La Argentina ‘K’ cumplió ya diez años y
hace planes para quedarse otros diez
Por Jorge Ortiz
El grito, reiterado y enardecido, era “¡que se vayan todos…!”. Lo lanzaron, a voz en cuello, decenas de miles de argentinos que sintieron que las élites, sobre todo las políticas, les habían fallado y engañado y, por lo tanto, debían irse sin demora y para siempre. Era principios de diciembre de 2001, y los ahorros de toda la vida de millones de personas habían quedado atrapados y devaluados en un ‘corralito’ feroz, armado al apuro para tratar de frenar una fuga de divisas que en unos pocos días se llevó al exterior 81.800 millones de dólares. En vísperas de la Navidad, el gobierno se derrumbó, con lo que a la crisis económica se sumó la crisis política. La gente, desconcertada, siguió saliendo a las calles al grito de “¡que se vayan todos!”.
Los años previos, desde 1991, la Argentina había disfrutado de la estabilidad y la prosperidad permitidos por la convertibilidad de su moneda, el peso, que permaneció atada al dólar desde 1991, al amparo de los ingresos enormes dejados por la privatización de empresas estatales cuya desastrosa operación le costaba al fisco cantidades enormes de dinero. Pero cuando los ingresos de las privatizaciones mermaron, lo que fue agravado por la caída del precio de granos y cereales, el sistema no resistió. El empobrecimiento fue masivo. La indignación también. Las elecciones presidenciales de abril de 2003 debían ser la ocasión perfecta para que, en efecto, ‘se vayan todos’.
Pero, contrariando las expectativas, fue el partido que había gobernado toda la década precedente (y que, con un presidente interino, estaba otra vez en el poder) el que ganó las elecciones. No solamente que no se fueron todos, como habían clamado y reclamado las multitudes dieciséis meses antes, sino que el peronismo se quedó con más fuerza que nunca. Y el 25 de mayo de 2003, Néstor Kirchner asumió la presidencia argentina, dispuesto —como se vería con el pasar de los años— a quedarse con el poder (con todo el poder) para el resto de su vida.
“En los países civilizados, con democracias de fuerte intensidad, los adversarios discuten y disienten”, dijo Kirchner en su discurso de posesión. Fue enfático, a todo lo largo de su mensaje, en comprometerse a ser un gobernante moderno y tolerante, respetuoso de las garantías y las libertades distintivas de la democracia. Fue, además, contundente en un anuncio que llevaba implícita una advertencia: “no habrá un cambio confiable si permitimos la subsistencia de ámbitos de impunidad, por lo que la lucha contra la corrupción será implacable”. ¿Cumplió Kirchner (y después su cónyuge, Cristina Fernández) sus ofrecimientos?
Algunos antecedentes
Antes de alcanzar la presidencia, Néstor Kirchner había llegado a ser el cacique indisputado de su provincia, Santa Cruz, de un cuarto de millón de kilómetros cuadrados de superficie y ubicada en el extremo sur del país. Allí fue alcalde de la capital, Río Gallegos, de 1987 a 1991, y gobernador provincial durante tres períodos consecutivos, de 1991 a 2003, para lo cual hizo cambiar dos veces (en 1994 y 1998) la constitución de la provincia, que prohibía las reelecciones. Además, según lo han documentado con amplitud historiadores y periodistas, Kirchner fue despiadado en el acoso y la persecución a sus rivales políticos.
Para poder hacerlo, el futuro presidente se empeñó —con mucho éxito y sin ningún escrúpulo— a manipular a los jueces y a suprimir el periodismo independiente. “Kirchner silenció a la prensa, copó la justicia, neutralizó a la oposición, aniquiló los sindicatos y, después, se apoderó de las grandes empresas, sobre todo las de construcción, y con el respaldo de los centenares de millones de dólares que sacó al exterior decidió ser presidente de la nación”, según escribió Daniel Osvaldo Gatti, un historiador también nacido en Santa Cruz.
Su libro, Kirchner, el amo del feudo, circuló muy poco: gente cercana al nuevo cacique peronista se encargó de ‘desalentar’ a los dueños de kioscos y librerías, además de que cuando salió a la venta, en 2003, la Argentina estaba ilusionada con su nuevo presidente, que, con el antecedente de su gobierno provincial de mano dura, se había presentado en la política nacional como garantía de orden y autoridad para un país que, desde la crisis económica y política de 2001, estaba sumido en el alboroto y la confusión.
Aparte de alborotada y confusa, la Argentina estaba, por entonces, hastiada de la corrupción y la frivolidad que caracterizaron a los diez años del gobierno peronista de Carlos Menem y del desorden y las vacilaciones que hicieron zozobrar al gobierno del socialdemócrata Fernando de la Rúa, quien tuvo que renunciar a la presidencia el 20 de diciembre de 2001, tras dos años de mandato y tan sólo tres semanas después de haber impuesto el ‘corralito’, cuando el país quedó a merced de saqueos, vandalismo, rumores de golpe, cacerolazos, violencia callejera (que dejó 27 muertos), movilizaciones obreras, deserciones en el gobierno y, en general, un ambiente caótico de final de época. Fue entonces, precisamente, cuando se generalizó el reclamo de “¡que se vayan todos!”.
La Argentina ‘K’
Con Néstor de presidente y Cristina de senadora, los Kirchner pusieron manos a la obra: había que sacar a la Argentina de la crisis económica, recuperar el sentido de autoridad y terminar el desorden social. Las decisiones fueron rápidas y resueltas, aprovechando el gran respaldo político con que empezó su gobierno. Una de ellas fue renegociar la deuda externa, tema en el que no dudaron en enfrentar al Fondo Monetario Internacional y tratar directamente con los acreedores para pagar 93 por ciento de la deuda con un descuento sin precedentes de 75 por ciento. Otra de ellas fue renovar la corte suprema de justicia con siete jueces de conocida y reconocida independencia.
En marzo de 2004, coincidiendo con el aniversario del golpe de Estado de 1976 que instaló una dictadura en la que murieron o desaparecieron unas treinta mil personas, Néstor Kirchner ordenó reanudar los juicios (iniciados en el gobierno de Raúl Alfonsín y suspendidos en el de Carlos Menem) contra los militares protagonistas de la ‘guerra sucia’, lo que le reforzó aún más su popularidad, a pesar de que también abundaron las críticas por no haber hecho lo mismo con los jefes subversivos. Después, Kirchner dio otro golpe de efecto al impulsar una ley para permitir los matrimonios homosexuales. Fue por entonces que empezó a hablarse de “la Argentina ‘K’”.
También por entonces, con el ‘socialismo del siglo 21’ expandiéndose con rapidez por América Latina, los Kirchner habrían empezado a soñar en su perpetuación en el poder, tal como lo manda el modelo, mediante la alternabilidad de Néstor y Cristina en la presidencia. Lo cierto es que en 2007, con su popularidad en la cima gracias a su gran sentido político y al inmenso gasto público permitido por los altos precios internacionales de varios de los productos argentinos de exportación, en especial la soya, fue Cristina Kirchner la que ganó las elecciones y asumió la presidencia, a lo que contribuyó que la oposición carecía de proyecto, de unidad y de líder.
La nueva presidente, más ideologizada y con menos habilidad política que su marido, se enredó con rapidez en una serie de conflictos que terminarían radicalizándola. El más significativo fue con los productores agrícolas, en 2008, cuando el gobierno creó impuestos adicionales a las exportaciones del campo, lo que derivó en su paralización y que, como efecto secundario, llevó al endurecimiento del enfrentamiento con la prensa. Fue así que, en medio de la crisis con el agro, el grupo Clarín —hasta entonces cercano a los Kirchner— se alineó con los productores y les abrió grandes espacios para sus críticas y opiniones. La reacción de los ‘K’ fue violenta. Desde entonces, los ataques contra todo el periodismo, no solamente contra el grupo Clarín, no cesaron.
Cristina Kirchner fue también quien ese mismo año, 2008, nacionalizó Aerolíneas Argentinas, en 2009 creó el programa ‘asignación universal por hijo’ y en 2010 amplió las ayudas sociales a los grupos más necesitados. Más tarde, en 2012 (ya en su segundo mandato consecutivo, pues Néstor Kirchner había muerto en octubre de 2010), Cristina le expropió a la compañía petrolera española Repsol el 51 por ciento de las acciones de YPF, lo que la puso en entredicho con toda la Unión Europea, al mismo tiempo que se acercaba crecientemente a la Venezuela chavista, iniciaba su intento por dominar la administración de justicia, rompía con varios de sus aliados sindicales y veía como a su alrededor se multiplicaban las denuncias de corrupción y enriquecimiento ilícito. Denuncias que el gobierno nunca pudo desmentir fehacientemente y que, más bien, trató siempre —hasta ahora— de minimizar y silenciar (recuadro).
Mucho a favor, mucho en contra
El 25 de mayo de 2013, al cumplir los ‘K’ el décimo aniversario en el poder, Cristina Kirchner festejó con multitudes y estridencia lo que describió como la “década ganada”. Para los críticos al gobierno fue, en cambio, la “década derrochada”, pues, en su opinión, la Argentina no solamente sufrió un retroceso muy severo en los derechos y libertades ciudadanas, sino que perdió una ocasión irrepetible de aprovechar los altos precios internacionales de sus productos para avanzar hacia una economía más productiva y menos dependiente de las materias primas. Pero es evidente que los Kirchner pueden exhibir algunos resultados a su favor.
Ante todo, la Argentina pasó, en los años ‘K’, de la depresión de 2001 al crecimiento económico: entre 2003 y 2012, lo hizo a un promedio de 5,8 por ciento anual, con lo que fue el cuarto país latinoamericano con la mayor expansión, detrás de Panamá, Perú y Uruguay. Se podría decir, por cierto, que sus índices fueron más altos porque su economía venía de más abajo, al extremo de que en esa década la Argentina dejó de tener la segunda economía sudamericana, pues ahora no sólo la supera la del Brasil, sino también la de Colombia. Pero, en todo caso, la crisis quedó atrás y, más aún, varias de sus cifras registraron remontadas significativas.
El desempleo, por ejemplo, bajó de 17,3 en 2003 a 7,9 en 2012, a la vez que el subempleo descendió de 45,1 a 34,8 por ciento, con lo que la pobreza pasó de 54 a 21 por ciento, logros que, por supuesto, el gobierno proclama a diario. Y si bien todavía hay algo más de tres millones de personas que viven en casas precarias y la inflación sigue por encima de veinte por ciento anual (22,8 en 2012), la inversión extranjera directa subió de 1.652 millones de dólares en 2003 a 12.561 millones en 2012 y, por añadidura, entre esos años, la deuda pública cayó de 139,3 a 45,2 por ciento del producto interno bruto.
Claro que, mientras tanto, la Argentina pasó de exportador a importador de petróleo, tanto porque consume más como porque produce menos. Cambió, además, los superávits por déficits fiscales y, ante la escasez crónica de divisas, terminó imponiendo un duro control de cambios y restricciones a las importaciones como medidas desesperadas para no tener que devaluar el peso. La consecuencia obvia fue el crecimiento exponencial del mercado negro de divisas, donde el dólar se cotiza hasta setenta por ciento por encima del cambio oficial.
Para colmo, tratando de dar un golpe político previo a las elecciones legislativas de octubre, el gobierno congeló desde el 1º de junio de 2013 el precio de 500 productos básicos mediante un ‘acuerdo’ con las grandes cadenas de supermercados, lo que, casi de inmediato, derivó en la desaparición total o parcial de decenas de productos (azúcar, harina, aceite, arroz, fideos, carne molida, leche, pan cortado, detergente…), en especial de sus marcas más baratas. Además, según reportó la prensa, muchos almacenes impusieron topes de compra, una limitación sin precedentes en la Argentina. Sin embargo, la versión oficial es que el abastecimiento es “absolutamente normal”.
En todo caso, al llegar al décimo aniversario de la Argentina ‘K’, fue evidente que los Kirchner pudieron exhibir algunos significativos éxitos políticos y económicos, gracias a los cuales Cristina empezó la segunda mitad de su segundo mandato con todos los poderes en sus manos, excepto el judicial, contra el que ya empezó la ofensiva final para tratar de controlarlo. Ella es ahora, sin duda, ‘el amo del feudo’. Por eso sus íntimos ya están moviendo las piezas para intentar una reforma constitucional que le permita la ‘re-reelección’, en cumplimiento del anuncio presidencial del 25 de mayo de 2013 de que el proyecto ‘K’ todavía requiere diez años más.
Pero la consecuencia más notoria y acaso más duradera de la década ‘K’ es, probablemente, la polarización de la sociedad argentina, pues el estilo confrontacional de los Kirchner, sumado a una forma de gobierno que trata de cerrar todos los espacios a la crítica y la disidencia, tiene a la Argentina partida en dos y con los puños cerrados, sin que se vislumbre la apertura de un diálogo que permita bajar tensiones y alcanzar consensos, como corresponde en la democracia. Al fin y al cabo, el modelo es así: no reconoce errores, no admite cuestionamientos, endiosa al líder e intenta perpetuarlo. “Los Kirchner registraron como propio el modelo, pero el ‘copyright’ no les pertenece”, según le dijo un analista al diario Clarín. Muchos en la Argentina y fuera de ella están convencidos de que el ‘copyright’ le pertenece a Caracas…
En billetes de 500 euros…
El conflicto de los ‘K’ con la prensa libre no es nuevo: empezó, después de cinco años de convivencia tensa pero soportable, en 2008, cuando Cristina Kirchner se engarzó en una controversia larga y agria con el sector agrícola por un tema de impuestos. La disputa derivó en un paro, al que el gobierno quiso matar con el silencio informativo. Fue entonces cuando, contrariando la demanda oficial, el grupo Clarín —el mayor conglomerado argentino de medios de comunicación— dio amplios espacios a los agricultores e incluso los respaldó editorialmente. La presidente reaccionó con furor.
Desde entonces, y ya van cinco años, el gobierno ha tratado por todas las vías de desmembrar al grupo Clarín y, de paso, a cualquier medio de comunicación que no esté alineado con la política oficial. Y es que cuando se quiere concentrar el poder, eliminar rivales y gobernar para siempre no es difícil encontrar pretextos para atacar a la prensa libre e intentar amordazarla. Pero, para el gobierno ‘K’, Clarín resultó un hueso duro de roer.
Tan duro que cuando el gobierno llevó su litis a las cortes, la justicia le dio la razón a Clarín. Entonces Cristina Kirchner decidió borrar con el codo lo que su marido había hecho con la mano, y emprendió una campaña masiva y agresiva contra los jueces, como preámbulo para intentar una reforma legal que le dé al poder ejecutivo control sobre el poder judicial y, así, con las cortes en sus manos, liquidar de una vez por todas a esa prensa tan incómoda y entrometida, que denuncia sin cesar los excesos y la corrupción. Es decir que cumple con su misión.
Para que esa reforma pase en el congreso, el gobierno necesita ganar las elecciones legislativas de octubre de 2013. Misión difícil pero no imposible, dados el creciente desgaste político de la presidente pero también la desunión de la oposición. En todo caso, aun si ganara el gobierno, la metida de mano a la justicia ya quedó para 2014.
Mientras tanto, todos los domingos desde las 22.00 (hora argentina, claro), el periodista Jorge Lanata está demostrando con testimonios y documentos que aquel anuncio de Néstor Kirchner del 25 de mayo de 2003, cuando asumió la presidencia, de que “la lucha contra la corrupción será implacable”, se extravió en el camino del poder. Está demostrando, en concreto, que los ‘K’ y sus allegados han multiplicado sus patrimonios con negocios muy poco diáfanos, e incluso que han sacado al exterior cantidades exorbitantes de dinero. Tan exorbitantes como cientos de millones de euros.
De euros, eso sí, no de otras monedas, porque la divisa europea tiene billetes de 500, que valen mucho y pesan poco. Porque, según han revelado personas que fueron allegados a los ‘K’, como la secretaria personal de Néstor Kirchner, en el apuro por meter el dinero en bóvedas seguras antes de llevarlo a paraísos fiscales, la lenta y engorrosa labor de contar los billetes fue cambiada por el más eficaz método de pesarlos: un millón de euros son 1.100 gramos. O algo parecido.
En las denuncias de Periodismo para Todos, han aparecido empleados subalternos que, gracias a su cercanía a los ‘K’, ahora son magnates de fortunas faraónicas. Como su antiguo jardinero, que ahora tiene una mansión, una flota de autos lujosos y hasta su propio helicóptero. Y, a pesar de los desafíos habituales de Lanata para que lo desmientan, ninguna de sus acusaciones ha podido ser rebatida. Y el gobierno tampoco ha podido bajarle la sintonía a su programa, a pesar de que recurrió al tosco procedimiento de poner a la misma hora, por los canales oficiales, el mejor partido de fútbol de cada semana.
Pero, según advirtió el mismo Lanata, el gobierno estaría buscando un subterfugio legal para intervenir al grupo Clarín, uno de cuyos medios es Canal 13, y así terminar con Periodismo para Todos y con sus denuncias tan peligrosas para los planes de Cristina Kirchner de cambiar la constitución y buscar un tercer mandato presidencial consecutivo. Es que cuando Lanata sea silenciado, habrá quedado demostrado el axioma actualmente tan difundido de que “los corruptos no son los gobiernos, sino la prensa que los denuncia…”.