Por Paulina Simon Torres.
Edición 451 – diciembre 2019.
Para cada generación existen nuevas herramientas de crianza, algunas, si se quiere, más apropiadas que otras; y otras ya tachadas de entrada como tóxicas. Ahora nos enfrentamos a la era de las pantallas o, mejor dicho, al contenido que nuestros hijos devoran en esas pantallas.
Hace un tiempo, con ese típico afán que me caracteriza de hacerme la mamá rebelde, moderna y graciosa en Facebook, posteé algo sobre los nuevos hábitos de los niños: “Yo pensaba que los bebés eran aburridos y ansiaba que mis hijos crezcan para tener de qué hablar. Me arrepiento. Ahora no se callan sobre Fortnite, Marshmallow, slime y otras cosas que no sé ni qué son, pero sé que existen en YouTube”. Este tipo de posts logran muchos likes. No es que yo tenga algún tipo de estrategia o que ande en pos de conseguirlos, pero generan simpatía porque son reales. Tenemos una vocación de compradores o fabricantes de slime, tenemos hijos que empiezan a tener sus propios gustos musicales (que evidentemente no se parecen en nada a los nuestros), y que exigen su tiempo de pantallas para sus propias apps, juegos y videos.
Mis posts tienen muchas veces un aire de despreocupación, como si me tomara realmente a chiste el asunto este de la crianza, pero las personas que me conocen saben que no es así. Tuve 79 comentarios, que parecen bastantes para un post tan simple. Estaban los padres que agregaban otras curiosidades sobre los gustos de sus propios hijos; los que alegremente compartían fotos de las listas de Spotify hechas para que sus hijos viajen en el carro sin volverlos locos; personas más jóvenes que aprovechaban para contar cuáles habían sido sus divertimentos de niños; y los defensores del slime (por si a estas alturas siguen sin saber qué es, se trata de una especie de plastilina pegajosa, húmeda y melosa, brillante, olorosa, que en cuestión de minutos termina hecha un asco y pegada donde no debe). También estaban los comentarios de personas menos cercanas advirtiéndome que disfrute ahora de las ocurrencias y el parloteo de mis hijos, mientras son pequeños, porque luego de adolescentes no van a querer hablar conmigo nunca más. En redes están los que te conocen y te celebran cualquier cosa, los que no sienten ningún interés por lo que posteas, los que crían mejor que tú y te lo hacen saber (“Mis hijos no usan Internet”). Y también están aquellos que no te conocen pero que tienen su opinión. En este caso, una persona desconocida para mí, con un seudónimo, el nombre propio de un negocio o algo por el estilo, me comentó: “YouTube los educa por ustedes”.
Me quedé contemplando largamente el mensaje, sin saber qué pensar. ¿Ven mis hijos demasiado YouTube? ¿Los he abandonado frente a la computadora sin darme cuenta? ¿Tiene esta persona extraña la razón?
Empecé a retroceder en el tiempo y a pensar en mi hijo mayor y la primera vez que empezó a lanzarme telarañas. Tenía un poco menos de tres años y hacía un sonido, como un silbido contenido, mientras me apuntaba con el meñique y el índice hacia arriba y el anular y el medio doblados, mientras abría las piernas y flexionaba un poco las rodillas. Todo este conjunto de gestos me parecía fascinante, requería una cierta coordinación en esos dedos diminutos y regordetes, y el silbido y las rodillas, todo un cuadro de ternura y sospecha a la vez. ¿Qué haces?, le pregunté. Soy Spiderman. Sorprendida le pregunté que quién era ese tal Spiderman y solo continuó lanzándome sus telarañas mientras se desplazaba por toda la casa con las rodillas flexionadas. Nosotros no teníamos televisión en ese tiempo y manteníamos una política muy estricta con ver videos. Solo veíamos Baby Einstein y un poco de La casita de Mickey Mouse, todas las mañanas y las tardes. Nunca nos han interesado los superhéroes y, de hecho, sentíamos que era una cultura un poco aborrecible. ¿De dónde salió entonces el Hombre Araña, tan resuelto y bien interpretado? De la guardería, pensé. Sin embargo, cuando les pregunté a las maestras, me dijeron que no sabían de ningún niño que hubiera visto las películas o que conociera el cómic y que parecía que el nuestro les había enseñado porque ahora todos estaban obsesionados con el tema. “Está en el aire”, fue la mejor respuesta que obtuvimos.
A los tres años los niños empiezan a tener gustos propios. Uno va sembrando o imponiendo ciertos hábitos, como oír todas las mañanas “Bohemian Rhapsody” en el camino a la guardería, y aunque la aman y cantan a coro —Mamaaa ooohhh!— eso no implica que a continuación no exijan oír “¡Libre soy!”, la banda sonora de la película Frozen, de Disney, que yo también me sé y canto en inglés y en español con todo y mímica.
Es posible que a esa edad todo tenga una cierta ternura implícita en cada detalle. Cuando al fin no pudimos evitar que todos los superhéroes llegaran a vivir a nuestra casa, Hulk era verde porque comía aguacate, y Flash rojo por los tomates, y así. Todos los personajes que teníamos en tan poca estima pasaron a ser parte de la familia, a sentarse a la mesa para que el niño también coma, a bañarse para que el niño se bañe feliz, y así. Un fin utilitario, alegre, que no causó mayor daño colateral.
Con YouTube la cosa no es tan simple. Han pasado casi seis años desde que Hulk comía aguacate y ahora el tema de los gustos, la personalidad, la voluntad y los recursos para ejercerla, han cambiado. Mis dos hijos, que antes eran hermanos/rivales en competencia por ser el más atendido por la madre o el padre, ahora son un bando sólido en contra nuestra. Forman un equipo inquebrantable para salirse con la suya, pedir, rogar, imponer, insistir o simplemente hacer. Si quieren oír una canción de Imagine Dragons, la banda de moda entre niños de entre cinco y diez años, secuestrarán los teléfonos, cables, computadoras, parlantes, harán todo lo que tengan que hacer. El uno pide que lo dejen oír otra vez “Believer”, la canción insigne de este grupo de integrantes masculinos, hombres fornidos y repletos de tatuajes (me pregunto qué sentirán al saberse los ídolos de una generación de escuela primaria), y si le dices que no, que ya ha escuchado cuatro veces “Believer” y recién son las ocho de la mañana, el otro secuestra el teléfono y vuelve a ponerla. Entonces, como medida pacífica, para recuperar el bendito aparato al que, de un modo u otro, sea por trabajo, ansias, novelería o adicción, vivimos pegados, les decimos que bueno, pero que sea la última vez. Mi hijo menor, que todavía tiene los cachetitos redondos y colorados pero que ya tiene la actitud de un maleante de Básica, usa esa carita para pedir siempre en un tono de voz dulce: “¿La ultimísima?”, y así es cómo oímos “Believer” veinticinco veces al día en YouTube.
No sé si somos permisivos. Tampoco soy autocrítica sobre la cantidad de actividades lúdicas que hacemos juntos: manualidades, lectura, deportes, jugamos cartas y luego cada uno tiene su “tiempo de pantallas”, que ya es una frase acuñada, en inglés y en español, para pasarse embobado frente a algún aparato. Ellos no tienen ningún dispositivo propio, les prestamos nuestra computadora o ven cosas en la televisión. Y es aquí donde siento que los puedo perder.
Una vez que recibí el mensaje en Facebook sobre cómo educa a mis hijos YouTube, empecé más formalmente a sentarme con ellos a ver qué es lo que ven. Antes habíamos visto juntos miles de tutoriales, qué yo pensaba eran la razón de ser de YouTube. Los que enseñan a hacer slime casero (nunca jamás funciona), algunos de repostería, los de origami, los de fabricar armas de cartón. Todos relativamente inofensivos. Pero en esos momentos en los que ellos tienen su “tiempo de pantalla” y yo estoy barriendo en otro cuarto o doblando ropa, YouTube les sugiere cosas y ellos optan por seguir la sugerencia. Una media hora después llego yo y apago todo sin necesariamente saber qué veían. Pero poco a poco en las comidas, en los largos viajes en auto, en la tina, se empieza a filtrar la información y empiezan a hablar de personas que no conozco, a decir palabras que no sé qué significan, o a hacer sonidos insoportables miles de veces: como de redoble de tambor, como de pistolas disparando, no sé bien ni cómo describirlos, solamente que cada palabra o frase que dicen termina con un efecto de sonido. Comentando esto con una amiga me decía: “¿Y no has notado que hablan como mexicanos?”. Y sí, es verdad, tienen una tonada, que es menos quiteña y más mexicana, y a veces también se refieren a alguien como “ese chaval” o cosas por el estilo. ¿Qué está pasando? En serio, ¿qué está pasando?
No es que no me hubiera fijado, pero ahora se me hace evidente. Todo youtuber de moda es mexicano o español, todos usan estúpidos y pegajosos efectos de sonido, todos forman comunidades en torno a juguetes, retos, juegos de video. Ojo que estoy hablando de los de índole todavía apropiada para niños de hasta cinco años. Luego están los que reciben spam y en los que aparecen personajes terroríficos para amedrentar a los niños: aparecen los retos suicidas y las sectas y otro tipo de cosas que andan sueltas por Internet, pero que conjuraré fuera de este artículo.
Me siento con mis hijos a ver qué es lo que causa tanta pasión entre los niños de su edad y me alarmo al observar que lo que ven con más interés es un canal de YouTube en el que un papá juega con sus dos hijos, Dani y Evan. Es un clásico canal de YouTube de unboxing, que significa que hay alguien abriendo cajas de algo, en este caso, siempre de un juguete nuevo, el de moda, el que publicitan. Pero en el caso de Dani y Evan, yo veo este añadido, que con toda seguridad es un padre de familia español “en el paro” que, para ganarse la vida con su millón y medio de seguidores, juega con sus hijos. ¿Por qué mis hijos tienen que ver a un papá jugando con sus hijos? No quiero responder esta pregunta, es retórica. ¿Por qué un millón y medio de niños quiere ver esto? Tal vez ningún papá quiere.
YouTube no es un sitio web indicado o adecuado para menores de trece años, tal y como marca el propio YouTube. Nadie debería abrirse un canal en YouTube por debajo de los trece años. Pero el peligro no solo radica en abrirse un canal por debajo de los trece años para poder subir videos propios, compartirlos, comentarlos, etc., radica en que la visualización de videos es libre para cualquier edad, y esto es peligroso para los menores.
Mientras escribo, mi hijo ve los apuntes que tengo y me pregunta: ¿Estás escribiendo de lo que vemos en YouTube? Ajá, le contesto. Y entonces toma mi hoja y empieza a hacerme una lista de todos los youtubers y canales que a él y a su hermano les gustan: Pino y Ares, un par de niños completamente sosos que no entiendo qué es lo que hacen, pero la única vez que vimos juntos un video, mi hijo menor no podía luego ir al baño solo porque se le aparecía un hombre disfrazado de payaso, emulando un poco y muy precariamente al de la película It. El gallinero de Mike, mucho mejor producido que los otros, pero igual de estúpido en su contenido: Mike es un tipo que recuerda levemente al famoso personaje del científico Beakman que apareció en televisión durante todos los noventa, y enseñaba ciencia y experimentos a los niños. Este Mike tiene un aire, pero no enseña nada, solo hace retos estúpidos de comida: veinticuatro horas comiendo comida china enlatada, veinticuatro horas comiendo chocolate. Alecmolon, un chico que con muchísimos recursos y amigos hace películas sobre los contenidos de Fortnite, el mundialmente famoso y polémico juego de video de estrategias de guerra y supervivencia. Como mis hijos tienen Fortnite totalmente prohibido (alguna prohibición deben tener), entonces aman ver canales como estos en los que los adolescentes idolatran el juego, los personajes, imitan sus bailes, se disfrazan de ellos, y usan una jerga totalmente propia, que a través de España ya nos llega traducida y mezclada entre inglés y español: Lolito, que aparentemente recibe ese nombre por un youtuber, se le dice al jugador que va aprendiendo estrategias. Un noob (se dice nuf) es un principiante o perdedor en Fortnite, pero también puedo ser yo cuando no meto un aro o un gol o algo me sale mal en general: Mami, qué nuf. Luego están los pro, que son todos los ganadores, todas las cosas buenas y todo lo que sabe rico. Lo que en otros tiempos era bacán, ahora es pro y a veces es tan pro que es full pro.
Yo soy noob en esto de la crianza. La señora del comentario sobre cómo dejamos que YouTube críe a nuestros hijos, estoy segura, ni siquiera se imaginaba cuánto. En medio de esta investigación, voy descubriendo que mis hijos han crecido. Que tienen amigos a quienes llaman por videollamada para ver videos juntos en YouTube. Ven Si te ríes pierdes, que no es otra cosa que videos de gente que se cae, se tropieza o tiene los accidentes más graciosos e inverosímiles que veíamos en la tele hace casi treinta años en America’s Funniest videos. Es lo mismo, pero ahora lo ven en línea y conectados con otros amigos.
Mis hijos tienen su propia jerga, sus efectos de sonido, dicen “pan de ajo” cuando quieren decir “pendejo”. ¿Dónde quedaron Mickey Mouse, los dibujitos educativos y el Hulk que comía aguacate? El mundo se pervierte, se complica, empeora, se va a pique, o simplemente mis hijos crecen y con ellos aparece una nueva generación.
¿Es normal? Es horrible. Es como cuando en mi generación oíamos Marilyn Manson y los papás creían que estábamos en sectas satánicas. ¿Será que así empieza la incomprensión, el sesgo, la separación entre padres e hijos, la censura?
Me resisto a creer que mis hijos se van a criar por medio de YouTube, porque pretendo seguir ahí cerca. ¿Debería hacer de YouTube mi mayor enemigo o solo controlar los filtros de seguridad? ¿O sentarme a vigilarles todo el día para que no se desvíen del buen camino, del mundo analógico? ¿Amarrarles a la silla a que lean libros mientras oyen Los Beatles en disco de vinilo? Efectivamente, lo hago. Pero no puedo negar todo lo demás, que proviene del mundo y la generación que ellos habitan.
Hay algo que me enseñaron en la escuela de mis hijos, la regla número uno de Montessori (o al menos la única que me aprendí): No puedes controlar el mundo en el que tus hijos viven, pero sí puedes darles las herramientas para que ellos aprendan a vivir en él; a lidiar, a discernir, a autorregularse y elegir entre aquello que les hace daño y aquello que les hace bien. Yo misma, a mis 38 años, sigo aprendiendo sobre este principio de vida y espero que podamos aprender juntos ellos y yo. Quizá encontremos un buen tutorial en YouTube.