Había sido un viaje azaroso, lleno de incertidumbres y contratiempos, pero al fin, el 12 de octubre de 1492, habían avistado tierra. Era Guanahaní, una isla de las Bahamas, del continente que más tarde sería llamado América, y los ochenta y cuatro hombres que durante setenta días habían cruzado el océano Atlántico a bordo de tres embarcaciones pequeñas y frágiles (la nao Santa María y las carabelas Pinta y Niña) comprendieron que todos sus empeños sí habían valido la pena.
Al partir de Palos de la Frontera, en Huelva, el jefe de la expedición, Cristóbal Colón, había dirigido sus naves hacia el oeste tratando de llegar a la India, para así abrir una vía para el comercio que substituyera a la vieja Ruta de la Seda, que los otomanos habían cerrado cuando se apropiaron de Constantinopla, en 1453. Además de la afrenta que significaba que la capital mayor de la cristiandad estuviera en manos musulmanas, todos los reinos europeos sentían en sus economías el descenso de la actividad comercial. Un camino nuevo era indispensable.
El primero que lo intentó fue Bartolomé Díaz, un navegante portugués que en 1488 bordeó hacia el sur la costa africana del Atlántico, remontó el cabo de la Buena Esperanza y entró en el océano Índico, una gesta que en aquellos años parecía imposible, porque la creencia popular era que en esas latitudes meridionales hacía un calor infernal, capaz de hacer estallar cualquier cabeza humana. Tal cual. Pero ese camino nuevo al Oriente resultó insuficiente por las dificultades excesivas que implicaba su recorrido. Una nueva ruta seguía siendo imprescindible. Fue entonces cuando apareció Colón.
El navegante genovés había supuesto, al iniciar su travesía el 3 de agosto de 1492, que la circunferencia ecuatorial del planeta era de unos treinta mil kilómetros y que tendría que recorrer setecientas leguas para llegar a su primera parada, Cipango, como por entonces era llamado el Japón. Esos habrían sido los números que les dio a sus patrocinadores, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los Reyes Católicos, cuando ellos accedieron a apoyar la expedición. Pero sus cálculos estaban errados.
Los marineros de Colón se pusieron nerviosos, incluso indóciles, cuando habían navegado ya más de ochocientas leguas y en el horizonte sólo se veía mar y más mar. Cuando avistaron la tierra, el alivio debió haber sido mayúsculo. Tal vez por eso Colón llamó San Salvador a esa primera isla que divisó. Después encontraron otras tierras, que ellos y otros aventureros posteriores recorrieron asombrados hasta el final del siglo XV. ¿Seguían creyendo que estaban en la India?
Con el siglo XVI llegaron las dudas, primero, y las certezas, después: no era la India, sino un nuevo continente, prodigioso e inmenso, de cuya existencia hasta entonces nadie sabía nada. Habían transcurrido dos mil años desde el florecimiento de la cultura griega, el conocimiento se había multiplicado, las ciencias habían conseguido avances asombrosos, el pensamiento había alcanzado profundidades admirables y, sin embargo, de la existencia de un continente enorme, que abarcaba del círculo polar ártico al antártico, nadie sabía nada. Nadie.
El hallazgo de Colón cambió el mundo. Se abrieron nuevas rutas que relanzaron el comercio, lo diversificaron y generaron grandes riquezas. La Edad Media terminó y se abrió la Edad Moderna. Pronto llegaría también la Ilustración. Pero la conciencia de que la especie humana, con su supremacía y sus conocimientos, había ignorado durante muchos siglos la existencia de un inmenso continente causó también —por lo menos en las élites cultas— un sentimiento de desconcierto y abatimiento: ¿qué más no sabemos?
Esa pregunta puso en debate certezas establecidas. Las dudas lo trastornaron todo, incluso convicciones basadas en la fe. Fue así que en 1517 un monje agustino, Martín Lutero, planteó noventa y cinco tesis refutando creencias y prácticas inmovibles de la Iglesia católica. Fue un terremoto que sacudió toda Europa. La rivalidad entre católicos y protestantes estuvo en los cimientos de muchas guerras (ciento veinticuatro hasta 1700), con el telón de fondo de las hambrunas y las epidemias (peste bubónica, cólera, disentería, viruela, sarampión) que en esos años tremendos se sucedieron sin dar tregua. Eran, casi, los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Y las multitudes creyeron que llegaba el fin del mundo. Sí, ¿qué más no sabemos…?