Cuando las madres escriben

Hasta el siglo XIX las representaciones de la maternidad en la literatura estaban escritas principalmente por hombres, casi no había mujeres que abordaran ese tema en sus textos literarios o filosóficos. Poco a poco esta realidad ha ido cambiando y las madres han recuperado su voz a través de la escritura.

Ilustración: Shutterstock.

Hace poco, leía en el blog Las Interferencias un análisis sobre la maternidad en la novela Ana Karenina, en el que se destacaba la evidente supresión de los nueve meses de embarazo de la protagonista. En un momento de la historia el narrador muestra a una Ana embarazada de su amante Vronsky, y lo siguiente que sabemos de ella es que ha tenido a su hija y se encuentra mal tras el alumbramiento. La elipsis de un tiempo tan prolongado de la narración hace pensar que en ese período no ocurrió nada que valiera la pena contar, como en un tiempo suspendido. No resulta extraño que en una novela del siglo XIX se evitaran descripciones explícitas sobre el cuerpo de la mujer y sus transformaciones. La moral decimonónica y burguesa consideraba de mal gusto mencionar la menstruación, el placer femenino, la gestación o el alumbramiento, por lo tanto, no es extraño leer historias en las que los cambios en el cuerpo materno quedan recortados, silenciados, censurados. Por otra parte, las imágenes de lo materno que se reproducían en la literatura eran creaciones de hombres, que podían describir lo que veían, lo que les contaban, lo que imaginaban, pero no experimentar en cuerpo propio.

Andrew Parker, en su libro The Theorist’s Mother (2012), destaca que, en el imaginario occidental, parece haber una división irreconciliable entre la tarea de la madre y la actividad intelectual pues ellas, al “igual que los pobres, están demasiado ocupadas para la teoría” (pág. 7). Maternidad y pensamiento trascendente se han visto como opuestos irreconciliables, precisamente porque el cuidado de los hijos ha recaído tradicionalmente sobre la madre, que muchas veces se ha visto desbordada por esta labor. Incluso en la posmodernidad, las mujeres han destacado la dificultad de compaginar una carrera profesional, su escritura o un trabajo en la academia con la maternidad. De esta manera, se asumía que las madres no escribían, no tenían tiempo para contar sus propias historias.

Sin embargo, a pesar de las dificultades, durante el siglo XX, la incorporación de las mujeres al mercado laboral, la autonomía económica, la anticoncepción, el acceso a la educación y al tiempo libre han permitido que las madres escriban su propia experiencia. A mediados de siglo, algunas mujeres empezaron a hablar de temas como la concepción, el parto, el aborto y la crianza, cuestionando imaginarios culturalmente aceptados hasta entonces como el del natural instinto materno o el del amor maternal.

Simone de Beauvoir, en El segundo sexo, publicado en 1949, recuperó algunos fragmentos tomados de literatura escrita por mujeres en el siglo XX, sobre la maternidad. Por ejemplo, menciona pasajes de las memorias de la escritora francesa Colette, en L’etoile Vesper, para ilustrar los sentimientos de plenitud que puede llegar a sentir una mujer embarazada. Colette describía la satisfacción que encuentra la mujer embarazada al sentir su propio cuerpo, decía que era un estado tan extraño que uno de sus amigos lo había llamado “embarazo de hombre” (1999, pág. 487). En contraposición a la alegría del embarazo, se cita la autobiografía de Isadora Duncan, en la que la bailarina habla sobre el temor y el rechazo que se puede sentir por el hijo al ver cómo el propio cuerpo se deforma (pág. 488). Los testimonios literarios le permiten a Beauvoir crear un caleidoscopio de experiencias que ya no corresponden a una idea única de maternidad, sino a percepciones y realidades diversas. A propósito de la obra de la novelista francesa Violette Leduc, se incursiona en el tema de la violencia que pueden ejercer las madres sobre sus hijos. Leduc había publicado varias obras autobiográficas (La bastarda, Asfixia, El taxi) en las que narraba la difícil relación que había tenido con su madre, a más de hacer pública su experiencia de un aborto clandestino al que se había sometido, “yo no quería el niño”, afirma sin remordimiento. Se cuestiona, de esta manera, el ideal del amor materno como algo natural en la mujer. A pesar de explorar las diferentes experiencias de maternidad, Beauvoir termina admitiendo que la formación de un hogar es una tarea que hace casi imposible que una mujer se dedique a la escritura seriamente, no solo por la abrumadora responsabilidad del cuidado de los hijos, sino porque considera que una mujer que no se entrega completamente al oficio de la escritura caerá en el error de querer hablar de sí misma en sus obras (pág. 701), lo que para ella es empobrecer la literatura.

“Las madres no escriben, están para ser escritas” es una afirmación que cada vez se está desmitificando a través de la escritura de las mujeres.

Y precisamente muchas de las obras que dan cuenta de la experiencia materna están escritas en clave confesional, en autobiografías, cartas, testimonios, entre otros. En Argentina la escritora Victoria Ocampo, en su Autobiografía, explora su deseo materno y dice que para ella no fue algo natural, sino que estuvo condicionado al amor por su segundo esposo, pues con el primero jamás quiso convertirse en madre. Es posible que la expresión del yo mejor aceptada en la literatura sea la de la lírica, y desde ese ámbito algunas poetas han dado cuenta de su relación con lo materno: Delmira Agustini presenta una maternidad monstruosa signada por el desgarramiento y la violencia, posiblemente relacionada con prácticas de anticoncepción que había conocido a través de su madre; mientras que Gabriela Mistral habla de una maternidad ideal, completamente alineada con los roles tradicionales. Cabe señalar que esta última no tuvo hijos; sin embargo, en sus versos abundan imágenes de la madre en relación con la tierra y con su labor como educadora, lo que deslinda el instinto maternal de la concepción biológica.

En 1976 la escritora feminista Jane Lazarre publica sus memorias en The Mother Knot, en las que explora la ambivalencia de sentimientos que produce la maternidad, desmitificando la imagen de la “buena madre” al revelar el agotamiento físico y la desestructuración del yo a la que se expone una mujer con esta experiencia. En el mismo año Adrienne Rich publica Nacemos de mujer: la maternidad como experiencia y como institución, en el que combina el testimonio personal con la reflexión académica. En su escritura utiliza entradas de su diario personal para ilustrar cómo se sentía durante la crianza de sus hijos, y esta manera lleva el tema de la maternidad de la experiencia privada a la esfera pública para generar un debate intelectual y político. Rich también indaga cómo el embarazo y la crianza pueden afectar la habilidad de pensar, hablar y escribir en la mujer.

Sin abandonar el ámbito de las memorias personales, en 1978 Christina Crawford publica Mommie Dearest, en la que revela el maltrato que sufrió por parte de su madre adoptiva, la actriz Joan Crawford, historia que fue llevada al cine en 1981 y que entregó al mundo una imagen de la violencia materna, tema que se aborda en otra obra del mismo año, No, mamá, no de Verity Bargate, pero desde la ficción. Las relaciones madre-hija son uno de los vínculos recurrentes que aparecen en la literatura sobre maternidad. En 1987 la escritora neoyorquina Vivian Gornick publicó su novela Apegos feroces, en la que cuenta sus memorias sobre su madre. Y no podemos olvidarnos de la novela Paula de Isabel Allende, en la que narra la enfermedad de su hija y el proceso de duelo tras su muerte, en un desgarrador testimonio sobre la pérdida de un hijo y sobre el poder salvador de la escritura. La relación entre la madre y la muerte aparece también en la antología Madres e hijas, de la escritora española Laura Freixas, quien recuerda que durante su embarazo, en 1993, buscaba novelas que pudieran servirle como referentes sobre la maternidad y que no logró encontrar más que los consabidos libros de consejos para padres y las revistas para embarazadas (2012), por lo que se empeñó en rastrear este tema en textos literarios de mujeres y compilarlos en esa antología, en la que aparecen escritos de Colette, Beauvoir, Allende, Amy Tan, entre otras. En 1995 se publicó la autobiografía de la escritora Doris Lessing, en la que menciona el abandono de sus dos primeros hijos y, sin culpa explica que, si se hubiera dedicado a la maternidad, habría vivido frustrada.

Quizás gracias a la escritura en blogs y medios digitales, el estigma sobre la escritura del yo como subliteratura se ha puesto en discusión y, en el siglo XXI, ha habido un verdadero boom de obras que abordan el tema de la maternidad desde una perspectiva personal. En 2009 la peruana Gabriela Wiener escribe Nueve lunas una crónica sobre los cambios corporales y psicológicos que atraviesa durante su embarazo, obra testimonial en la que se habla sin prejuicios sobre sexo, temores, obsesiones, alegrías y malestares del período de gestación, poniendo en evidencia que la maternidad no es precisamente un viaje de placer, sino una experiencia profundamente humana, con exigencias físicas y emocionales distintas para cada mujer. Posteriormente, Piedad Bonett, en su novela Lo que no tiene nombre, reconstruye la historia del suicidio de su hijo, para dar sentido, a través de la escritura, a la que se podría pensar que sería la peor experiencia para una madre. Y digo que se podría pensar, sin que sea una afirmación contundente, porque según la psicóloga Orna Donath, y su controversial libro Madres arrepentidas, publicado en 2016, algunas mujeres no lamentarían la muerte de sus hijos en tanto reniegan de su maternidad, como afirman en varios de los testimonios recopilados por la autora. En 2017 la madrileña Silvia Nanclares se preguntaba Quién quiere ser madre, en una novela autobiográfica sobre la postergación del embarazo y el inexorable andar del reloj biológico. En nuestro país, en 2018, aparecen simultáneamente dos obras que abordan el tema de la maternidad: La madre que puedo ser, de Paulina Simon, una crónica que relata, desde lo personal, la sobreinformación a la que están expuestas las madres del nuevo milenio y la culpa que se puede generar por no cumplir con ciertas expectativas sociales, y la novela Siberia, de Daniela Alcívar, un delicado testimonio sobre el duelo de un embarazo que culmina con la muerte del recién nacido.

Estos son solamente algunos ejemplos de una constelación de títulos en los que las madres han hecho escuchar su voz y han restablecido su derecho a representarse a sí mismas a través de la palabra, echando por tierra la afirmación que alguna vez hizo la psicoanalista Helen Deutsch: “Las madres no escriben, están para ser escritas”, demostrando también que la práctica de la escritura puede ser compatible con la maternidad, porque, como dice Gloria Anzaldúa en Hablar en lenguas. Una carta a escritoras tercermundistas: “El peligro de escribir es no fundir nuestra experiencia personal y nuestra perspectiva del mundo con la realidad social en que vivimos. Lo que nos valoriza a nosotras como seres humanos nos valoriza como escritoras. No hay tema que sea demasiado trivial” (1980).

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