Cuándo cazarte y cuándo casarme*.

Por Paulina Rodríguez.

 “Los editores deben ser anónimos”.

Maxwell Evarts Perkins

Corregir, hasta hace poco, era una ac­ción represiva, una cualidad mal recibida, un comedimiento innecesario, un tic de seño­ra sociópata. Pero desde ese “hace poco” esta fijación con los defectos de los otros al escribir se ha convertido en todo lo contra­rio. Ahora es una profesión hipster. Algunos le decimos corrección de estilo; enseguida, otra persona dedicada al mismo oficio pue­de decir: “perdón, yo prefiero corrección de textos”; otra, más ampulosa, hasta podría decir “lo mío va más allá, soy editora de…”. Y así… no terminaríamos nunca.

Correctores de pruebas también los llama­ban —a mediados del siglo anterior—, y eran tan exclusivos y raros que los vecinos creían que eran agentes secretos. Solían ser circuns­pectos y de lentes. Y los empleaban únicamen­te editoriales, periódicos y revistas grandes.

Ahora no hay que mantenerlo en secreto. Porque el secreto para conseguir trabajo es ser conocido. Que te busquen, que te necesiten, que dependan de ti. Que confíen en ti casi como en su propia mano.

Antes, no. Los escritores desconfiaban de los correctores. Entraban en litigio con ellos por una coma, por una tilde, por una oración. Se batían a duelo con la mayor arma del co­rrector: el Diccionario de la lengua española. Era una profesión bastante peligrosa y muy mal pagada. Incluso con la ingratitud.

Ahora la mayoría nos necesita. Ahora nos pagan lo que nos merecemos y a veces hasta nos ponen en las dedicatorias de sus libros y sus tesis. Sin hacer bomba, desde luego, no vaya alguien a suponer que también hemos ‘dado investigando y analizando’.

Como la escritura, la corrección es un ofi­cio silencioso, solitario, claro, sin el mérito de estar creando la obra que revisamos con tanta meticulosidad; aunque, a ratos, parezca que la mejoramos un poquito. Para esto se necesita un ojo de águila, modestia, criterio, infinita se­guridad y nada de rencor ni de envidia; es un oficio casi fantasmagórico: si no sale impresa una falta, no existimos; si sale el error o más bien dicho ‘¡el horror!’, ahí sí existimos hasta en los titulares de los insultos. Un texto habla de la reputación del autor y de su genio; un error, de la falta de corrector o de que este no tenga ‘una buena madre’.

Otro oficio anónimo, paciente, devoto y cuidadoso, muy relacionado con la correc­ción es el de la edición. En la película bri­tánico-estadounidense Genius (El editor de libros), se da a conocer la vida de Maxwell Perkins, este editor neoyorquino con el ol­fato exacto para saborear los originales de autores como Fitzgerald, Hemingway o Wolfe que habían sido rechazados en otras editoriales y trabajar con sus obras por años hasta estructurarlos en el punto exacto para ser publicadas. El editor consumado se com­penetra con la obra y con el autor de tal ma­nera que sabe exactamente dónde está una exageración innecesaria, dónde la tentación de aumentar texto, dónde se pierde la tra­ma, qué partes cortar, dónde aumentar, qué es una digresión, una divagación, un cliché, pura retórica… en fin se trata de esculpir, junto con el autor, el texto original para que el libro llegue al lector “sin adornos, como un relámpago”. Ahí está el “genio” del edi­tor. En la película están estos dos “genios”: Thomas Wolfe, el genio creador de novelas de más de cinco mil páginas, y Maxwell Per­kins, el “genio” editor que escavó y escavó hasta descubrir lo esencial.

Cuando Thomas Wolfe le dice que quie­re dedicarle su segundo libro, Perkins res­ponde que preferiría que no lo hiciera: “Los editores deben ser anónimos. Más que eso, siempre existe el temor de que haya defor­mado su libro. ¿Quién sabe si debía que­darse tal y como lo trajo? Guerra y paz, no solamente Guerra. Eso es lo que nos quita el sueño a los editores. ¿De verdad mejoramos los libros? ¿O simplemente los hacemos di­ferentes?”.

Cuando lees un buen texto dices: “yo hu­biera querido escribirlo así”. Cuando lees uno malo: “yo lo escribiría mejor”. El editor prime­ro y luego el corrector deben lograr que el libro sea la justa medida entre lo que el autor quiso decir y pudo decirlo con nuestro apoyo. Que esa línea fronteriza entre autor y lector quede claramente distinguida, y que este último no deba hacer nuestro trabajo en el momento irremediable.

Autor-editor-corrector-lector es también una relación que se logra con amor: amor por las palabras, por el idioma, por la litera­tura, por sus autores y, sobre todo, por sus lectores, para que entren en el sueño, que es cualquier lectura, sin que nada les sobre­salte y los saque de él.

 

* El título de este artículo rememora el diálogo en un dibujo donde una mujer vestida de novia le dice a un hombre vestido de cazador: “Yo pensé que nos íbamos a casar”, en la portada de un libro de Simón Espinosa (¡un maestro maravilloso!), publicado en 1992.

 

 

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