Por Ana Cristina Franco.
Ilustración Luis Eduardo Toapanta.
Edición 424 – septiembre 2017.
“No me convencen esas nostalgias reaccionarias: pretender no seguir creciendo, eso es la nostalgia”.
Andrés Caicedo“La juventud es una estafa”.
Roberto Bolaño
O esa vez que nos fuimos a Montañita, los cuatro, y nos metimos en una carpa que luego quedó hecha mierda porque manchamos el colchón con arena y fumamos adentro, y luego salimos a la playa y cuando regresamos a las tres de la madrugada decidimos dormir en la carpa de los vecinos que estaba limpia, y a ellos les tocó dormir en la nuestra. Y luego nos peleamos todos porque estábamos chiros y la vida no es fácil cuando uno está chiro, pero nos reconciliamos en Manglaralto. Y atardecía. Y en la tienda aún había bielas.
O la vez que fuimos a Mindo y nos acabamos esa de norteño con el Mariano, ¿así se llamaba ese argentino? Pero al final ninguna vaciló con él. Y al otro día el auto se dañó y tuvimos que regresar a Quito con wincha. O la vez que a los dieciocho nos fuimos dizque a vivir solas y arrendamos un dizque departamento en Guápulo que no tenía ni muebles, y cada vez que queríamos tomar una sopa nos golpeaba la puerta algún pana. Y ahí mismo fue que eran fiestas de Guápulo y cuando regresamos a dormir el dueño de casa nos había puesto un candado en la puerta porque hace meses que no pagábamos el arriendo y luego no nos quería devolver la tele ni el VHS, ¿te acuerdas? Esa noche nos tocó subir a la casa de un francés que vivía arriba y pedirle que por favor nos deje dormir ahí. Y nos dejó, pero el muy hijueputa no nos dio ni una cobija y nos tocó taparnos con el mantel.
O la vez que cruzamos el mar de Galápagos en panga a medianoche y terminamos haciendo fiesta en la casa que nos habían prestado, que era de Angermeyer, un exmarinero que había dado la vuelta al mundo en su barco con un saxofonista, y solo comían pasta a la bolognesa y dicen que a medianoche en alta mar cuando no tienes certezas de nada ver las estrellas es casi como caer de cabeza al universo, pero la cosa es que este marinero se había quedado con el tic de mover la cabeza hacia un lado y otro, como si todavía estuviera en el mar, pero era súper buena gente y nos hizo unos tragos deliciosos y no sé por qué pero empezamos a tocar las maracas. Y nos metimos al mar tipo tres de la mañana y yo veía las estrellas y estaba en un tripsazo, de esos que te dan en la adolescencia cuando te apartas un segundo de la fiesta y juegas a que te conectas con la naturaleza o contigo misma, piensas en el futuro, piensas en que algún día esto va a cambiar, y puta que cambia.
Pero esa vez en la playa nos quedamos sin ni para un pan, y con el único dólar que teníamos nos compramos un encebollado y nos fuimos a comer en la arena y había un perro que parecía que se reía, ¿te acuerdas? De ley se reía, se reía de nosotras. Luego regresamos a dedo, pero antes hicimos unos sánduches de tomate que casi se come un caballo. O la primera vez que salí a un bar sola y le conocí a una europea con rastas y me pasé con ella toda la noche, de bar en bar, y nuestra historia pudo ser la de alguna película independiente-indie-lésbica, pero no fue así.
O cuando pasamos primer semestre y nos creíamos estrellas de rock, nos creíamos importantes, y brindábamos por todo lo que estaba por venir o porque en la tienda aún había bielas.
Ahora una miel amarga desordena el tiempo. Y es como si estuviera ahí y a la vez acá, y creo que soy un poco como el marinero que ya no está en el mar, hace años que está en tierra firme, pero todavía siente el movimiento de las olas. Y mueve la cabeza. Mueve la cabeza al ritmo de esas olas.