Por Leila Guerriero
Es sábado. Salgo a correr y, por error (porque es igual al mío; porque está donde yo suelo dejar el mío), me llevo el iPod de otro. No de cualquier otro: me llevo el iPod del hombre con el que vivo desde hace quince años. Un iPod en el que —como en los cajones, bolsillos y armarios del hombre con el que vivo: todo ese sereno y vasto territorio llamado “intimidad”— no sé qué hay. Porque, aunque conozco la música que le gusta, la selección personalísima del iPod es otra cosa. Es la banda de sonido de la más exquisita soledad. Es sábado, entonces, y salgo a correr con el iPod de otro. Al principio no me doy cuenta —porque en el iPod suena una canción de Radiohead que también está en el mío— pero, después de correr dos cuadras, un chorro de música revientacráneos me baja por el esternón, me hace estallar los tímpanos y, pasado el sobresalto (“¿Cómo vino a parar esto acá?”), entiendo qué es lo que sucede. Y lo que sigue es un poco desconcertante, un poco tierno y un poco aterrador.
Correr con el iPod de otro podría ser el equivalente a irse de viaje con una maleta armada por alguien que no es uno. Algo que no está bien, pero tampoco mal. Algo a lo que uno se acerca con incomodidad, con cautela, con respeto. Una sensación entre dulce y perturbadora. “¿Y qué tal si se olvidaron de poner el champú?”. Uno sabe que nada puede salir mal —o al menos no demasiado mal— pero, así y todo, teme. “¿Y si hay una canción de David Bisbal? ¿Y si me encuentro con Paloma San Basilio?”. Adelanto varios temas y, en vez de toparme con la voz ígnea de Eddie Vedder que hay en mi iPod, me topo con el aullido psiquiátrico de Axl Rose y los gorjeos cuáqueros de Gustavo Cerati. Aprieto desesperada el stop y miro el aparato como si quisiera hacerle una advertencia pero, cuando lo pongo otra vez en funcionamiento, aparece la dureza cuadrada, aterida, evocadora de Paint it Black, de los Rolling Stones. Entonces escucho. Escucho hasta el final mientras recuerdo una carpa en la Patagonia, una heladera en la que solo había limones y latas de atún y, cuando Paint it Black termina, aparece la voz alzada del Indio Solari en una vieja versión de Jijiji, de Los redonditos de ricota, que me recuerda el fin de un largo día que duró más de una semana y las plantas de un balcón en el que ya no vivo. Pero la voz del Indio se hace pedazos contra la épica prolija, de parque nacional y patrimonio de la humanidad, de U2. Cuando uno corre hay momentos en los que la música debe ser la correcta y, en esos momentos, U2 no es la música correcta. No tiene los puntos de sorpresa, imprevisibilidad y riesgo necesarios para contagiar el impulso de seguir adelante, de modo que intento desesperadamente volver a, digamos, Radiohead, pero me topo con Moby, y una larga y muy igual a sí misma sección de reggae, y los Pet Shop Boys, y Beck, y Dido, y Molotov y ACDC y David Guetta y los Chemical Brothers, y, horror, Lenny Kravitz y Jamiroquai, y ni rastros de Morrisey, de la voz de basalto de Michael Stipe, de las canciones tristes de Calexico, de Gravenhurst, de Nick Drake, de Arcade Fire.
Pero, entonces, suenan dos o tres acordes pequeñitos y, en medio de toda esa música que a veces me gusta y que a veces no, que a veces me desconcierta y que a veces no, aparece la más íntima, la más letal de todas las canciones. No el álbum entero: solo esa: una unción de gracia, de insolencia, de elegantísima vulgaridad. Y yo pienso en el hombre que fue, que buscó un disco y que eligió, de todas las canciones, esa. En el hombre que ha hecho que esa canción, la más íntima, la más letal de todas, sea, desde hace mucho tiempo, la banda de sonido de todas las cosas.
Corro todavía diez minutos y vuelvo a casa. Subo por las escaleras, abro la puerta. Y pienso lo que he pensado siempre: que no cambiaría una sola de todas las canciones de mi iPod y que nunca, aun si un día se volvieran en mi contra, querría cambiar una sola de todas las que hay en ese que no es, que nunca será, que no quiero que sea, mío. (El Mercurio, Chile)