Crímenes políticos en la historia.

Por Enrique Ayala Mora.

Edición 438 – noviembre 2018.

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Matanzas a la luz del día

Una tarde, el presidente de la República llegaba a la Casa de Gobierno, que ahora llamamos Palacio de Carondelet. Subió la grada del pretil y, a unos pasos de la puerta, un hombre lo atacó a machetazos. Se le jun­taron tres jóvenes que le dispararon con sus revólveres. Así mataron a Gabriel García Moreno: en la plaza central de la capital de la República, a plena luz del día, a escasos metros del cuartel militar, cuya guarnición no impidió el crimen.

Tres años más tarde, en marzo de 1877, el arzobispo de Quito José Ignacio Checa y Barba, cabeza de la Iglesia del Ecuador, en la ceremonia religiosa del Viernes Santo, tomó el vino del copón y en menos de una hora estaba muerto. Lo habían envenenado con estricnina en plena función que con­memoraba la muerte de Cristo.

El 28 de enero de 1912, también a la luz del día, una poblada tomó el penal de Quito, asesinó a seis líderes liberales que estaban presos, entre ellos al general Eloy Alfaro, arrastraron sus cuerpos por las ca­lles en una macabra procesión y los incine­raron en El Ejido. Fue la “hoguera bárbara”, que terminó con la Revolución liberal y con su caudillo, que luego sería considerado por muchos “el mejor ecuatoriano”.

Sociedad---3Estos son quizá los más conocidos ejemplos de que, en este país que un día fue “isla de paz”, hubo matanzas espectaculares, que hicieron noticia mundial. En realidad, los crímenes políticos se han sucedido en todas las etapas de nuestra trayectoria repu­blicana. Ese es precisamente el tema central del libro El poder y la muerte. Crímenes po­líticos en la historia ecuatoriana, 1830-1959, que Dinediciones acaba de publicar.

Crímenes e historia

“El crimen es noticia”, dicen quienes tratan de explicar por qué los medios de comunicación dan tanto espacio a los ase­sinatos, sobre todo a los más truculentos, las violaciones, asaltos, robos y estafas. Por siglos, los crímenes han tenido enorme im­pacto en las sociedades. Han sido objeto de las conversaciones de corrillos, han copa­do los grandes titulares de los medios, han condenado a la derrota a notables persona­jes o han consagrado como figuras públicas a desconocidos.

Incluso se dice que los crímenes polí­ticos han cambiado la historia. Suele afir­marse, por ejemplo, que el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria en 1914 fue la causa de la Primera Guerra Mundial. En realidad no fue así. Los hechos puntuales no pueden cambiar radicalmente la historia, cuyos procesos se dan por causas estructurales complejas. Pero sí es ver­dad que muchas veces un proceso histórico se ha acelerado o precipitado por el impac­to de un crimen político.

En nuestro país los historiadores han narrado, a veces con detalle, los crímenes políticos que han sacudido su historia. El tema no es nuevo. Tradicionalmente se los ha visto desde dos perspectivas. En algunos casos, se les resta importancia y se les con­fiere un carácter episódico, sin conectarlos con la vida de la sociedad. Se los trata como una “desgracia” ocurrida sin mayores re­percusiones sociales. En otros casos, se ven los hechos como causas determinantes de procesos históricos, como si fueran el ori­gen de las grandes contradicciones sociales o las revoluciones.

En el primer caso, el ocultamiento, pueden contarse los asesinatos del general Otamendi, en el siglo XIX, o el del dirigente campesino indígena Lázaro Condo hace varias décadas. En el segundo caso están el “tiranicidio” de García Moreno o el “arrastre” de Eloy Alfaro, que se reputan como momentos en que la historia cambió de rumbo. Pero, en realidad, ninguna de las dos percepciones es correcta. Ni la muerte de un personaje histórico es meramente episódica, ni un “magnicidio” puede ser considerado causa per se de la historia. Todos son elementos de una realidad cuyos procesos están determinados no por lo certero de un puñal asesino, sino por las contradicciones sociales. Ningún crimen político está fuera de los conflictos y procesos de la sociedad en que se produce.

¿Por qué estudiar crímenes?

Los crímenes políticos, en la medida que son una suerte de “shock” social, son espacios para visualizar las contradicciones de la realidad. Son como “radiografías” del cuerpo social. Por ello, estudiar los crímenes que se han cometido en el pasado de una sociedad es un camino para entenderla. Tiene la ventaja de que así nos acercamos a los hechos de la historia no como abstractos, sino como realidades concretas. Ver de cerca los momentos de conmoción social permite entender mejor a los actores y sus circunstancias.

Estudiar un crimen, sus causas y autores, sobre todo buscar su esclarecimiento, es sumergirse en la “opinión pública” prevaleciente. El estudio de crímenes socialmente significativos como, por lo general, resultan los que se cometen por motivos políticos, se convierte en privilegiada oportunidad para analizar la sociedad, particularmente sus percepciones sobre la vida humana, la lucha política, las formas ideológicas o las corrientes de opinión que surgen como respuesta al hecho y que reinterpretan el mismo hecho. El cómo los actores sociales reaccionan ante un crimen político, cómo se lo investiga, cómo se hallan sus responsables y, sobre todo, cómo se adjudica protagonismo a sus víctimas, suele convertirse en una especie de vitrina que nos permite ver mejor una realidad compleja.

Si bien los “sacudones” que traen los asesinatos políticos son hitos importantes en la historia, estos están inmersos en una causalidad compleja. Deben, pues, investigarse no solo las circunstancias concretas y la “verdad” de sus responsables, sino el marco político y social en que se producen. Solo esto permite entenderlos correctamente.

Sociedad---2Los crímenes políticos se enmarcan en la estructura de la sociedad y, al mismo tiempo, expresan y forman la opinión pública. Entre los autores es frecuente hallar interpretaciones que buscan, en los medios de opinión (periódicos, revistas, manifiestos, publicaciones especializadas, emisiones de radio, etc.), exclusivamente información sobre los hechos. Se los usa como “fuentes” o documentos donde están los datos para partir de ellos hacia una interpretación. Pero, además, esas “fuentes”, esos medios de comunicación, son en sí mismos parte de una visión ideológica de la realidad y no ofrecen solo datos, sino también una mane­ra determinada de ver la realidad.

En términos generales, se puede afir­mar que un hecho social, más específica­mente un crimen, adquiere una dimensión política cuando se vuelve un fenómeno de opinión pública; es decir, cuando origi­na formas de interpretación ideológica de la realidad y, a su vez, se vuelve relevante cuando es objeto de interpretaciones en los medios de comunicación.

Crimen político en la historia del Ecuador

Los crímenes que pueden considerarse “políticos” en nuestra historia son muchos y de diversa naturaleza. Al escribir sobre ellos, se debe realizar una dificultosa selec­ción. Eso es precisamente lo que se hizo al preparar el libro El poder y la muerte. Cier­tamente quedaron fuera muchos casos im­portantes, pero los que se incluyen son, sin duda, representativos e interesantes.

Ecuador nació en 1830 a la sombra de un crimen: el asesinato del mariscal An­tonio José de Sucre, cuyas consecuencias sacudieron al país e incluso a la actual Co­lombia por largos años. Bajo el régimen del primer presidente, varios de sus opositores, entre ellos periodistas pioneros, fueron ase­sinados. Pero luego también lo fue su prin­cipal lugarteniente, el general Otamendi.

La muerte del mariscal Sucre pesa en la historia no solo como un hecho que cambió el liderazgo de la fundación de la República, sino por las implicaciones en la trayectoria de sus actores. Obando, el principal acusado, fue el caudillo más popular de Nueva Granada en su tiempo. Con la sangre de Sucre en sus manos, Juan José Flores, otro sospechoso del crimen, fue nombrado tres veces presidente. Su participación en el crimen fue usada como arma política por sus adversarios liberales.

Gabriel García Moreno gobernó el país con represión y orden entre 1860 y 1875. La violencia que sembró como gobernante la cosechó en su truculento asesinato. Los crímenes políticos continuaron en los años siguientes con la “sacrílega” muerte del ar­zobispo Checa y Barba, y con la sospechosa eliminación del destacado político Vicen­te Piedrahíta, que fue investigada por una agrupación con un nombre tremebundo: Sociedad de la tumba.

La cárcel estaba desprotegida, el poblado penetró a las celdas, un cochero de apellido Cevallos golpeó a Alfaro y le dio un tiro en la frente, luego mataron a Ulpiano Páez. A Manuel Serano lo apuñaló una mujer, al pe­riodista Luciano Coral le cortaron la lengua y finalmente mataron a Flavio Alfaro. Arras­traron los cadáveres por la calle Rocafuerte gritando: “Viva la religión”, “Muerte a los masones”.

La Revolución liberal, que se extendió entre 1895 y 1912, estuvo penetrada de vio­lencia. Bajo el Gobierno de Eloy Alfaro se dieron varios asesinatos de cariz político. Y luego se derramó la sangre de los propios revolucionarios que luchaban entre ellos. El galante general Terán cayó bajo las ba­las de un marido celoso, pero su muerte trajo consecuencias políticas. Luego vino la guerra civil con su cadena de muertos en batalla y de personajes caídos por acción del crimen. Montero, abaleado durante su consejo de guerra, y el propio Eloy Alfaro con sus cinco acompañantes, arrastrados por las calles de Quito. Al fin, la misteriosa muerte del candidato presidencial, el gene­ral Julio Andrade.

El deceso de Julio Andrade se produjo en medio de un acto organizado por Leonidas Plaza para dar un golpe de Estado, pero al parecer su muerte no estaba planeada. Andrade fue víctima de una bala que se disparó mientras se realizaba la toma de un cuartel. Sin embargo, Plaza cargó con esta acusación que se sumó a la de su ambiguo rol en la muerte de Alfaro.

Los agitados años veinte atestiguaron el surgimiento de los trabajadores como ac­tores sociales y políticos, pero también su “bautismo de sangre”, con la atroz matanza del 15 de noviembre de 1922. La inestable primera presidencia de José María Velas­co Ibarra tuvo su rasgo sangriento cuando apareció muerto el chofer presidencial, al parecer, para ocultar un lío de faldas del mandatario. Arroyo del Río no fue solo el gobernante del desastre territorial de 1941, sino también la cabeza de un régimen auto­ritario y abusivo, cuyos actos de represión crearon varias víctimas y precipitaron la “Gloriosa” de 1944.

En los años cincuenta se considera que hubo paz y estabilidad. Pero no estuvieron exentos de episodios como la muerte de Isi­dro Guerrero, que se convirtió en víctima perenne del velasquismo. Y, al final de esa etapa, en 1959, una conmoción social en Guayaquil devino en una matanza en gran escala que muchos han tratado de “justifi­car” en nombre del orden político.

Así concluye el libro El poder y la muerte, dejando para una ulterior publicación los crí­menes políticos cometidos desde los sesenta hasta nuestros días. Estudiar desde diversas perspectivas el crimen político en la historia del Ecuador no es solamente un ejercicio para satisfacer la curiosidad que suelen despertar estos hechos, sino para entender mejor nues­tras raíces y los fenómenos de violencia que nos han acompañado toda la vida del país.

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