
La casa de mi infancia era blanca con tejas rojas, tenía un hermoso jardín y una puerta de hierro forjado. También una chimenea de piedra, de la misma piedra que el muro que la rodeaba. Era una casa linda, con personalidad. Tan bonita que nos dijeron un día que era patrimonio y que había que cuidarla y protegerla, y que no se podía botar ni construir nada nunca jamás allí. Hoy paso por esa esquina y no me queda sino renegar de que, a cuenta de haber sido inventariada como patrimonio, sea hoy un espacio monstruoso que conserva la altura y el tejado pero que es un collage de espanto: el jardín se volvió vereda con derecho a parqueadero de cuatro carros, la fachada se revistió con fachaleta simulacro de ladrillo, añadieron a un costado de la casa otro espacio diseñado con unas ventanas semicirculares. Además, la fachada está arruinada por los carteles con los platos que sirve el restaurante que funciona allí desde hace más de veinte años. Quienes compraron la casa no la derrocaron, pero fueron construyendo parches sobre ella y así ocultando su belleza: no han construido nada allí, pero no se puede decir hoy que esa casa de la 12 de Octubre y Foch sea patrimonio arquitectónico ni nada que se le parezca.
Hace no mucho, a mi barrio, La Floresta, le dieron el pomposo nombre de Patrimonio y la resolución incluye varias edificaciones. Ojalá algunas lindas casas del barrio no corran con la misma suerte que la casa de mi infancia, convertida hoy en un champús.
Para que verdaderamente las casas conserven la categoría de patrimonio se necesita algo más que el nombre y la declaratoria: se necesita de voluntad, de planificación y también el dinero para mantenerlas. No hay incentivos para cuidar ese patrimonio y, menos, en crisis. Muchos vecinos han debido vender sus casas para solventar sus necesidades o para mudarse a otros vecindarios con otras comodidades. Sin incentivo alguno para conservar ese patrimonio, no ha faltado quien, contrariando las normas, ha esperado la medianoche para meter maquinaria de manera arbitraria, pagar alguna multa (o coima) —a lo hecho, pecho— y vender para levantar algún edificio, negociar con alguna constructora y así ganarle plata a la inversión (que para eso se supone que se compran los inmuebles).
A muchas de ellas no les queda sino volverse elegantes restaurantes… o restaurantes populares con fachadas intervenidas, convertidas en casas renteras con diversidad de locales y con letreros contaminantes. Poco a poco, con esas premisas, el barrio dejará de ser residencial y ojalá la zona de la tristemente célebre Mariscal no sea el espejo en el que se mire La Floresta. El patrimonio no puede ser un castigo para los dueños de casa ni una condecoración inútil: cuidarlo plantea algunos desafíos.