Cuando no se llamaba bullying

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Por María Fernanda Ampuero

Lo recuerdo con nitidez. El tipo se llamaba Rafael y no escribiré su apellido, aunque lo conozco perfectamente. Todavía lo recuerdo con rabia. Sé que esto no tendría que pasar, que tengo 40 años, que ya han pasado veintimuchos, que debía haber madurado y olvidado y bla, bla, bla. No soy de esas personas: yo guardo en una caja el mal y el bien que me han hecho porque ambas cosas me han convertido en quien soy ahora. Rafael, ese adolescente grandulón, vago y torpe, se creía mejor que yo o, al menos, me martirizaba para que todo el curso creyera eso: que yo era idiota y él era tan bacán que se podía burlar de mí desde la primera hora hasta la salida, recreos incluidos.

Ahora que lo pienso, este pobre desgraciado tendría una inseguridad tan inmensa que no encontró una válvula de escape mejor para que no se burlaran de él que atormentar a otra adolescente insegura: además, una chica; además, una chica que leía libros; además, una chica que leía libros y no encajaba en ningún lado. Esa era yo.

Todavía me resuena en los oídos y me produce las mismas ganas de llorar la forma en la que este tipejo pronunciaba mi apellido. Como lo haría una persona con una grave deficiencia mental: lenta, subnormalmente. Lo que intentaba con eso era que todo el colegio se enterara —y se burlara— de mi estupidez. Lo conseguía. Siempre había un corrillo de chicos y chicas repitiendo mi apellido de esa manera, y moviendo las manos abiertas despacio alrededor de la cara como para expresar, no sé, imbecilidad.

¿Soy tonta?, me preguntaba, ¿tienen razón Rafael y la jauría que lo sigue? Lo repiten mucho y nadie me defiende, me decía, quizás tengan razón. Por más que trataba de entenderlo, siempre volvía a la pregunta que generó todo: la de las zapatillas de oro de los incas. En el libro decía que los incas fabricaban una serie de artículos de oro y, entre ellos, zapatillas. Me fascinó la idea. ¿Cómo eran? ¿Las suelas también? ¿Cómo hacían para que no fueran pesadas? ¡Qué glamur! Así que levanté mi maldita mano regordeta y pregunté. La profesora, origen de todo mal, me dijo que no hiciera esas preguntas, que claro que los incas no usaban zapatillas de oro. Toda la clase se echó a reír. Y así nació mi leyenda maldita: María Fernanda Ampuero hace preguntas estúpidas, ergo, es estúpida. Nunca más pude sacudírmelo. Se me pone la piel de gallina mientras escribo. En el recreo tenía que esconderme en el patio de primaria y ahí, entre los gritos de los niñitos, leer mi libro.

Esto que cuento no ocurría en la oscuridad ni en un descampado a la salida de clases. No. Pasaba en la cara de compañeros, profesores, inspectores, gente de otros cursos: delante de todo el mundo. De hecho, un día a Rafael y a uno de sus secuaces, Eduardo, se les ocurrió que era una genial idea dejarme una cucaracha envuelta en un papel en mi escritorio. Cuando lo abrí, sentí la muerte. Las cucarachas, vivas o muertas, me destruyen por dentro. Estábamos en clase, así que con todo el terror de mi alma, me levanté y fui a mostrar a la profesora lo que me habían hecho. Ellos pusieron cara de inocentes. Ella me culpó a mí y me castigó. Volvieron a reírse, a decir mi apellido con voz de subnormales. Todos me ganaban en mi adolescencia.

El otro día alguien me dijo que, en todas mis historias del pasado, yo me mostraba como la víctima. Puede que tenga razón. Me encantaría contar esto de otra manera. Decir que yo al tal Rafael le di una patada en los huevos que lo dejé noqueado y nunca más volvió a molestarme, y que a Eduardo le puse un ratón en la mochila y que se desmayó de miedo, y que nunca más tuve dudas de si yo era inteligente o no. Bueno, nada de eso pasó. Lo que sí pasó fue que crecí y que ahora sé —un poquito— dar patadas en los huevos y poner ratones en las mochilas, y lo que valgo, sobre todo lo que valgo. Pero que me siguen preocupando las mariafernanditas y mariofernanditos a los que, por la razón que sea, o por ninguna, los persiguen, los acosan, los perturban, los dañan con las supuestamente inocentes burlas juveniles.

Yo tengo una herida abierta, que sangra, de esos tiempos, cuando toda esa maldad todavía no se llamaba bullying.

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