Conversaciones en la cuerda floja

Cuando eres joven, dicen, lo único que tienes es tiempo. Pero cuando necesitas ese tiempo para buscar varios empleos que te permitan pagar las deudas universitarias y sobrevivir en el intento, uno quisiera que la juventud acabara pronto.

Ilustraciones: Paco Puente.

Desde hace doce años soy profesora en dos universidades y un instituto: enseño cine. Empecé a dar clases a los veintisiete años y, aunque en ese tiempo no era mi actividad principal, me encariñé a gran velocidad con el oficio. Sentía, y sigo sintiendo, incluso en el último año y medio haciéndolo virtualmente, que no existe nada tan placentero como conectar emotivamente con otros a través de la enseñanza o compartir un contenido de interés común. Lo que más he cosechado en estos años son vínculos y aprendizajes. Hay un puñado de personas jóvenes, de entre diecinueve y veinticinco años, con el que me mantengo en contacto permanente. Son ellos quienes me ponen al día sobre lo que está pasando en el mundo, de cómo se vive hoy, de cómo se amará mañana. A ellos les debo la perspectiva.

Quiero darles la palabra porque creo que lo que tienen que decir nos interpela a todos como una sociedad en permanente cambio y en constante sensación de crisis, rupturas y fragmentación. Les he preguntado sobre el trabajo, sobre el amor, sobre sus expectativas. Ellos ya han salido de la universidad y se buscan la vida como pueden, a veces con ayuda, a veces solos.

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Martín

Está orgulloso del lugar al que ha llegado a sus veinticinco años. Siente que ha sido afortunado (no le gusta hablar del privilegio porque cree que es una palabra que se ha prostituido en este tiempo y que se acerca demasiado al resentimiento), pero ha tomado conciencia de que su punto de partida ha sido un regalo. Ha sabido aprovechar las oportunidades como han venido y no ha tenido miedo de trabajar muchísimo, de fajarse. Desde que tenía dieciséis años cambió la fiesta y la joda por el trabajo, por una vida que parecía más de adultos; y cree que eso le ha permitido vivir bajo su propia ley. No tiene trabajo fijo ahora mismo, pero en los momentos más ocupados es redactor, camarógrafo, productor, creador de contenidos audiovisuales y de programas educativos; trabaja lo mismo en proyectos independientes que en institucionales o en publicidad. Si bien es desafiante estar todo el tiempo en la cuerda floja, lo hace para comprar su libertad con el deseo de encarar al mundo, de recorrerlo y de poder llegar a mayor e instalarse en un pedazo de tierra a la que pueda llamar suya.

“El fuego va quemando dentro de mí, pero si lo canalizo puedo vivir con dignidad y bajo mis propias reglas”, me dice.

Ale

Nunca pensó en su futuro profesional mientras estudiaba en la universidad. En ese tiempo atravesaba una depresión y solamente quería que su novio la tratara mejor: eso nunca pasó. Durante el último semestre, mientras trabajaba, conoció a su actual pareja. Él la contrató para grabar una obra en la que actuaba. Me dice: “Yo vivía un día a la vez según me había recomendado mi psiquiatra, sin ver mucho más allá y sin mayores expectativas”. Pero al conocerse con alguien motivado y propositivo, y con la llegada de la pandemia, tuvo que sacudirse y poner en marcha mil ideas a la vez para poder salir adelante, pagar el arriendo y alimentarse. Se inscribió en Rappi en los primeros meses de la cuarentena y su novio se fue a trabajar en los semáforos haciendo malabares de circo. Para ellos esto significó romper barreras: “¿quién soy? ¿Para qué estudié en la universidad?”. Después de eso y de trabajar en cinco o seis lugares a la vez, desde transportar gente, hacer masajes reductores a domicilio, sesiones de foto y bodypaint, entre varios otros, pensó que todo ese dinero que invirtió en pagar sus estudios lo pudo haber invertido en equipos, en un negocio. La enfurece no haber pensado en esto antes, no haber tenido nunca educación financiera y salir al mundo sin ninguna idea de cómo sostenerse económicamente, pensando que el título iba a ser la solución de todo. En un tiempo en el que un solo trabajo no le basta a nadie y se deben diversificar los talentos, haber invertido más de cuarenta mil dólares en la universidad, para luego trabajar en Rappi, le hace replantearse lo que las futuras generaciones deberían hacer si sus padres les ofrecen un capital para su educación en una sociedad sin empleos, pero repleta de gente titulada, sobrecapacitada y endeudada.

Pablo

Siente que su generación vivió un cambio marcado por Internet y el acceso a la información y que eso generó una alteración colectiva, una juventud que cree que tiene una voz, que las redes sociales le han dado una voz verdadera e influyente en la sociedad. Una idea distorsionada de que están accionando de forma real en el mundo a través de las pantallas, cuando realmente están absortos en el eco de sus propias palabras. Manipulados, influenciados, consumidos por falsos mensajes, actuando para ellos mismos.

Ha vivido de cerca la presión actual por tener un estatus profesional que se refleja en los títulos. Ha visto en su medio cómo ni el tecnólogo, ni el licenciado ni el magíster, tienen experiencia ni trabajo, pero hay esta idea de éxito reflejada en la mucha educación. No importa si alcanzas esos títulos estudiando o si los compras, la cosa es tenerlos. Hay una conciencia errónea sobre especializarse, una noción de éxito aunque nadie tenga trabajo: están por llegar a los treinta y siguen viviendo, ellos y sus títulos, en casa de sus padres.

Samay

Quiere hacer una maestría. Sus padres le han ofrecido ayuda y quiere cumplir con ese plan, no solo porque el título sea importante, sino porque quisiera aprender más. Su contexto ha sido el de un hogar mixto, un padre ecuatoriano y otro italiano, que decidieron establecerse en el Ecuador en 1999, en plena crisis. Sus padres, piensa, eran un poco raros porque no hacían ni lo que era típicamente ecuatoriano ni tampoco lo italiano. Nunca les interesó tener vivienda propia o endeudarse con un banco, vivieron diez años arrendando una casa que se caía. En sus primeros recuerdos se ve dormida entre tinas y baldes, al pie de la cama porque les llovía encima. Su estrategia era ahorrar. Ahorraban en todo. Eran, y siguen siendo, profesores universitarios ambos, y ahora están a punto de jubilarse. La percepción que ella tenía del trabajo era que una encontraba un trabajo y este era para toda la vida. Pero ese tiempo no existe más. Para su generación ve inimaginable encontrar un trabajo que vaya a durar toda la vida; quizá dure cinco años, como mucho.

Samay comenta que en una generación intermedia, entre la de sus padres y la suya (es decir, a la que pertenezco yo), están los que se abrieron paso y quisieron dejar de lado la esclavitud de las oficinas, de los horarios, e iniciaron el mundo del freelance sin saber que se iba a convertir en la herramienta más exitosa del capitalismo. Trabajos inestables, sin límites, sin certezas, sin seguro, sin vacaciones, sin compensaciones de ningún tipo. El freelanceo es un estado de supervivencia y ningún mercado se ha hecho cargo de eso. Ella mira cómo los amigos de treinta años en adelante siguen viviendo con sus padres o con muchos compañeros de casa y no se pueden independizar; no es solo por la joda de vivir juntos, es porque no tienen más opción que pagar una casa entre cuatro.

Piensa que nadie en su generación quiso ser freelancer, simplemente es lo que hay, no existen los trabajos fijos. En su rama de trabajo, reconoce, hay una sola productora que brinda empleo y todos están ahí a la espera de que les llamen y ojalá algún día les paguen el seguro.

Se ha romantizado tanto eso de ser tu “propio jefe” y dueño de tu tiempo. Ya no son tan jóvenes y siguen sin tener ninguna seguridad sobre su destino profesional y económico.

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Hay otro tema que Martín, Pablo, Ale, Samay y otros con los que he podido conversar ponen sobre la mesa: las relaciones de pareja, la mirada hacia el futuro, la perspectiva frente a formar una familia o tener hijos.

Pablo es el único que me ha dicho abiertamente que quisiera ser padre, pero entre sus contemporáneos existe cada vez menos presión social por tener familia. Ya no es una obligación como fue en su momento para sus padres. Hoy en día hay una reivindicación por el derecho a no tener hijos. Muchos de sus amigos, o casi todos, han decidido que no lo harán, en especial las mujeres. Él me dice que no sabe si sus amigas se quitaron las cadenas que tuvo su madre; pero que definitivamente tienen una mayor conciencia de sí mismas, de sus traumas y problemas. Muchas militan por el derecho de sus cuerpos y tantas otras sufren depresión y no se sienten aptas para tener o criar hijos. “Muchos coincidimos en que nuestros padres eran inestables emocionalmente, sin embargo, no tuvieron uno, sino varios hijos”. Y hoy sienten la responsabilidad de no repetir esos comportamientos. Además, agrega, antes siquiera de pensar en tener familias, “los jóvenes de hoy no estamos para compromisos serios, estamos sujetos a la oferta de las aplicaciones, nos embarcamos en relaciones descartables, al mínimo desacuerdo buscamos algo diferente y se vuelve casi una adicción saltar de persona a persona”.

Por su parte, Samay se pregunta cuándo va a poder emanciparse de su familia. ¿A los treinta, a los cuarenta?, y eso le hace pensar cuándo o cómo podrá tener su propia familia. Quizá, por eso, mucha gente de su generación no quiere tener hijos, porque intuyen que nunca van a estar económicamente listos. “Muchos dicen no me puedo mantener a mí mismo, peor mantener a un niño. En su estado actual no pueden siquiera visualizar un futuro para ellos”. Es posible que en todas las generaciones hayamos sentido eso antes de formar familias. Quizá en la época de mis padres el peso de mantener un hogar recaía solo en los varones, en mi tiempo en ambas personas de la pareja y ahora la sensación es que ni entre dos lo podrían hacer.

Samay piensa que no quisiera parir hijos, quizá sí adoptar, pero no quiere que esto le quite el sueño ahora mismo. Para ella lo vigente en este momento es replantearse el amor romántico. Le preocupa que la deconstrucción del amor romántico sea a las relaciones lo que el freelanceo al trabajo; una batalla que a la larga solo deja cadáveres emocionales. Las ideas del amor libre, que, si bien plantea la noción de sostener afectivamente a una o más parejas del mismo o de diferente sexo, también es una trampa que se ha convertido de a poco en otro exitoso producto del capitalismo, en el que la responsabilidad afectiva se practica poco y todo vínculo es desechable.

Martín piensa que pertenece a una generación de gente alienada, a la que le cuesta cada vez más relacionarse más allá de las apariencias irreales creadas por las redes. Cada persona es como un holograma de sí misma.

Ale asegura que, aunque en algún lado de su mente fantasea con casarse con vestido blanco, sabe que no será lo suyo, que ningún papel firmado la atará a nadie o le impedirá seguir con su destino.

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Estas conversaciones nos señalan con el dedo a todos. No son el tipo de preguntas que me hacía a los veinticuatro o veinticinco años; tampoco las que se hicieron mis padres. Como algunos de ellos me han dicho, hubieran esperado a esta edad para preocuparse por estar de fiesta, por conocer el mundo, por salir, por ver, por moverse; sin embargo, están atados a las deudas dejadas por la universidad, a sus tres, cuatro o cinco trabajos como freelancers, a la preocupación básica de su subsistencia, a la inseguridad de su futuro inmediato y al deseo fragmentado de relacionarse con otros desde el pesimismo y la sospecha. Me lleva a pensar cuáles han sido nuestros aportes en su vida como maestros, como amigos. ¿Qué pudimos hacer para evitar que el mundo sea un lugar repleto de adversidades?, ¿un lugar mejor del que nosotros habitamos a su edad?

Quisiera, como Martín, recuperar el entusiasmo y repetir que el fuego que nos quema por dentro será el que nos movilice y nos haga libres. Por lo pronto, poner por escrito estas conversaciones parece un paso liberador para escoger el lugar en el que nos queremos situar cuando todas las estructuras están listas para colapsar.

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