En 1893 el presidente colombiano Carlos Holguín Mallarino obsequió a la reina María Cristina de España el Tesoro de Quimbaya, una colección de 122 artefactos precolombinos como muestra de agradecimiento por el papel que España jugó en el laudo arbitral sobre las fronteras entre Colombia y Venezuela.
Hoy el tesoro se encuentra en el Museo de América de Madrid. No obstante, un siglo después, en 2006, se inició un proceso legal en el que la justicia colombiana reclamó el derecho constitucional de salvaguardar el patrimonio arqueológico y otros bienes culturales que conforman la identidad nacional, pues este pertenece a la nación y son inalienables, inembargables e imprescriptibles. El problema que enfrenta Colombia es que la entrega del Tesoro de Quimbaya, opinan algunos abogados, fue un acto legal y legítimo por quien en ese momento fue el representante del Estado colombiano, de acuerdo con las normas vigentes internas de la época.

Unos años antes, en 1862 y casi en iguales circunstancias, el presidente del Ecuador, Gabriel García Moreno, obsequió a la reina Victoria una suntuosa corona de oro de diecisiete onzas, posiblemente de origen cañari (1000-1400 d. C.) y que se asume perteneció al cacique de Sigsig, don Juan Duma, quien entre otros caciques consintió la fundación de la ciudad de Cuenca. La corona la entregó en Londres el diplomático y más tarde presidente del Ecuador, Juan Antonio Flores y Jijón, hijo del expresidente Juan José Flores, quien en ese momento se desempeñaba como agente fiscal en Inglaterra y encargado del pago a los tenedores de bonos de la deuda de la Independencia, la deuda inglesa. La corona o llauto, palabra quechua que denomina símbolo de poder, es parte del Royal Collection Trust y fue catalogada en la categoría de artefactos de oro de la Gold Collection en 2014. Al parecer hoy se encuentra en el Palacio de Buckingham.
Según la página web del Royal Collection Trust, la corona (llauco) tiene las siguientes características:
“[Está] formada por una banda lisa con una sola costura remachada, provista en la parte posterior de una pluma con la parte superior de flecos, la parte inferior con tres círculos perforados, dos provistos de discos suspendidos. La corona fue excavada en 1854 en Chordeleg en la región de Cuenca del altiplano del Ecuador, aproximadamente a ciento ochenta millas al sur de la capital Quito. El principal grupo étnico de la zona fueron los cañaris, quienes gobernaron una poderosa confederación que fue conquistada por los ejércitos incas invasores a mediados del siglo XV. Se ha excavado una gran cantidad de objetos de oro en el área de Cuenca, incluidos los descubiertos en Chordeleg en la década de 1850 y Sigsig en 1889. Estas piezas no muestran influencia inca, pero probablemente son parte de una tradición de trabajo del oro en el norte de los Andes que abarcaba la costa y el norte sierra del Perú y sierra sur del Ecuador. Esta corona muestra algunas similitudes con una corona en el Museo Nacional del Indio Americano, Washington D. C. (1/2062) y dos coronas en el Museo Larco, Lima”.
De los salones del Castillo de Windsor al MET de Nueva York
En 2008 visité el Castillo de Windsor y, mientras observaba los cientos de objetos en el enorme salón de Obsequios de Estado a la Corona (Corredor Norte), divisé, por su belleza y brillo, entre piezas de cerámica china y espadas árabes, la corona cañari. Junto a ella una pequeña ficha señalaba que fue obsequiada por el presidente del Ecuador a la reina Victoria en 1862. Recuerdo haberlo comentado con varios amigos y cuestionado su permanencia en aquel lugar tan lejano al Ecuador. ¿Cómo era posible que una pieza tan magnífica, patrimonio de los ecuatorianos, estuviera ahí en medio de objetos tan dispares?
Años más tarde, en 2018 leí que el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York presentaba una exhibición de artefactos precolombinos llamado Golden Kingdoms: Luxury and Legacy in the Ancient Americas, una impresionante colección de artes suntuarias de las civilizaciones inca y azteca, entre otras, y que mostraba el arte del trabajo en oro en la antigua América. Para mi sorpresa, entre las trescientas obras que se exhibían, se encontraba la corona cañari. Esta había viajado de escaparate en escaparate como pieza de museo, pero continuaba siendo ajena al conocimiento de la mayoría de los ecuatorianos. Indagué por mucho tiempo y nadie parecía saber de su existencia hasta que una revista internacional la sacó a la luz.
En junio de 2020 la Coordinadora Andina de Organizaciones Indígenas (CAOI) —Ecuador, Perú, Colombia y Bolivia— presentó una demanda internacional para que la corona cañari fuera devuelta al país. A esta demanda se unió el Gobierno Provincial del Azuay, el Municipio de Sigsig y la Federación de Organizaciones Cañari. Según información de la revista National Geographic, la corona fue encontrada en 1852 entre la zona de la Cueva Negra de Chobshi y el río Santa Bárbara, en el cantón azuayo de Sigsig, zona cañari. De aquí el reclamo de todas estas organizaciones e instituciones.
Una aproximación académica a los artefactos culturales
En el marco de los estudios coloniales el museo es un elemento constitutivo de la Colonia y se establece como tal apropiándose de los objetos de los pueblos vencidos, como lo evidencian las grandes colecciones del Museo Británico y el Louvre. Históricamente los museos fueron creados como instituciones imperiales, cuyo concepto se trasladó a las colonias desde donde se constituyeron las historias nacionales. Ejemplo de ello son los museos antropológicos en las principales capitales de América que fueron fundados y controlados por las élites criollas. En el caso de la corona cañari, no sabemos en qué lugar o en qué manos se encontraba al momento de ser enviada a Inglaterra como obsequio diplomático. Pero lo que sí podemos aseverar es que esta magnífica pieza patrimonial fue arrancada de la memoria de su pueblo y de su relato histórico y cultural.
Pilar Calveiro, en su texto Los usos políticos de la memoria, manifiesta que “la memoria no es un acto que arranca del pasado, sino que se dispara desde el presente, lanzándose hacia el futuro” (378). O, en palabras de Walter Benjamin, se trata de “adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro”. Quizás no exista un peligro en este caso, pero las urgencias de los pueblos por recuperar sus identidades y reafirmarse llaman a evocar el pasado como una forma de abrir el futuro. El pueblo cañari difícilmente podrá recuperar la corona pues se enfrenta a una poderosa institución monárquica; no obstante, la historia nos ha demostrado que vivimos día a día en un constante proceso y que su dinamismo podría jugar a favor del pueblo cañari, como ha sucedido con el caso del Tesoro de Quimbaya que mencioné al inicio de este artículo: la persistencia del pueblo colombiano ha dado un paso adelante y ha logrado que la Corte Constitucional ordene al Ejecutivo que agilice la demanda de restitución del tesoro que fue arrebatado al pueblo del Quindío, como lo explica el arqueólogo colombiano John Jairo Osorio: “Esa donación por parte del Estado colombiano constituye un agravio, y una afrenta contra todo el pueblo, que como premio por los ultrajes contra los pueblos indígenas recibió en prenda un tesoro invaluable, por el cual hoy se levantan voces exigiendo su devolución”.
Tanto las fabulosas piezas del Tesoro de Quimbaya, como la corona cañari, comparten una misma historia y destino: son artefactos precolombinos que se atribuyen a caciques importantes, Quimbaya y Duma, que fueron descubiertos y luego entregados ilegítimamente a potencias europeas como obsequios de Estado. Hoy, a más de un siglo, estas se han convertido en piezas de escaparate, pero también son objeto de litigios internacionales, cuya restitución se exige con el fin de darle continuidad a la memoria de los pueblos a los que realmente pertenecen.