Conversaciones del año viejo

Ilustración Diego Corrales.

Un día no solo el arenal y la piedra amanecen cubiertos de nieve, sino que esta ha llegado hasta más abajo. Fractales congelados en el pajonal que se alza sobre la ciudad. Los Andes devuelven ese libro, con total confianza. Un libro abierto, ilegible, parte de una colección de tapas duras. Esa misma mañana converso con mi hijo repitiendo consejos a diestra y siniestra. Lo que le acontece a él me acontece a mí. Me aconseja de vuelta con su recepción tácita, casi ausente, a mis palabras. Entran por un oído. ¿Salen por el otro? Quiere cosas que no sabe cómo obtener. Yo soy igual.

Integrar arte con vida es harto difícil. En el cielo despejado del valle había un hilo de humo blanco proveniente de un incendio. La cresta de la cordillera: azul por el resplandor solar. Al otro extremo, a la misma altura, un remolino de polvo apenas formado. Era como que una cosa se uniría con la otra. Es decir: algo harto improbable. Tomás y Edmundo y Sergio sugerían que el subdesarrollo era la incapacidad de unir una cosa con otra. ¡Venga! Ninguna cosa se une con otra, si nos fijamos bien. Ni siquiera la noche y el día. De regreso: el teatro de un hombre calvo cojeando sobre una prótesis. Desunido. Pidiendo una moneda. Quisiera haberme enfermado una vez para saber cómo se siente. 

El término “subcontinente” me molestó, en principio. Lo valoré solo después, como un doblemente colindante; como en el “sub-sur” sudamericano, que se desprende no por debajo sino de lado, como parte contigua de un cuerpo mayor, invertido. Nuestro norte es el sur, decía Joaquín. El reverso de “sub” es “sobre”. Hay un subdesarrollo y un sobredesarrollo. Un subsuelo y un sobretecho celestial. El sobrecontinente, al lado nuestro, no encima. La sobrecama, la sobremesa pues durante la submesa todo el mundo está comiendo callado. “Parece que no les ha gustado”, solía repetir mi abuelo cuando las bocas de todos los comensales estaban ocupadas con el alimento. Y se generaba ese sabroso filón antes de la sobremesa extendida que él mismo dirigía como patriarca, rodeado de su biblioteca, una colección de tapas duras.

Propenso, digo ahora, tal como se podría decir provida, pero no en el sentido antiaborto sino literal: a favor de la vida. A favor de respirar. En contra de ahogarse y morir. Pro-life y pro-choice. Liberal y conservador por un deseo genuino de conservar la vida, como dijo Elías desde el pico Canetti en la islas Shetland del Sur. “Ahí viene el anglo-hispano”, solían decir. Mírenme ahora: encerrado en el sub-sur de Sudamérica. Sin aliento. Todoterreno. Nuestra propia Antártica, ¿o es Antártida? ¿Por qué? How are you, gruinguito?, me dicen en mi propio país. Regale una monedita

Yo he querido comerme el mundo. Con un hambre de traducir lo intraducible. Con una confianza al editar que solo puedo traducir en respaldo hacia lo que hago. Solo me interesa lo que no es mío, decía Mario, también con confianza excesiva. Orkopata, decían Arturo y Alejandro señalando desde el altiplano. Los perros de la sierra. Unos Pablos Palacio cualesquiera.

La noche en que no nos dimos por vencidos, cualquier noche. Porque no rendirse, cada noche, ante el frío, es lo usual. Y de vuelta al ruedo la mañana siguiente. De arriba abajo. Dejándose llevar por el paisaje minucioso y por la deuda. Los límites de la ciudad y el inicio del lindero común intocable, campestre, para animales pastando y castigos públicos, a los morosos. El cansancio que me mando. La vitalidad que me mando. Ir de arriba abajo cansa. Deshidratado. Sin perro que me ladre. Los ojos se me cierran de la costumbre. Dormido en la submesa. En la sobremesa. Completamente dormido hasta que es hora de acostarse. Feliz año nuevo.

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