Cuando viralidad se (con)funde con calidad

EDICIÓN 486

Viralidad
Ilustración: Shutterstock

En un par de décadas hemos pasado de la dictadura de los medios” a una “democracia digital” en la que, mediante visualizaciones, shares y reacciones, los internautas determinan la popularidad o el olvido. ¿Vale más, en ese contexto, la calidad de un contenido o la popularidad de su autor en Internet? ¿Cómo afecta a autores y contenidos la tiranía del like?

Pongamos que existe un poeta hasta hace poco casi desconocido en los círculos literarios, de esos que, sin ánimo de generalizar, vagan por versos hechos como para las plataformas sociales, en la cibercalzada 2.0 de alguna nostalgia, entre la autoayuda, a medio camino entre lo cursi y lo obvio.

Pongamos que ese poeta tiene más de un millón de seguidores en Instagram y Twitter, y que gana el Premio Espasa de Poesía 2020 que entrega Planeta, en cuyo fallo es reconocido “por su conexión y empatía con las nuevas generaciones”, además de veinte mil euros y la publicación de su poemario. Pongamos que ese no es un caso único, el de alguien si no premiado, al menos reconocido, incluso fuera del ciberespacio por cómo “conecta y empatiza” con sus seguidores.

Me refiero al caso Cabalier, así es. Uno de tantos en los que el público especializado, la crítica y la vieja escuela de los poetas puso en duda la calidad, en este caso de una obra, so pretexto de la visibilidad de su autor, la cantidad de gente que lo siguen en sus plataformas sociales y las reacciones que es capaz de generar. Hubo quienes incluso argüían que Rafael Cabalier no era humano, sino un robot (una inteligencia artificial no muy buena), y otros discutían sobre la posibilidad de que hubiera comprado seguidores. Es decir, de que hubiera comprado visibilidad o, si se quiere, su fama.

Rafael Cabaliere ganó el III Premio Espasa es Poesía por su libro Alzando el vuelo
Rafael Cabaliere “escritor, ingeniero y publicista” venezolano, como se define en redes sociales, ganó el III Premio Espasa es Poesía por su libro Alzando el vuelo. Pero hasta ahora su historia es un misterio no resuelto. Se niega a ofrecer entrevistas, apenas interactúa con su legión de seguidores en Twitter e Instagram y nadie, al parecer, nadie lo ha visto. FUENTE: WWW.ELNACIONAL.COM

Cabalier, sin embargo, no es el único instapoeta. Existe toda una movida de más o menos jóvenes millennials que ensayan versos en Instagram y otras plataformas desde algo más de un lustro, y acumulan corazones, visualizaciones y comparticiones por miles. En ellos se han fijado sellos editoriales dirigidos a lectores jóvenes, y no les han faltado libros vendidos, premios, reconocimientos, pero también críticas sobre su “falta de hondura, desapego a la técnica y la tradición” y esas cosas.

¿Por qué eligieron Instagram para expresarse? Porque la visualidad y el ritmo de esa plataforma, usada sobre todo por menores de treinta, da más para eso que, por ejemplo, Twitter y los ánimos coyunturales de sus usuarios. ¿Y por qué la poesía? Porque, breve, fragmentada y musical, se adapta mejor a un post que, pongamos, el ensayo o la narrativa.

Además, está la llamada generación me gusta. Ese grupo de autores y autoras que han hecho una carrera literaria apoyados en los likes que cosechan en sus perfiles sociales, canales de video o blogs, llevando como bandera la autosuperación, la novela (muchas veces romántica) y la poesía. Sobre los que, una vez que son populares, normalmente, hacen eco los medios, como para no quedarse fuera de la conversación.

Es decir, ya instauradas como están las plataformas digitales en la cultura actual, las cosas se han invertido. Escribir, esperar a publicar (que, además de pasar por una imprenta, es corregir y mejorar), lograr simpatía entre algunos lectores y, quién sabe, si los astros (y el mercado editorial y los medios) se alinean, algo de notoriedad o fama, ya es viejo. ¿Para qué, si publicar queda a un clic de velocidad? Lo que resta es conseguir lectores.

Aunque eso es algo que el mercado editorial y los famosos o personalidades públicas de siempre ya resolvieron hace tiempo, si hemos de ser honestos. El mensaje es simple: sin importar lo que escribas o aun si alguien más lo hace por ti (algún ghostwriter), cuando hay fama y, qué mejor, algo o mucho de polémica, tus libros llegarán sin problema a las listas de los más vendidos. Y serán leídos, claro.

Porque, demonios internos aparte, catarsis, escritura terapéutica y todo lo demás, escribimos para que nos lean, ¿no? Para decir algo. O porque, quizá de manera narcisista, creemos que tenemos algo que decir, y que al resto debería importarle.

El dilema de la conversación global

De fondo está participar en aquella conversación despedazada y sin tiempo (o que ocurre en diferentes momentos) que, cuando es orgánica, se expande por el ciberespacio y las plataformas digitales sin necesidad de pagar por publicidad o encargar reacciones a programas repetidores: bots, en este caso, dedicados a generar retuits, shares, me gustas y demás.

En La literatura “like”: la relación entre los nuevos influenciadores literarios, los lectores y las editoriales, la española Pilar Roig repasa cómo los contenidos culturales se han desplazado fuera de la cultura escrita, desde los periódicos, revistas o suplementos donde normalmente se expresan críticos y periodistas culturales, hacia plataformas audiovisuales como YouTube, blogs literarios y plataformas basadas en la sociabilidad, por ejemplo, Instagram. Y, últimamente, también TikTok.

Los aparatos informáticos de lectura y las plataformas sociales, precisa además Roig, han alterado las formas de entender y consumir la literatura, y los espacios de comentario o crítica que otrora eran sobre todo impresos, ahora también son digitales y gestionados por blogueros, booktubers, bookstagramers, entre otras especies de un ecosistema en el que se mezclan lo informativo y el entretenimiento, lo cultural con el ocio, el arte y el mercado.

A través de la capacidad de difusión exponencial de las plataformas digitales, estos influencers literarios articulan comunidades de diversos tamaños, han saltado algunos de ellos a la literatura o, por lo menos, han dejado (dejan) su marca en los gustos culturales de las generaciones jóvenes.

Eso, cuando escritores, periodistas o creadores de contenido del ámbito o el género que fueran (todos los que posteamos en nuestros medios sociales lo somos de una u otra manera) no hacen de influenciadores de su propia obra o marca personal. Y así llegamos al social y supuestamente impúdico, pero bien que les (nos) gusta, autobombo. O la promoción de uno mismo.

“Si en el principio de los tiempos el autobombo parecía una condena de los trabajadores autónomos, ahora sabemos que sin autopromoción nada parece alcanzar su valor óptimo (…). El autobombo es el cierre del ciclo productivo”, escribió la editora digital Karelia Vázquez en un artículo publicado por El País. Y ha llegado incluso hasta el “venerable universo académico”, dispara. Sí, en ese barrio la “calidad” se mide generalmente no solo por el número de artículos científicos publicados y el tipo de revistas, sino por las veces que te citan tus similares, y entonces no queda más que divulgar tus investigaciones y, a veces, la autocita (que tampoco hay que demonizar. En ocasiones, toca).

Lo que está claro es que escritor, periodista, investigadora (o ponga aquí el oficio que sea) no es lo mismo que tuitero (o ponga aquí el usuario de la plataforma que sea), aunque exhibamos con habilidad muestras breves de nuestro trabajo y logremos reacciones. Sencillamente porque no es igual la representación personal (el yo digital) o de una obra, que la compleja y maravillosa realidad. Y las cosas se complican cuando hablamos en términos de calidad o ética.

Que el reconocimiento público favorezca a la obra, como dice el periodista Luciano Sáliche, mediante apoyos, ventas, premios, becas, trabajo y más, y lo sepamos, es otra cosa. ¿Vale más, en ese sentido, el prestigio o la obra?, se pregunta Sáliche. Si el asunto está en participar o, mejor, protagonizar la conversación global, ¿es posible sobresalir en un mundo en el que parecen más importantes el número de seguidores y sus reacciones que el trabajo duro y silencioso, un mundo en el que parecería imponerse eso que alguien más creativo ha llamado la tiranía del like?

De la viralidad al meme global

El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta, es considerado un clásico en el área de la etología.
El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta, es considerado un clásico en el área de la etología, escrito en el año 1976 por el etólogo, zoólogo, biólogo evolutivo y divulgador científico británico Richard Dawkins, autor que popularizó la visión evolutiva enfocada en los genes e introdujo los términos meme y memética. FUENTE: WWW.MEDIUM.COM

A la investigadora Paola Muñoz no le gusta que diga viralidad para hablar de popularidad, porque dice que la viralidad tiene una connotación negativa y que ese término como tantos otros que usamos alegremente en la comunicación los copiamos de las ciencias naturales, en este caso de la biología, para hablar de un comportamiento infeccioso por medio del cual un agente se propaga de organismo en organismo y, solo así, logra perpetuarse. O algo parecido. Y que no todo lo que se vuelve popular por iniciativa, o al menos con la ayuda, de los usuarios en las plataformas digitales es necesariamente malo.

Como ha leído El gen egoísta de Richard Dawkins, que trata sobre evolución natural y unidades fundamentales que se heredan (o genes) y sus análogos en cuanto a transmisión cultural para los que Dawkins acuñó el término meme, la investigadora aclara que de ahí salió ese otro concepto cultural con el que nos referimos a las bromas que deambulan en las plataformas digitales y son transmisoras, también, de algún mensaje. Ahora sí, nuestros memes.

Además, dice Muñoz que lo correcto sería hablar de procesos de crecimiento exponencial, tal como señala Dawkins, antes que de contenidos virales o de viralidad a secas, porque, ¿cuánto exactamente se necesita para considerar viral un contenido?

En cambio, el crecimiento exponencial es más fácil de distinguir del crecimiento lineal pues, si ambos fuesen uno de esos gráficos que hacen los estadísticos, el primero sería una curva ascendente y el otro una menos atractiva recta. Dicho eso, y con base en sus estudios sobre videos populares del cambio climático en YouTube, agrega que el número de visualizaciones motiva la popularidad.

Es decir, como en el restaurante al que vamos o el bar donde hay una larga fila, elegimos intuitivamente el “lugar” que está lleno en vez del vacío (o en el que hay pocos) también en nuestras actividades online. Esto debido a que, a un nivel inconsciente, queremos lo que otras personas tienen y sentimos cierta comodidad siguiendo las elecciones de otros, en lugar de decidir, cosa por cosa, nosotros mismos.

Así lo expone el fundador de una empresa australiana de comercio electrónico, Ruslan Kogan, en la revista Fast Company, y “eso explica en parte por qué vemos a muchas personas usando audífonos blancos”, los sitios donde vacacionamos, los consumos culturales, incluso lo que anhelamos. A esa forma de validación social, harto explotada en el marketing, se le conoce como social proof.

En Internet, sin embargo, gracias a… quien deba agradecerse, no hay un solo ánimo, un gusto, una sola masa. Conviven contenidos masivos junto a otros de nicho, cuyas audiencias, se dice, son las más fieles. Y tienen con que informarse/educarse/entretenerse aficionados a la numismática y la filatelia lo mismo que los fans de la Rosalía, la cultura otaku o Leo Messi. El fin de la dictadura de los medios, presagiaban algunos comunicólogos y sociólogos.

Basta ver, no obstante, las unidades de transmisión cultural más populares que saltan desde el ciberespacio, para saber por dónde va la democracia digital. Los contenidos que, sin ser producto de una plantilla o imagen predeterminada, o sin ser necesariamente graciosos, son elevados a la categoría de memes. De los que se habla en todo el mundo o, según el caso, en lugares más chicos. Pongamos, la bofetada de Will Smith a Chris Rock en los Premios Óscar o el carro atrapado por la marea en una playa de Bahía de Caráquez, en Manabí, Ecuador.

Pero fabricar uno de esos memes no es fácil y a la gente que trabaja en la creación o distribución de contenidos no le queda más que esforzarse. En esa labor hay organizaciones que han apostado por la cantidad, con la esperanza de conseguir su chirlazo de Will Smith o, por poner el caso de Netflix, éxitos mundiales como El juego del camaleón o Don’t look up, sin descartar la posibilidad de éxitos locales. Con las salvedades y precariedades del caso, va también por ahí la apuesta de otras industrias.

meme de bofetón Will Smith a Chris Rock.
Dejando los debates éticos a un lado (¿está bien pegar a Chris Rock?), el bofetón se ha convertido en un meme súbito, fuente de toda clase de chistes y montajes, ahora y en los próximos años. Fue tan perfecto que parecía la recreación de otro meme clásico: el de Batman sacudiendo a Robin, como se apuntaba en muchos tuits. FUENTE: WWW.ELPAÍS.COM

Al periodismo, la literatura, la música, los videojuegos… incluso a la academia no le vendría mal su propio meme nacional o mundial, y eso no siempre es negativo. Lo que sí preocupa es saber de normas de creación quizá más determinadas que nunca en función de la popularidad que, ahora último, surge sobre todo desde el universo digital.

Ya se habla, además, de la tiktokifación de otras plataformas populares. De que Facebook, Instagram, Twitter y compañía estarían dejando de ser sociales, de basarse en la conectividad entre personas para mediante cambios en sus algoritmos dar prioridad a contenidos tipo TikTok, independientemente de nuestros contactos o perfiles a los que sigamos.

¿Ya se han visto embelesados últimamente en Twitter, por ejemplo, con videos de gatitos o de la afición que hayan detectado en ustedes los algoritmos? Si los contenidos divertidos y a veces empalagosos son la mejor respuesta de las plataformas para capturar nuestra atención, se entiende mejor por qué la popularidad de algunos memes. Y esta vez no me refiero a los que hacen reír intencionalmente.

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