Creer 

Ilustración: Mauricio Maggiorini.

Tengo una amiga que empezó a creer en Dios después de un cáncer, otra que le reza a su madre muerta, alguna más cree en su ángel de la guarda e incluso tengo alguna conocida que es devota de lo que le dice el tarot.

Algunos depositan su fe en un equipo de fútbol y otros en la lotería.

Hay quien se entrega a la naturaleza como madre y creadora, y otros hacen rezos laicos a la energía que desprendemos los seres humanos: las moléculas que aman.

Existe gente que cree en el demonio como el primer revolucionario, el fundador de los antisistema, el verdadero líder de quienes no se quieren adaptar a los poderes establecidos.

Borges habló del culto a Judas, aquel chivo expiatorio qué pasó a la historia como el traidor, que en la tragedia del calvario recibió el papel de malo o peor: el papel de miserable, de usurero, de mediocre.

Hay quien cree en el amor romántico como la fuerza que lo mueve todo, que nos hace latir el corazón como debe latir un corazón. “Razón de vivir mi vida”, que cantaba el maestro.

También se cree en Buda, en Jehová, en Allah, en Shangdi, en Tian, en Shiva, en Krisna, y en decenas de dioses a lo largo y ancho del planeta.

Hay quien cree en la plata como se cree en un dios.

Se cree en los símbolos, se cree en los ritos, se cree en la vida después de la muerte, se cree en el pecado y en el perdón.

Se cree que los gatos negros o las lechuzas son malignas. Una polilla grande es señal de desgracia. Se cree en los sueños que advierten el futuro.

Se cree en la adivinación, la brujería, el mal de ojo, las pulseras rojas, las pirámides, los hechizos, el vudú, los maleficios, los baños de suerte, los chamanes y las brujas.

Se cree, por supuesto, en la ciencia, que venimos del mono, que nos adaptamos a las condiciones adversas, que las vacunas salvan vidas, que los virus y bacterias nos enferman y nos matan. Se cree en el dolor físico, la decadencia, el ahogo, la sangre, el vómito y la desaparición de todo aquello que éramos por culpa de una enfermedad.

Se cree en la palabra. Yo creo en la palabra. Mi acto de fe es la palabra. Y la palabra es “creo”.

Y con eso, por ahora, me basta.

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