Criaturas de la ciudad silente

Por José Luis Barrera.

Ilustraciones: Paco Puente.

Edición 458 – julio 2020.

UNO

Parado a unos cien metros del super­mercado, miro a mi alrededor como delincuente en medio de la escena de un crimen. En este caso, no hay delito, solo miedo.

Miedo a un tipo que se abanica con la lista de la compra, al guardia de la farmacia que está al otro lado de la calle y a esa mujer que se adhiere a mi espalda, inmune al “dis­tanciamiento social”.

—¡Es que se van a colar! —responde cuando le reclamo.

Quiero reprimir mi repulsión, pero no puedo. Odio a mis semejantes porque les temo. No me han hecho nada, pero siento que dejaron de ser mis vecinos para conver­tirse en asesinos potenciales o en armas bio­lógicas ambulantes. Sé que ellos piensan lo mismo de mí —lo noto en sus ojos—, y estoy seguro de que, igual que la mía, sus masca­rillas son diques que contienen las arcadas.

Hasta hace poco, rogábamos que se acabe el tráfico, que todos se metan en sus casas, que nos dejen naufragar en el silen­cio. Ahora, el sueño se hizo realidad y es una distopía.

La mujer de atrás me da un empujón: —¡Camine, camine! —y toda la columna avanza al unísono; parecemos trabajadores de Metropolis al terminar la jornada labo­ral: la cabeza gacha sigue a unos pies que se arrastran hacia la derrota.

Un guardia me detiene antes de cruzar la puerta del mercado.

—Cierre los ojos… levante los brazos… gire… alce un pie… el otro…

Caen las órdenes en catarata, mientras el rocío de alcohol me lava la ropa y un disparo del termómetro —con forma de pisto­la— me perfora la frente.

Finalmente, logro entrar. En el primer pasillo hay una pelea terrible por las verduras —escasean, igual que el papel higié­nico—; los cochecitos se cruzan en la auto­pista de baldosa y, a veces, alguien estrella el suyo contra una percha, desparramando jabones o salsas.

Yo, como de costumbre, no encuen­tro cosa alguna. No es falta de pericia para comprar, es más bien ese miedo estúpido que me persigue desde hace días y que se parece mucho a la vergüenza. ¿A qué? No lo sé. Tal vez a toser: —“Lo juro: no tengo peste”, me justifico ante mí mismo —y a que un guardia empiece a dispararme.

—¿Es ciego o imbécil? —me dice, de pronto, un tipo tan alto como gordo—. ¿No ve las flechas en el piso? Le indican que circule en una sola dirección; usted está en contra, ¡quítese!

El hombre empuja mi cochecito y, sin dejar de insultarme, trota hasta quedar fuera del pasillo. Tres mujeres que vieron la escena esquivan mi mirada, yo la de ellas. Tomo un paquete de galletas que no nece­sito y escapo hacia el área de mascotas. Allá no hay flechas, así que puedo ser un animal invisible.

DOS

A las seis de la tarde, todos los días desde que empezó la cuarentena, un alari­do corta de tajo el silencio. Enseguida, los pájaros huyen entre graznidos y los perros empiezan a ladrar.

Luego del grito se oye un terrible: “¡Au­xilio!” Otro y otro más. Es la voz de un niño que, en medio de lágrimas, pide que lo res­caten.

En las ventanas de los edificios se ven caras que, consternadas, buscan a la criatura. Algunos tienen sus celulares en la mano, seguramente piden ayuda a los policías, de un tiempo a esta parte, ellos solo aparecen en la avenida, dos cuadras abajo.

El niño que grita no se muestra. ¡Es desesperante! Al menos si supiéramos quién es o qué le ocurre, pero la incerti­dumbre es la realidad más terrorífica.

El resto del día transcurre entre la mo­dorra y el silencio, mas, cuando se acerca la hora maldita, los vellos se erizan porque nos sentimos cómplices de una infamia.

—¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Déjenme salir…!

Como siempre, a los pocos minutos, vuelve la calma. Los fisgones se atrincheran tras las cortinas y vuelven a sus comedores con un nudo en la garganta —es tan grande que se ha convertido en dogal—.

Sin embargo, esta tarde es distinta: la onda expansiva de alaridos infantiles hace que mi hermana salga despavorida del apartamento. No puede soportar la duda un minuto más y, cueste lo que cueste, ha decidido averiguar los nombres de víctima y criminal. Por la prisa, incluso deja olvidada la mascarilla, su compañera inseparable aun dentro de casa.

Al principio no me atrevo a seguirla, re­tuerzo mis manos, descorro la cortina y busco comprensión en los desconocidos que ya se han asomado a las ventanas. Finalmente, no puedo acallar mi conciencia y, cogiendo un pañuelo para taparme, corro hacia el as­censor.

Desde que empezó la pandemia no quiero salir ni para hacer el bien, mas el miedo al ridículo —el mismo que sentí en el supermercado— es más poderoso que la muerte y me atornilla al piso. Unos, dos, tres, cuatro… se suceden los pisos en la pan­talla y, cuando el elevador finalmente llega al mío, mi corazón late incontrolable: piensa que estoy a punto de suicidarme.

Las puertas se abren y aparece mi her­mana; está triste aunque calmada.

—¡No vas a creerme! No es un niño maltratado.

—¿Y los gritos?

—Es que tiene autismo, y solo quiere salir.

TRES

A lo lejos se divisa un piquete de sol­dados y policías. Los ocupantes del coche, temblorosos, cruzan miradas.

Uno de los tres en el asiento posterior acomoda al hombre que duerme en la mi­tad. Lo hace con tanta fuerza que la cabeza de su compañero parece zafarse del cuello.

—¿Y si no paramos?

—¿Te volviste loco? —grita el conduc­tor reduciendo la velocidad—. Calmados y todo estará bien.

El coche se detiene junto a un militar que, enseguida, empieza a mirarlos con sospecha. Nadie dice nada hasta que el acento costeño del soldado inunda el Trooper azul.

—No se puede circular con más de una persona, señores, ¿adónde van?

—Tenemos salvoconducto…

El militar los ignora, mirando fijamente a los tres ocupantes del asiento trasero.

—Despierte al caballero.

—Le digo que tenemos salvoconducto, oficial.

—Eso solo sirve para una persona, UNA SOLA… ¡Y despierte a su amigo, es una orden!

Los ocupantes del Trooper se revuelven en sus asientos y sueltan frases inconexas: “No estamos lejos”, “Ya llegamos”, “Ocú­pense de los delincuentes y no de la gente honesta”.

El soldado, perdiendo la paciencia, pide refuerzos.

—Despiértele o no se mueven de aquí…

Otro soldado se acerca, mientras un po­licía se queda a pocos metros de distancia, controlando al resto de automóviles que, en estampida, salen de Guayaquil.

—¡Suficiente! ¡Bájense!

—No, no —dice, al fin, el hombre que está a la derecha del dormido—, no podemos: se nos acaba de morir y lo estamos llevando a Cerecita… ya sabe… aquí cerca.

El soldado mira a su compañero y, evi­tando acercarse a la ventanilla, llama al policía para que haga el reporte.

—Bájense del carro, señores, no pueden seguir —dice, alejándose.

CUATRO

Una mujer salía a la calle tres horas des­pués de empezado el toque de queda. Lleva­ba a un perro de raza indefinible. Quizá lo rescató durante la pandemia porque, antes, nadie los había visto en el barrio.

El perrito olisqueaba por aquí y por allá, mientras la mujer lo seguía sin decir palabra. Ambos recorrían siempre el mismo trecho: desde la avenida principal hasta un callejón sin salida, tres cuadras arriba. A lo lejos, se escuchan sirenas de patrulleros y, a veces, un tiro al aire.

Al inicio del “quédate en casa”, los vo­yeristas miraban en silencio a la mujer y su perro, pero con el transcurso de los días, el miedo condujo a la ira y, entonces, empeza­ron los gritos:

—¡Métete en la casa!

—¡Por tu culpa nos vamos a morir!

—¡Lárgate!

Ella, inmutable, seguía caminando con el animalito. Su arma era el silencio —quimioterapia tan eficiente para aniquilar a la peste como a nosotros mismos—; parecía vivir en otro universo, ni siquiera volteaba a ver a sus enemigos.

Después de dos semanas, aparecieron un par de mirones que la defendían con timidez. Y pronto, surgieron muchos más, hasta convertirse en tantos como los que la atacaban. Ella permanecía indiferente al fuego cruzado. Y el perro también.

Sin embargo, la situación se volvió in­sostenible.

Todo acabó un domingo —que, aun en cuarentena, es el más incongruente de los días—. Era muy temprano cuando, en la ca­lle, empezaron a escucharse gritos.

—¡Desgraciados!

El escándalo hizo que los voyeristas des­corrieran sus cortinas: en el callejón sin sali­da, estaba la mujer con su perrito en brazos.

—¡Mil veces hijos de puta!

Nadie se atrevía a decir palabra.

—¿A ustedes qué les importaba que yo salga? ¿Por qué le hicieron esto? ¡Él era mi amigo! ¿Quién fue el que lo envenenó? ¿Quién?

CINCO

Alba está muerta e incinerada, pero hoy, de pronto, pide hablar con su hermana. No hay paradoja física ni juego de palabras o espiritismo, solo el absurdo tremendo de la realidad.

Su familia la lloró e hizo el sinnúmero de papeleos que reclama Caronte para de­jar que los muertos vayan al cementerio. Sin embargo, cuando la resignación finalmente duerme entre cuatro paredes, un funciona­rio del hospital llama y les dice que tiene una buena noticia: esa Alba de cenizas no es “su” Alba.

—Pero la quemamos…

Al otro lado de la línea se apresuran a decir que no se trata de una broma, que hubo un error, que la difunta no es difunta, en fin… Nadie entiende nada, ni siquiera el que da la “buena nueva”.

El día que murió Alba, nadie pudo ase­gurarse de que era ella la que estaba en la morgue del hospital, por miedo a la peste. Tres cadáveres, dos hombres y una mujer, yacían en el cuarto frío, donde un forense se encargaba de informar a los deudos que no era posible tocar los cuerpos.

—Tal vez tuvieron covid; aún es conta­gioso —explicaba el funcionario, tratando de alejarse.

Luego, vinieron los papeles y el periplo entre oficinas públicas y privadas, hasta que, transcurrida una semana, dejaron que Alba-muerta se marchase. Desde entonces, los deudos regalaron ropa y muebles de la fa­llecida, como haciendo espacio para la urna.

Esta resultó mucho más pequeña de lo que imaginaron —es curioso que un ser de casi metro sesenta quepa en un absurda­mente chico paralelepípedo—. La coloca­ron en la sala, cerca de la puerta, y allí estuvo cuando, un mes después, los llamaron para decirles que esos despojos eran de otro.

—Lo importante es que “la suya” está viva y quiere verlos.

Minutos después, un celular empieza a proyectar la imagen de esa muerta que en realidad vive. Lleva despierta desde hace poco y se encuentra desconcertada, pero su cara —aunque parcialmente cubierta por la máscara de oxígeno— es la de una mujer feliz porque sabe que triunfó sobre la muerte.

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