Cuando Bellas Artes se escribía con mayúsculas.

Por Milagros Aguirre.

Fotografías Christoph Hirtz.

Edición 421 / Junio 2017.

Tres mujeres con vestidos largos hasta los tobillos, de pomposos pliegues, sentadas en primera fila; cinco hombres de pie, trajeados con chaleco y peinados con brillantina; todos con sus paletas y pinceles posando delante de las esculturas de yeso importadas de Europa, conforman la estampa de la Academia de Bellas Artes que es motivo de una exposición en el Museo de Arte Colonial de la CCE. Una exposición que invita a poner en valor capítulos intensos de la historia del arte ecuatoriano que han permanecido en el baúl de los recuerdos.

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Revista de la Escuela de Bellas Artes, 1905.

El recorrido inicia con una Litografía de la Academia de Bellas Artes, Quito-1905. La imagen es una musa con pluma en mano, con tres grandes flores rojas adornando su cabeza, rodeada de un marco que bien podría ser un escenario teatral. Los curadores de la exposición no han querido hacer un recorrido cronológico sino mostrar el ambiente en el que las artes se desarrollaban luego de salir de los talleres de artesanos, y como estas fueron parte de las políticas públicas desde el siglo XIX.

Estas políticas, como cuenta en el catálogo Ximena Carcelén, responsable de la muestra y del museo, nacen de la Europa ilustrada y aspiran a desarrollar expresiones artísticas que ubiquen al Ecuador en el mundo moderno. Presidentes como Robles, García Moreno, Leonidas Plaza, Eloy Alfaro y Baquerizo Moreno apoyaron iniciativas culturales y expidieron reglamentos y leyes mediante las cuales se incluyó la enseñanza de las artes en la malla curricular Trinidad Pérez, con la emoción de los últimos hallazgos, dice que como parte de esas políticas se dieron becas para que jóvenes artistas fueran al extranjero, se trajeron maestros que tuvieron enorme influencia en el arte ecuatoriano, se difundió una revista que contaba lo que pasaba en la época y se crearon salones de arte. Es decir, el arte y la cultura tuvieron un papel protagónico y fueron más inclusivas de lo que se piensa: un gran número de mujeres participaron en los talleres y tuvieron roles destacados, y las academias estuvieron abiertas a estudiantes de toda condición social, según muestran los registros. Solo en la Academia de Bellas Artes de Quito hubo ocho secciones: arquitectura, dibujo natural, dibujo objetivo, acuarela, pintura humana, pintura naturaleza muerta, grabado (litografía, fototipia) y escultura.

La Academia tiene sus antecedentes cuando empieza la formación de la República y Gobiernos como el de Vicente Rocafuerte ubica a las artes como parte de la enseñanza pública. Luego viene García Moreno para quien la educación pública y el desarrollo de las artes y las ciencias son indispensables en su ideario político, y Europa, su referente.

También a mediados del siglo XIX se creó la Sociedad Democrática Miguel de Santiago y llegó por tierras ecuatoriales el famoso paisajista estadounidense Frederick Edwin Church para, con su paleta, retratar al Cotopaxi con el espectacular cielo naran­ja de una tarde de verano. El maestro natu­ralista, que pintó paisajes, árboles y plantas en su aventura sudamericana, dejó huella entre los artistas locales

Escuela Nacional de Bellas Artes, 1904.

Escuela Nacional de Bellas Artes, 1904.

 HOMENAJES Y CURIOSIDADES

En 1904 se creó la Academia de Bellas Artes en la que se estableció la educación artística de manera permanente y que tuvo vigencia hasta la creación de la Facultad de Artes de la Universidad Central del Ecua­dor. La historiadora Mireya Salgado ha planteado que esa escuela fue protagonista de un momento inaugural de la moderni­dad. Primero fue parte del Conservatorio Nacional de Música. Pronto se independizó y ocupó el quiosco del parque La Alameda, y en 1906 funcionó en una casa en las calles Montúfar y Espejo.

Una sala de la exposición rinde home­naje a los primeros directores: Víctor Puig, Luis Cadena, Juan Manosalvas, Pedro Tra­versari y José Gabriel Navarro, con sendos retratos.

Cuenta Trinidad Pérez que los becarios iban a Roma, a empaparse de las corrien­tes de la época y que, en sus contratos de beca, acordaban regresar al país a enseñar lo aprendido en correspondencia. Se generaba entonces un intercambio de conocimientos de técnicas y de saberes. Por supuesto, algu­nos de los becarios probablemente no regre­sarían al país.

Este proceso del paso del taller del ar­tesano a la escuela de bellas artes no sería abrupto, sino más bien un camino acorde a los nuevos tiempos: era signo de progreso y el mundo moderno exigía gente ilustrada. Bajo esos influjos las academias, dice Trini­dad Pérez, promoverían artistas y modelos a seguir.

Grupo de alumnos, 1908.
Grupo de alumnos, 1908.

En una de las salas del Museo de Arte Colonial, los curadores y museógrafos han querido mostrar el ambiente de la Academia de Bellas Artes. Una serie de yesos, de aque­llos que se importaban de Europa, con es­culturas clásicas, serían modelos y referentes para obras como el Busto de mujer de Anto­nio Salgado, una talla en mármol, o el Fauno, una talla en piedra de Víctor Mideros.

La exposición pone en sus paredes obras de profesores de la Academia: Juan Manosalvas, Rafael Salas, Luigi Casadío, Paul Bar, Harold Putnam Browne; y de alumnos como Juan Agustín Guerrero, Ni­colás Delgado, Eugenia Mera de Navarro (quien ganó un premio en uno de los salo­nes de pintura), Antonio Salguero, América Salazar, César Villacrés, Juan León Mera Iturralde, Camilo Egas y Jaime Andrade Moscoso, quien entró muy joven a la Aca­demia y fue luego figura fundamental en la creación de Facultad de Arquitectura y de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Central del Ecuador. De Andrade Moscoso se exhibe una escultura de mujer en ma­dera, junto a otras de uno de sus maestros, Luigi Casadío.

Desnudo de mujer, Nicolás Delgado, siglo XX.
Desnudo de mujer, Nicolás Delgado, siglo XX.

En la muestra también se pueden ver cosas curiosas que invitan al espectador: los cuadernos de registro con las matrí­culas de los estudiantes, a mano y en letra bien cuidada, que seguramente fueron es­critos por la secretaria de la Escuela, doña María Moscoso; las notas de aprobación o reprobación de los estudiantes; los decretos, leyes y reglamentos que dicen de una polí­tica cultural y de una preocupación estatal por las artes; los bocetos y trabajos de clase de los estudiantes; las copias de esculturas que, a manera de herramientas de aprendi­zaje, tenían que hacer los alumnos y cómo avanzaban en la construcción de lenguajes y propuestas propias.

Paisaje urbano, José Espín, siglo XX.
Paisaje urbano, José Espín, siglo XX.

RESCATADOS DEL OLVIDO

La exposición es también un pretexto para pasar revista a sucesos y persona­jes de las artes ecuatorianas entre 1849 y 1930, reconocidos y olvidados. Confiesa el otro curador, Iván Cruz, quien tras la muerte de un tío suyo, en esos momentos en los que la familia tiene que abrir ar­marios y cajones, encontró algunas acua­relas amontonadas con la firma de Espín.

Probablemente llegaron ahí a manera de intercambio, pues su tío estaba más inte­resado en cosas de la vida bohemia que en las obras de arte.

Jorge Espín, recuerda Cruz, era uno de esos personajes quiteños que son parte del paisaje, que están, que uno los encuentra por ahí, caminando por las angostas calles del centro. Parece que fue compañero de Guayasamín en la Escuela de Bellas Artes y sus acuarelas han pasado inadvertidas. Pau­lina Arcos encontró dos obras, una témpera y un carbón, bellas y luminosas, con la mis­ma firma.

Camino del norte, José Yépez, siglo XX.
Camino del norte, José Yépez, siglo XX.

Esos hallazgos motivaron a seguir la pista a otros artistas que se formaron en las academias de Arte en Quito y que el tiempo y las aguas los dejaron en el olvido.

Entre las figuras que reaparecen está Alberto Vallejo, cuyos paisajes, colores y luz resaltan en una de las salas del Museo de Arte Colonial. Parece que trabajaba para la familia Lasso haciendo retratos familiares y pintando paisajes. También se encuentra José Yépez, quien sorprende con su Camino del Norte. Siguen obras que se conocen me­nos por la firma del autor y más por el pai­saje retratado que se encuentra en las salas de las casas de las familias quiteñas: Cusín, San Patricio… Se cree que Yépez se fue a Bogotá en los años treinta y desapareció, no se supo nada más de él.

Corazón de los Andes, Rafael Salas, siglo XIX.
Corazón de los Andes, Rafael Salas, siglo XIX.

También hay obras que hablan de la po­lítica, como aquella de Por la plata baila el perro, de Juan Agustín Guerrero y, por su­puesto, hay obra desconocida de uno de los artistas más prolíficos e incomprendidos de su tiempo: Joaquín Pinto, de quien en la ex­posición se puede ver una serie de dibujos a lápiz sobre papel.

Iván Cruz afirma que hay mucho por investigarse y que esta exposición solo em­pieza a jalar el hilo de la madeja. Y se pre­gunta por la obra de tantas mujeres que se formaron en la Academia de Bellas Artes, pues los registros y las fotos hablan de un buen número de alumnas en clases de pin­tura y dibujo. ¿Cuántos misterios hay por descubrir de aquellos becados que fueron al extranjero y no volvieron? ¿Cuántos Va­llejos, Yépez o Espín quedan en casas par­ticulares?

Toda una empresa que requiere la cola­boración de museógrafos, historiadores de arte, coleccionistas e instituciones públicas y privadas. La exposición , que estará abier­ta todo el mes de junio en el Museo de Arte Colonial, es solo un abreboca.

 

 

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