Crónica de un barcostopista rumbo a la Polinesia.

Por Miguel Ángel Vicente de Vera.

Edición 421 / Junio 2017.

Viaje---Barco---1Hacer autostop es muy fácil. Solo nece­sitas una amplia sonrisa, peinarte un poco y levantar el pulgar con entusiasmo. Cuando se trata de hacer barcostop la cosa se com­plica un poco. El viaje no dura unos minu­tos, sino varias semanas o incluso meses, y está salpimentado de mareos, angustias de alta mar, guardias nocturnas e inesperadas tormentas. Todo acontece en un minúscu­lo espacio vital compartido con un extraño, que posiblemente no habla tu idioma. De­finitivamente, no es una experiencia apta para todo público. A pesar de este a priori desalentador panorama, sentir la libertad del velero y visitar en tu hotel flotante al­gunos de los lugares más espectaculares del mundo son una experiencia maravillo­sa, un lujo al alcance de muy pocos, aparte de una de las últimas maneras de vivir una verdadera aventura.

Nuestro objetivo no era nada desdeña­ble: atravesar el océano Pacífico, desde las islas Galápagos hasta la Polinesia France­sa, un trayecto de más de 5 500 kilómetros. Para llevar a buen puerto nuestra particular odisea arrastrábamos un pequeño lastre: lo queríamos hacer en pareja, hecho que difi­cultaba localizar una embarcación, bien por falta de espacio o bien porque los capitanes no fantasean con la idea de transportar a unos tortolitos con el potencial de iniciar un motín sentimental, alternativas que no eran para nada nuestro caso. Eso sí, si eres mujer y viajas sola tendrás un sinfín de barcos a tus pies.

Para este viaje la primera incursión en barcostop la hicimos a través de Internet que, si bien no es la manera más romántica, sí que es la más efectiva. Nos encontrábamos en Quito, y los barcos que cruzaban el océano Pacífico venían desde Panamá y anclaban en las Galápagos, antes de seguir hacia la Poli­nesia. Existen varias páginas web que ponen en contacto a propietarios de embarcaciones con marineros no iniciados. La más popu­lar y eficiente es: www.findacrew.com, allí encuentras veleros, yates o catamaranes en cualquier rincón del mundo, desde Papúa Nueva Guinea hasta Cuba o Sudáfrica, pa­sando por la costa griega.

Siempre hay capitanes que buscan tripu­lación, siempre. Esto se debe a que muchos de ellos viajan solos. Técnicamente pueden hacerlo, pero son muchas horas y al final llega a ser aburrido. Una mano para cocinar, limpiar el barco o cumplir las interminables guardias nocturnas facilita la demanda de grumetes de ocasión. En cuanto a los cos­tos, estos dependen mucho del propietario, algunos no piden nada a cambio, tan solo una ayuda en las tareas de abordo, que no son muchas, otros solicitan algo de dinero para combustible. Un tercer grupo, los que menos, cobran una tarifa fija que no suele exceder los quince o veinte dólares diarios.

Contactamos con un alemán que via­jaba solo y se dirigía al destino que había­mos elegido. Todo fue muy fácil. Luego de intercambiar mensajes fijamos una fecha de encuentro en Santa Cruz, la más concurrida de las islas Galápagos. En su caso pedía dine­ro, ya que era la manera de costear su viaje. Aceptamos sus condiciones —veinte dólares por día y persona—; las otras opciones gratis solo estaban dispuestas a llevar a uno de los dos. Teniendo en cuenta lo desorbitadamen­te caro que podría costar nuestro destino, no nos pareció una idea tan descabellada.

En las Galápagos pasamos dos semanas inolvidables, disfrutando de las bondades de vivir en un barco, como tomar el desayuno mientras contemplas leones marinos y pin­güinos en la bahía, lanzarte desde la cubierta al mar o navegar por la costa rodeado de del­fines y tortugas. Luego de atender una aler­ta de tsunami, nos arrojamos a la aventura de atravesar el mayor océano del planeta. Aparece aquí una enorme elipsis que alber­ga avistamientos de cachalotes, tiburones y familias de ballenas, tormentas, ataques de ansiedad, pesca de atunes, noches rebosan­tes de estrellas y sueños cumplidos.

Viaje---Barco---2

Tras veintitrés días de travesía llegamos a las Marquesas, el archipiélago más aislado de la Polinesia Francesa. Nuestro primer desti­no fue Hiva Oa, una isla habitada por perso­nas de gran tamaño, con tatuajes por todo el cuerpo —incluso el rostro— y flores ensorti­jadas en los cabellos. Más allá del tópico, hay que reconocer que muchos de ellos pasaban gran parte del día tocando el ukelele ajenos a los vaivenes del resto del planeta. Las frutas crecían por doquier y eran gratis, tan solo te­nías que extender tu brazo hacia un árbol y agarrarlas. Lo mismo pasaba con las gallinas o los cerdos salvajes, pertenecían al que los cazara. Justo aquí transcurrieron los últimos años del pintor impresionista Paul Gauguin; en un pequeño cementerio sobre una colina con vistas a la bahía descansan sus restos en una tumba sencilla.

Luego de inhalar de nuevo el olor a tierra húmeda y llamar a la familia para informar que seguíamos vivos, decidimos que nuestro tiempo con el alemán había llegado a su fin. No queríamos seguir pagando dinero y, a decir verdad, acabamos un poco cansados de las manías y la seriedad del capitán teu­tón, algo previsible en este tipo de epopeyas.

Frente a nosotros había fondeadas unas quince embarcaciones, entre catamaranes, veleros y yates, cada uno con su bandera y su historia. Estábamos seguros de que uno de ellos sería nuestro próximo hogar, ¿de dónde vendrán?, ¿a dónde irán?, ¿quiénes serán sus propietarios? El paisaje que nos rodeaba era de una exultante belleza: un pequeño puer­to natural abrigado por una frondosa vege­tación, a lo alto emergía una montaña de afilados picos negros —debido a su origen volcánico—, que recordaba a Machu Picchu; al fondo, una pequeña playa de arena blanca en la que desembocaba un río que se fundía con el mar.

Más allá de esta idílica estampa tenía­mos que encontrar cuanto antes un nuevo barco, nuestro tiempo y dinero tenían fecha de caducidad. Esta vez lo hicimos de la ma­nera tradicional, como se ha hecho durante cientos de años: ir al puerto y hablar con los propietarios, conocerse un poco y llegar a un acuerdo.

La estrategia de pesca era la siguiente: sobre las nueve de la mañana los capitanes y sus familias llegaban en sus dinguis (embar­caciones neumáticas con motor) al puerto para realizar sus tareas cotidianas: comprar una baguette, acudir a la capital Atuona por algún insumo o simplemente para hacer una excursión. Primero les saludábamos, les ayudábamos a atar los cabos al muelle y charlábamos un rato. Resulta crucial no ha­cer una petición frontal y desesperada, ya que pueden asustarse. Principalmente nos comunicábamos en inglés, pero también en francés, ya que había muchos capitanes de esa nacionalidad. De eso se encargaba mi no­via Claudia, que habla perfectamente el idio­ma. Luego de habernos ganado su confianza les lanzábamos el órdago y les explicábamos que estábamos buscando un barco para ir a Tahití, a 800 kilómetros de donde nos encon­trábamos. Si contamos solo la navegación se tardan unos seis días, pero si paras en las islas del camino, lo que hace la mayoría, se necesi­tan unas tres o cuatro semanas.

En nuestra investigación de campo de­tectamos tres grandes grupos de propietarios: los millonarios que vienen con su familia en embarcaciones de lujo. Son muy simpáticos y cordiales, pero rehúsan de inmediato la pro­puesta. Te regalan una gélida sonrisa, que no oculta su frontal rechazo a compartir su pa­lacete flotante con unos desconocidos niños de la calle. Estos son los menos. El segundo grupo son las parejas, que varían mucho: las jóvenes son más reacias a llevarte, ya que es­tán en plena luna de miel; tienes más proba­bilidades con matrimonios de mediana edad. El tercero es el de los llamados solo sailors, los aguerridos capitanes que viajan sin compa­ñía. Estos, por obvias razones, son los más proclives a llevar tripulación.

Una de las primeras noches, mientras cenábamos en unas mesas frente a un food truck en el puerto, de repente llegó un se­ñor con pinta de malo de película: bajito y extremadamente delgado, de unos 65 años, con las facciones muy marcadas, la cabeza rasurada y un bigote que se extendía hasta la barbilla. A pesar de que no conocía a nadie pidió permiso y se sentó con nosotros, sacó un par de latas de cerveza y comenzó a char­lar animosamente. Más tarde llegó una ban­da de músicos, al verlos sacó una armónica del bolsillo y se puso a tocar con ellos. Luego desapareció.

Al día siguiente nos enteramos de que el misterioso señor respondía al nombre de Helge, un solo sailor noruego que buscaba tripulación. Lo vimos de nuevo por la tarde en el muelle, hablamos un rato y esa misma noche nos invitó a su barco. Era un velero de los años ochenta, grande y pesado, de formas elegantes y robustas. Todo él emanaba un sa­bor clásico: para iluminar la cubierta utiliza­ba una antigua lámpara de aceite, los sillones del camarote eran de terciopelo rojo y había cuadros en las paredes. Sobre una encimera tenía un amplificador Marshall moderno —pero estilo vintage—, desde el que sonaba el tema “Forever Young” de Bob Dylan. En ese momento me di cuenta de que ese era nues­tro barco.

Apenas llegamos, Helge nos ofreció unas latas de cerveza. Nos contó que durante toda su vida había trabajado como capitán de catamaranes de pasajeros en Noruega; se acababa de jubilar. En su juventud había viajado por medio mundo como marinero, y ahora estaba cumpliendo su sueño de dar la vuelta al mundo. Su mujer y uno de sus hijos se unirían a él en Papeete para ir juntos hasta Tonga, así que nos podía llevar. Al día siguiente acudimos a la Gendarmerie france­sa con los dos capitanes para darnos de alta en nuestro nuevo hogar.

Con Helge vivimos uno de los mejores viajes de nuestra vida. Durante tres semanas surcamos la Polinesia Francesa, escuchando clásicos del rock, fumando cigarrillos de liar (sí, volví a fumar) y bebiendo alcohol. Entre los saludables hábitos que cultivábamos es­taba la celebración del anchor rum, que con­sistía en tomarse un chupito de ron cada vez que arriábamos el ancla en una nueva playa, fuera la hora que fuera. Visitamos nueve is­las y decenas de playas en los archipiélagos de las Marquesas, los atolones de las Tuamo­tos y las islas Sociedad. De nuevo aparece aquí una gran elipsis en la que cazamos cerdos salvajes con rifles, fuimos acogidos por familias locales, aprendimos danzas polinésicas, navegamos en piragua, tocamos el ukelele, sobrevivimos a una terrible ola de diez metros y nadamos con tiburones. A nuestro querido capitán le estaremos eterna­mente agradecidos, esperamos volverlo a ver pronto.

Viaje---Barco---3Los días de vino (mucho) y rosas llega­ron a su fin. Llegamos a Papeete, la capital de la Polinesia Francesa, un lugar interesan­te, pero ya contaminado por los males de Occidente. Se trata de una ciudad de unos treinta mil habitantes que tiene todas las facilidades y comodidades, con estándares franceses, y una flamante marina con más de 200 embarcaciones. Allí nos despedimos de Helge, de nuevo estábamos en el punto cero. Optamos por lo más sensato, que era ver las posibilidades que teníamos con algunos de los amigos que hicimos en el trayecto desde las Marquesas.

Les preguntamos a Lorna y George, una entrañable y divertida pareja escocesa que rondaba los 50. Ella fue durante muchos años una regatista profesional, y tiene en su haber varios premios y récords internacio­nales, su esposo es propietario de grandes latifundios en su Escocia natal. Aceptaron llevarnos de inmediato, de nuevo sin co­brarnos nada. Nosotros colaborábamos en la medida de lo posible: hacíamos compras, limpiábamos los platos e intentábamos pa­sarlo bien juntos.

Estuvimos una semana con ellos. Fui­mos juntos a excursiones, fiestas y, además, tuvimos la suerte de participar en un rally desde Tahití hasta la isla de Moorea. La sen­sación de navegar pegado a decenas de vele­ros a gran velocidad es única. Nos cogieron mucho cariño, nos llamaban The kids, un apelativo que a mis 36 años de edad recibí de muy buen agrado. En todo momento se mostraron muy generosos y agradables, demostrando una vez más la increíble ca­maradería que profesan los integrantes de la comunidad náutica.

Moorea es un destino verdaderamente idílico, con playas de arena blanca, aguas cristalinas y resorts de lujo donde acuden en tropel las parejas que vienen a celebrar su luna de miel. Decidimos quedarnos cin­co días más explorando la isla, con nuestra carpa. Tan solo pudimos usarla un día, ya que en cuanto algún lugareño nos veía con ella venía y nos invitaba —casi obligaba— a quedarnos en su casa.

Volvimos a Papeete en un ferri. De nue­vo vagabundeábamos por el puerto sin saber cuál sería nuestro próximo destino. Por las mañanas visitábamos los barcos, preguntá­bamos si necesitaban tripulación y les entre­gábamos unas cartulinas hechas a mano en las que aparecían nuestros nombres y mails de contacto. En una de las salidas vimos un enorme catamarán con un cartel que decía: “Crew wanted for Tonga”.

El capitán se llamaba Don McIntyre, un australiano de unos 60 años, que se parecía muchísimo a Ernest Hemingway. Le acom­pañaba siempre una joven china de no más de treinta años, que resultó ser su esposa. Conformaban una singular pareja que se pasaba el día en la zona comunal del barco, discutiendo y trabajando en sus respectivos portátiles. El universo de McIntyre nos em­brujó de inmediato: había publicado varios libros de viajes, durante más de veinte años realizó expediciones a la Antártida y tenía una estrecha relación con el reino de Tonga. En realidad era muy amigo de su monarca, hasta tal punto que le había cedido una isla para desarrollar un programa de reinser­ción de la piragua, un deporte tradicional que progresivamente había sido abandona­do. También se dedicaba a buscar tesoros de pecios en el país polinésico, pero según afirmaba “él era de los buenos”, ya que luego entregaba el botín a las autoridades.

Tardamos una décima de segundo en confirmarle nuestra voluntad de formar par­te de su tripulación. Lamentablemente ha­bía un problema: desde hacía dos semanas estaba esperando la embarcación inflable de emergencia que todos los barcos deben llevar por ley. Nos aseguró que en unos días llegaría a Papeete, ya que al momento se en­contraba bloqueada en las aduanas de Nue­va Zelanda, pero no fue así. Pasaron quince días y el repuesto seguía sin llegar. Mientras, seguimos haciendo barcostop gracias a ami­gos que generosamente nos cedieron un ca­marote para dormir, porque los precios de los hoteles en la Polinesia eran prohibitivos.

A diario pasábamos por el lujoso cata­marán y la respuesta era siempre la misma: “no llegó, sigue en aduanas”. Durante ese tiempo de espera aprovechamos para cono­cer en profundidad la isla de Tahití. A medi­da que los días transcurrían mi sueño de vivir una aventura junto al rey de Tonga se iba esfumando, el visado de mi novia expi­raba y no había manera de ampliarlo. En esta ocasión la Diosa de la Fortuna nos giró el rostro, así que nos vimos obligados a co­ger un billete de avión rumbo a Fiyi. La aventura náutica de los niños de la calle ha­bía llegado a su fin.

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