado Islámico en Siria, unos pocos cientos de yihadistas, en su mayoría extranjeros, resisten dentro de la localidad. Son los restos del califato que en el pasado ocupó buena parte de Iraq y Siria.

Quién es quién

Esa operación, llamada ‘Gallant Phoenix’, es dirigida por la CIA estadou­nidense y ha permitido crear una base de datos con la cual los países de la alianza occidental aspiran a saber con suficiente precisión quiénes deberán ser juzgados por crímenes cometidos durante los cinco años del auge del Estado Islámico, a quié­nes habrá que mantener bajo vigilancia constante y quiénes están en capacidad de reinsertarse en sus respectivas sociedades. Aun así, hay países europeos que ya advir­tieron que no van a repatriar a nadie.

Holanda y Suiza fueron los primeros en anticipar que no aceptarán a nadie de regreso. Francia dijo que estudiará “caso por caso”, Alemania que permitirá un “retorno escalonado” y Bélgica planteó la posibilidad de establecer un ‘tribunal ad hoc’ para juzgar a quienes participaron en organizaciones terroristas. El Reino Uni­do, algunos de cuyos ciudadanos fueron muy visibles como portavoces del Estado Islámico y como autores de decapitacio­nes que fueron difundidas en videos por el mundo entero, estaría dispuesto a reti­rarles la nacionalidad a los británicos que se unieron a las huestes de Abu Bakr al Bagdadi, como ya lo hizo con Shamima Begum, la joven mujer de origen bengalí, nacida en Londres, cuya historia tiene fas­cinados a reporteros de medio mundo.

Shamima Begum.
Shamima Begum.

A sus quince años de edad, en 2015, Shamima viajó hacia la Mesopotamia para enrolarse en el Estado Islámico y, según se supo después, se casó con un yihadista de nacionalidad holandesa, juró la bandera del califato y, ya en Siria, cumplió “tareas de combate”. Nadie supo nada de ella du­rante tres años, ni siquiera sus padres que la buscaron como pudieron, hasta que en febrero pasado un periodista del diario bri­tánico The Times la encontró en un campo de refugiados cerca de la frontera con Tur­quía, donde ella le dijo que quería volver a Inglaterra para que allí naciera el hijo que esperaba. Sus dos primeros hijos, nacidos en Siria, habían muerto por las condiciones sanitarias deplorables de un país en guerra.

Bajo la presión implacable de la opi­nión pública británica, que rechaza el re­greso de quienes se hubieran alistado en grupos islámicos radicales, el gobierno le retiró la ciudadanía a Shamima, que ahora permanece en custodia de las tropas kur­das en el norte sirio y que asegura no estar arrepentida de nada de lo que hizo. En­tretanto, su tercer hijo murió también, los primeros días de marzo, víctima de neu­monía. Con todo lo cual en Europa estalló una polémica intensa y decisiva: ¿se les puede privar de su ciudadanía a personas que, por carecer de otra, se convertirían en apátridas, lo que está prohibido por el de­recho internacional, o quienes juraron la bandera del califato y se enrolaron en su ejército adquirieron, en la práctica, otra nacionalidad, diferente de la de su país de origen?

Mujeres con sus hijos llegan al campo de desplazados huyendo de los combates en Baguz, último bastión del Estado Islámico en Siria.
Mujeres con sus hijos llegan al campo de desplazados huyendo de los combates en Baguz, último bastión del Estado Islámico en Siria.

¿Qué harán después?

Además de los combatientes que han decidido inmolarse por su causa en una resistencia sin destino en Baguz y en otros enclaves mínimos al este del río Éufrates, se sabe de cientos, tal vez miles, de solda­dos del Estado Islámico que lograron huir a través del desierto o que se mimetizaron en las caravanas de refugiados que escapa­ban de la guerra. Algunos de ellos, según anticipan los servicios occidentales de inteligencia, tratarán de desaparecer en el anonimato del abigarrado mundo árabe, incluso con otros nombres y con nuevos oficios, mientras otros, los más radicales y enardecidos, se unirán —o lo hicieron ya— a cualquiera de las muchas organi­zaciones islámicas armadas que operan en la Mesopotamia, el Oriente Medio, África del Norte, el Magreb y la Península Ará­biga, empezando por Al Qaeda y sus al menos ocho filiales.

En todo caso, el despliegue en el norte sirio e iraquí de soldados de élite de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, unos 4.000 en total, permitió obtener da­tos confiables sobre la organización y el funcionamiento del Estado Islámico y de sus brigadas internacionales, con lo que los gobiernos occidentales disponen de fichas de 19.000 yihadistas que, si han lo­grado sobrevivir a la ofensiva final de las milicias kurdas y árabes y a los ataques aéreos estadounidenses, podrían reagru­parse para volver a la acción con otros grupos radicales islámicos o, en el caso de los norteamericanos y europeos, retornar a sus países y aplicar la estrategia del lobo solitario: atacar a inocentes —y así causar terror— con bombas caseras, pistolas, cu­chillos de cocina, autos o camiones, como otros combatientes aislados lo hicieron en Londres, Niza, París, Berlín, Bruselas…

Ese tipo de ataques está ocurriendo desde finales 2018 en Iraq, donde en tres meses fueron registrados doce atentados atribuibles a combatientes del Estado Is­lámico, que se habrían reagrupado ya —o lo estarían haciendo— en los desiertos de Nínive y de Al Ambar y en la perife­ria de la ciudad de Kirkuk. Esos atentados serían la respuesta yihadista a una serie de procesos judiciales poco ortodoxos, con detenciones irregulares y sentencias sumarias, tramitados por la justicia anti­terrorista iraquí contra combatientes islá­micos que fueron capturados durante la campaña de reconquista de los territorios donde estuvo asentado el califato.

Ese es, en concreto, el recelo que se está extendiendo por Europa: que cuando los diferentes países entablen procesos ju­diciales contra sus ciudadanos que parti­ciparon en crímenes a nombre del califato haya una escalada de atentados terroristas como la que está ocurriendo en Iraq. Peor aún, muchos de esos procesos podrían terminar en sentencias absolutorias debi­do a la dificultad casi insuperable que ten­drán los fiscales para conseguir pruebas y testigos. Ante lo cual las opciones que quedan son tan sólo dos: o impedirles por completo el regreso (quitándoles la nacio­nalidad, por ejemplo, al estilo británico) o juzgarles en masa por pertenencia a orga­nización terrorista y no por los crímenes específicos que cada uno pudiera haber cometido.

Lo que está claro, en definitiva, es que “el Estado Islámico sigue siendo un grupo insurgente activo”, a pesar de su derrota militar en Siria e Iraq y el desplome de su califato. Así lo reconoció el Departamento de Defensa de los Estados Unidos en un documento divulgado por la agencia AFP, en el que también admitió que “está rege­nerando funciones y capacidades de un modo rápido”. Es entendible que así sea, pues la adquisición de un territorio para asentar un califato no es por sí mismo un objetivo primordial del yihadismo, cuyo propósito esencial es ideológico-religioso, de difusión de los principios de la fe mu­sulmana. Por eso, a pesar del enorme po­der que llegaron a tener tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, Osama bin Laden y la red Al Qaeda nunca se plantearon la con­quista de un territorio. Y eso fue lo que más les distanció de Abu Bakr al Bagdadi y el Estado Islámico.

Más aún, aunque la mayoría de los in­tegrantes de la cúpula del Estado Islámico fueron abatidos en los cuatro años últimos, su líder, Abu Bakr al Bagdadi —proclama­do califa en junio de 2014 y, como tal, suce­sor de Mahoma al frente de todos los mu­sulmanes—, podría aún estar vivo y oculto en algún lugar del mundo, como lo estuvo Bin Laden durante casi diez años, hasta que el ejército estadounidense lo cazó en Pa­quistán en mayo de 2011. Y, tal como lo hizo Bin Laden, Al Bagdadi podría dirigir desde la clandestinidad el reagrupamiento de sus hombres, la repotenciación de sus brigadas y la reanudación de ataques y atentados. Podría dirigir, incluso, la recu­peración de su tesoro. Pero esa es otra his­toria, que está en recuadro aparte.

El tesoro del Califa

Pol-int---5Era enero de 2014 cuando, tras romper con la red Al Qaeda, las huestes del Estado Islámico emprendieron un avance arrollador hacia el noreste sirio y el noroeste iraquí, donde se apoderaron de un terri­torio inmenso —de más de 100.000 kilómetros cuadrados—, en el que en junio proclamaron un califato. En esa ofensiva, facilitada por el caos de la guerra civil siria y por la huida en desbandada del ejército iraquí, los milicianos de túnicas negras abrieron bóvedas de bancos y cajas fuertes privadas y se llevaron todo lo que había en ellas. Y así empezaron a reunir un tesoro.

Antes, al iniciar su avance, el Estado Islámico recibió de jeques sauditas y cataríes transferencias millonarias a sus cuentas bancarias numeradas. Después, ya en posesión de un territorio, comenzó a ex­traer petróleo de los yacimientos del norte de Iraq y a exportarlo a Turquía en unas caravanas interminables de tanqueros que se movili­zaban por las noches para eludir los ataques aéreos de la aviación oc­cidental. Y miles de piezas arqueológicas provenientes de esa cuna de la civilización que es la Mesopotamia las vendió a precios de ensueño en los mercados negros de arte. Dinero no le faltaba.

A mediados de 2015, los vientos que soplaban a favor empezaron a soplar en contra: los extremos de crueldad a los que llegaron sus combatientes, en especial esas decapitaciones ejecutadas con frialdad y grabadas con detalle para transmitirlas al mundo en videos de alta definición que difundieron llenos de orgullo, hicieron que se formara una amplia alianza militar internacional, incluidos muchos países ára­bes, para combatir al Estado Islámico en su propio terreno. Los días del califato estaban contados.

Las estrecheces económicas aparecieron pronto: los jeques inte­rrumpieron sus transferencias, los turcos dejaron de comprarle petró­leo, las antigüedades se agotaron y ya no quedó dinero en los bancos. Para entonces, sin embargo, de acuerdo con la estimación del Obser­vatorio Sirio para los Derechos Humanos, el Estado Islámico ya tenía un tesoro de “cuarenta toneladas de oro y decenas de millones de dólares en billetes…”.

Pero el cerco en torno al califato fue estrechándose con rapidez. A medida que los rusos y sus protegidos iraníes, por una parte, y la amplia alianza occidental y árabe, por otra parte, se involucraban cada día más en la prolongadísima guerra civil siria y, de paso, ocupaban las tierras del califato, el Estado Islámico fue reduciéndose, perdiendo sus mejores cuerpos de combatientes y, al final, limitando sus dominios a barrios pequeños de ciudades menores. Y hoy, del inicial y efímero esplendor ya no queda casi nada.

Queda, tan sólo, el tesoro. El problema es que nadie sabe dónde está. Casi todos los integrantes del estado mayor de la organización yihadista están muertos y los pocos que siguen vivos están huidos y escondidos, empezando por el califa Abu Bakr al Bagdadi. ¿Dónde ocultaron el oro y los billetes?

Según el Observatorio Sirio para los Derechos Humanos, que tie­ne su sede en Inglaterra, el tesoro está escondido bajo la arena del desierto. A esa conclusión llegó a partir de testimonios de milicianos árabes y kurdos que, apoyados por los Estados Unidos y sus aliados, han combatido tres años en los territorios ocupados por el Estado Islá­mico. Estaría en el norte de Iraq, donde habría sido construida una red de túneles y cámaras para mantener bien preservadas las riquezas y las armas. La idea sería volver algún día, no muy lejano, a recuperarlas y usarlas. También podría ser una leyenda. Quién sabe. Pero en medio de la guerra y sus avatares, bien podría suceder que la verdad, sea cual fuere, se vaya a la tumba con los pocos que la conocen.

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