Crónicas del rodaje

Uno, el holding

Y, finalmente, sucedió… Después de quince años de luchar, rodé una película, rodé mi película. Es una historia larga, así que la contaré por partes.

Rodaje de la película
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.

El crew de romanticismo y fracaso, al contrario del de la mayoría de películas de ficción, se compone de no más de veinte personas. Nuestra película no recibió fondos del Estado ni fondos de Ibermedia ni fondos de casi nada, pero aun así nos subimos al ruedo con veinte guerreras y guerreros con cámara y micrófono.

Actuar y dirigir es desdoblarse en el set, pero sobre todo es tener confianza en el equipo. Cuando empiezan las jornadas, Simón (el director de foto) da vueltas por el set, analiza a los actores, se toma un Red Bull mientras mira en su cabeza las imágenes que están por nacer, es un mago, convierte el peor de los escenarios en una imagen misteriosa y, por ende, bella. El Rambo (la mano derecha del Simón, cabeza principal en el equipo de foto) hace justicia a su apodo, sube, baja, arma, desarma, y sobre todo analiza el monitor como quien compone una orquesta.

El Jorge (el foquista) es más silencioso, pero siempre está atento, alerta, percibiendo detalles que quizá otros pasan por alto. El Toñito claquetea sigilosamente y siempre aporta con algún comentario oportuno y sensible. La Misha (la sonidista) se desliza por el espacio ocultando micrófonos en lugares inverosímiles, siempre usa unas bellas gafas de sol, aunque estemos en interiores.

El equipo de Arte, Santi, Mari y Pau, falsean vino con jugo de uva o se las ingenian para crear un dildo vegano. Yo reviso el cuadro con el Simón, hablo con el Iván (el súper ad) y la Greta, su crack hija adolescente que hace de continuista y de lo que haga falta. Reviso las tomas rodadas y las fotos, con el Feli (el data y el superfotógrafo de foto fija).

Una vez resuelta la escena, me dirijo al holding, el espacio reservado para el vestuario, el maquillaje y el microfoneo al cuerpo. La Daya, la maquillista de pelo rojo, tiene una canción para cada estado de ánimo y cada color de sombra. Si la escena que vamos a rodar es alegre, ella canta “Qué pasará, qué misterio habrá, puede ser mi gran noche”, pero si la escena que viene es dramática, corea despacio “Sí, yo quería ser esa mujer, la madre de tus hijos, y juntos caminar hacia el altar, directo hacia la muerte”. La Daya es como un coro griego que comenta la vida (y la ficción) con canciones.

La Francis, la vestuarista alta, delgada y de manos largas, me ajusta las mangas, me prueba vestidos, conoce detalles de mi cuerpo que hasta yo ignoro, como el ancho de mis dedos y las dimensiones de mis caderas. Nadie me ha tocado tanto como en este mes de rodaje. La Misha me pone un mic entre las costillas, la Daya me pone una mascarilla de miel en la cara, mientras la Francis me sube la cremallera del vestido.

Afuera, en el set, está la acción que implica maquinaria y manos masculinas (aunque de hecho el equipo de grip está compuesto por dos chicas), y el holding es la sala de los cuidados… Gloria Trevi, Camilo Cesto, Ana Gabriel, espejos, mousse, secador, gente desnuda. El pudor desaparece cuando la prioridad dejo de ser yo misma y mi ególatra vergüenza y solo tengo un objetivo, que es el mismo que el del crew, la película. Andar en calzón y bata se convierte en pan de todos los días, así como salir en bata al set y dirigir en paños menores.

Somos una familia. La barrera entre lo colectivo y lo íntimo se rompe en el rodaje. Tantos ojos, tanta intimidad. Tengo gafer pegado entre la ropa, microporo en los tirantes y un mic entre las chichis. Lo estoy haciendo, ahora, hoy, estoy cumpliendo mi sueño. Y encima, a pesar de mis lentes chuecos, me tratan como a una maldita diva. ¿Será posible esta felicidad? No hay derecho.

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