Crónica de la Bienal de Cuenca.

Por Daniela Merino Traversari.

Fotografías: cortesía BIENAL.

Edición 417 – febrero 2017.

Es extraño que la Bienal de Cuenca haya sido curada bajo el concepto de im­permanencia, ya que todo se sostiene gra­cias a este concepto, absolutamente todo. La naturaleza de las cosas y el movimiento de la vida están en un cambio incesante. La impermanencia nos lleva de la mano. Es la fibra que nos define. Quizá lo único perma­nente sea esa conciencia universal llamada awareness, Dios, la Verdad, o como quiera que la califiquen los creyentes.

Así y todo, Dan Cameron, el curador de esta Bienal de Cuenca, se arriesgó a esco­ger piezas que encajaran de alguna u otra manera dentro de ese concepto tan abierto, y aunque el subtítulo de la muestra, La mu­tación del arte en una sociedad materialista, nos podría guiar de una manera más con­tundente, no sé si lo logra porque hay de todo en la Bienal. Literalmente. Aunque less is better, aquí parecería que mientras más hay, mucho mejor: más sedes, más artistas, más países, más obras. Así, Cameron nos lanza a una aventura un tanto agotadora, donde a ratos nos perdemos más en la be­lleza de la arquitectura cuencana que en la fuerza de las obras de arte.

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Damián Sinchi, Escultura interactiva de madera con alfombra, 2016.

Sin embargo, puestos a elegir, encontra­mos desde piezas trágicas, donde constata­mos nuestra mortalidad de una manera un tanto macabra, como en el trabajo de Janeth Méndez (Ecuador) que produce cierta sen­sación física un tanto vomitiva con sus figu­ras hechas de pelo y piel humana. O como en el trabajo de Pablo Rasgado (México) con sus retratos nada convencionales a partir de cálculos renales o sangre petrificada (todo procedente de humanos), hasta piezas más poéticas, más sutiles, como las cicatrices (arquitectónicas) de Kader Attia (Francia) en el Museo de la Medicina. O la instalación de video de unos pájaros en migración de la italiana Bruna Esposito en el parque Puma­pungo. O la obra titulada El espejo, del argen­tino Sebastián Gordín, en la que podemos mirar todas las estrellas del universo dentro de una pequeña caja de vidrio. O esas piezas muy sencillas hermosas, y de paso, lúdicas, hechas en madera por el artista ecuatoriano Damián Sinchi.

Tony Feher, Cantante de muchos, 2008. Botellas de plástico y agua de color
Tony Feher, Cantante de muchos, 2008. Botellas de plástico y agua de color

La Bienal de Cuenca es una “joyita,” como la describe su exdirectora Katya Ca­zar, “y hay que cuidarla”. Verdad absoluta porque es, quizás, el evento artístico más importantes que tiene nuestro país.

En la mayoría de las sedes hay amables mediadores que introducen al visitante a las obras y a sus artistas, labor de crucial im­portancia que ayuda a que el espectador se conecte con los temas, sobre todo cuando se trata de piezas bastante indescifrables.

Óscar Santillán, Afterword (Epílogo), 2014-2015. Videoinstalación y escultura, dimensiones variables.
Óscar Santillán, Afterword (Epílogo), 2014-2015. Videoinstalación y escultura, dimensiones variables.

Yo tuve la suerte de recorrer el Museo Municipal de Arte Moderno con el director de la Bienal, Cristóbal Zapata, quien sabe de todo y de todos, y me confesó cuáles eran sus obras favoritas; una de ellas Afterword (Epílogo) del ecuatoriano Óscar Santillán, quien utiliza como sujeto principal a Frie­drich Nietzsche (a través de documentos) en su intento de usar una máquina de escri­bir en su edad avanzada para escribir libros totalmente opuestos a los que había escrito durante toda su vida.

Los hitos del evento

Hablo en primera persona. Casi todo el videoarte respondía a esas narrativas expe­rimentales bastante flojas que juegan con la capacidad de comprensión del espectador, pero muy propias del arte contemporáneo. Sin embargo, un video me cautivó por com­pleto, me puso la piel de gallina, me sacó lá­grimas de los ojos. Se trata del video de la artista Danica Dakic (que debió llevarse el primer premio), de Bosnia, presentado en la vieja catedral de Cuenca. Dakic juega con una cámara muy cinemática de movimien­tos elevados que captan los rostros de unos niños coristas en el St. George Hall de Li­verpool. De manera abstracta, la artista nos habla de la infancia y la justicia, de las leyes, del cautiverio, todo dentro de composicio­nes magistrales creadas por el cinematógra­fo serbio Bojan Vuletic.

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Danica Dakic, Grand Organ, 2010. Video monocanal, 12’ 4’’.
Danica Dakic, Grand Organ, 2010. Video monocanal, 12’ 4’’.
Danica Dakic, Grand Organ, 2010. Video monocanal, 12’ 4’’.

Para acceder a la obra de Dakic debí cruzar una sala donde se exhibía la enorme pieza escultórica La Piedad de la Escuela de Miguel Vélez (siglo XIX). Esto generaba una atmósfera extraña, de un aura medie­val y un tanto terrorífica, pero que al entrar en la oscuridad del cuarto donde se exhi­bía Grand Organ de Dakic, entendí todo. Se trata de un trayecto que va generando sensaciones en el cuerpo, sensaciones un poco místicas y un poco oscuras, que se cuajan hasta llegar a la sala de proyección para ver esa gran pantalla donde aparecen en toda su magnitud los rostros bellísimos y angelicales de los niños cantores. Es una experiencia que incluye el recorrido, que establece un diálogo profundo con el espa­cio y con una pieza muy propia de la ciu­dad. Quizá este diálogo firme y claro es lo que faltó en otras sedes de la Bienal, en las cuales la belleza y la omnipotencia de la ar­quitectura cuencana terminaba por opacar la obra de arte.

Ignasi Aballí, Listados, 1998-2007. Impresiones de prensa sobre papel, madera y vitrinas de vidrio, dimensiones variables.
Ignasi Aballí, Listados, 1998-2007. Impresiones de prensa sobre papel, madera y vitrinas de vidrio, dimensiones variables.

Otra obra maestra que también quita el aliento pertenece al español Ignasi Aba­llí y se halla en el Museo de Las Conceptas: Listados. Exquisitez pura. Sencillez absoluta (dentro de su obvia complejidad). Obse­sión. Pulcritud. Se trata de un trabajo de potencia avasalladora y sin pretensión al­guna. Se trata de palabras, de su visualidad y resonancia. En varias vitrinas ubicadas en las criptas del museo se exhiben miles de palabras que el artista ha venido recopilan­do en la última década, palabras recortadas de periódicos y pulcramente acomodadas por categorías de la realidad como tiempo, muerte, nacionalidad, economía, geografía, etc. El artista nos presenta la fuerza de la vida y de la realidad a través de textos co­tidianos que fácilmente pueden pasar desa­percibidos. La organización, acumulación y categorización de estos elementos nos hace considerar cómo un texto, presentado de manera obsesiva, puede convertirse en una gran imagen.

Ojo: en este tipo de obras hay cierta poética que nos permite acceder a ellas con facilidad y nos conmueve sin esfuerzo. Son obras que tocan en nuestra mortalidad, sin pasar por el intelecto.

Otro trabajo destacado es el del ecua­toriano Luis Chenche (Premio París) en la Casa de Los Arcos. Chenche tiene una fascinación por los detalles que no vemos, especialmente en los espacios vacíos donde esos detalles son aún menos perceptibles. Su visión nos conduce a una indagación intensa de la vacuidad, a un escrutinio mi­nucioso y determinado del detalle en sí. Su gran dibujo (además de las vitrinas con bo­cetos que encontramos en el espacio, como parte de una misma instalación) fue una comisión site-specific, (hecha para ese lu­gar) y se nota, pues la calidad de la obra está a la altura de la construcción que la protege y viceversa.

Oswaldo Terreros, Gran encuentro capítulo 6. Sede social para el libre esparcimiento, 2016.
Oswaldo Terreros, Gran encuentro capítulo 6. Sede social para el libre esparcimiento, 2016.

La belleza que se va despellejando de las paredes de la casa es acentuada por Terri­torios agotados, la obra de Chenche, y esta actúa como una especie de puerta hacia el vacío que, como sabemos, nunca es vacío, sino ocupación y plenitud. O, quizá, la obra está haciendo una referencia indirecta a la historia de la propia casa, originalmen­te de la familia Montesinos, donde se teje una historia trágica y se jura que existe un muerto enterrado debajo de las escaleras.

José Carlos Martinat, Oratoria, 2016. Instalación site-specific y multimedia, dimensiones variables.
José Carlos Martinat, Oratoria, 2016. Instalación site-specific y multimedia, dimensiones variables.

Bie­nal, del peruano José Carlos Martinat, no es una de mis favoritas, pero hay un gran valor en su creación: una reflexión histó­rica y del tiempo circular, hecha de for­ma experimental, creada específicamen­te para el centro del huerto, en el parque Pumapungo. Al bajar de las ruinas hacia el huerto, por un camino tupido de plantas y flores, se escuchan fragmentos difíciles de identificar, más allá de palabras específicas como presente, futuro, novelas, mensajero, presente, presente, provenientes de una voz monótona, como si fuesen parte de una grabación instructiva o algo por el estilo.

Oswaldo Terreros, Gran encuentro capítulo 6. Sede social para el libre esparcimiento, 2016. Instalación site-specific que incorpora pinturas, murales y afiches, dimensiones variables.

Luego se descubre que esas palabras provienen de un megáfono colgado en un péndulo. El péndulo y el discurso monó­tono que emite el megáfono representan la significación del tiempo en un lugar sa­grado del pasado, del que fueron desalo­jados sus pobladores originales, pero que sigue existiendo en el presente a través del paisaje histórico.

Al final decido sentarme frente al majestuoso Tomebamba para consta­tar que “Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces”, como lo puso Heráclito hablando de impermanen­cias.

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