Una conversación con Juan José Rodinás

Esta conversación, que pasa por lo creativo y por lo íntimo, revela la personalidad de uno de los poetas más premiados del Ecuador y de Latinoamérica.

La voz de Juan José Rodinás es como un hilo: delicada y constante. Todo lo contrario a la firmeza o la seguridad tan habitual, digamos, en comunicadores, líderes y políticos. Lo de este poeta, nacido en Ambato en 1979, es la timidez.

Ha publicado una docena de poemarios, tres antologías personales editadas en distintos países y ha merecido al menos siete premios importantes. Los reconocimientos van desde el mayor galardón que se da a la poesía en el país, en el Festival de la Lira, o el tradicional Casa de las Américas que otorga Cuba desde hace medio siglo; o el Jorge Carrera Andrade, con que el Municipio de Quito reconoce al mejor poemario del año, o el Aurelio Espinosa Pólit de la Universidad Católica, que es el certamen más antiguo de nuestro medio. Si se quiere saber qué pasa en la poesía ecuatoriana (y latinoamericana) actual, hay que leer a Juan José.

Pero nada de eso está presente cuando habla Rodinás (sus apellidos reales son Rodríguez Santamaría), siempre con tono amable y rara vez mirando a los ojos.

Entrevistarse con él implica necesariamente mirar atrás teniendo en mente la idea de una trayectoria, con todas las constantes e intermitencias que eso conlleva. Pero también porque ahora, que está en su mediana edad y tiene una hija de tres años, la nostalgia, la revisita del pasado, es lo que anima su emotividad escritora.

—¿Cómo se hace para escribir tantos poemarios diferentes que gusten a distintas personas?

—Creo que con el tiempo uno se va aproximando de manera más perspicaz a lo que es, y eso da una imagen más fiel de lo que se quiere transmitir. También, además, hay algo de suerte. Y, por otro lado, en los diferentes momentos de mi escritura, marcados por sus preocupaciones y propuestas estéticas, creo que en cada uno he puesto todo: he tratado de verter toda mi energía psíquica, todo mi esfuerzo en el trabajo con el texto de cada poemario.

—¿El pasado se ha presentado a lo largo de los distintos momentos de tu poesía?

—Ahí veo el tema de la infancia, que no es algo que yo me impuse, sino que se me aparece. Al principio no me daba cuenta, pero aparecía como una forma de integrar muchas circunstancias emotivas, biográficas, incluso conceptuales. Para mí es central el tema de la infancia, y ahí está moviéndose lo afectivo.

—En tus primeros poemarios había una cercanía del verso con el silencio, ¿sigue siendo así?

—Me pongo a pensar que este que está aquí conversando contigo probablemente no escribiría esos poemas. Pero también es verdad que, en el devenir del tiempo, uno es eso que uno ha sido. Ahí reconozco a ese muchacho postadolescente que está escribiendo en la órbita de [Alejandra] Pizarnik o [Paul] Celan y, además, muy autocontenido. Esos textos definen la forma en que yo me relacionaba entonces con el lenguaje. Pero luego la vida te va confrontando con otras cosas y es fundamental, para mí al menos, cuestionarte todo el tiempo. Te haces más autoconsciente de tus métodos de trabajo y, si no buscas algo nuevo, puede convertirse en algo mecánico. Para mí eso resultaría aburrido.

—Si no se puede determinar cómo hacer para recibir tantos reconocimientos con lo que escribes, al menos cabe otra pregunta, ¿cómo haces para escribir tanto?

—Hay tres formas de responder a eso. La primera es que se trata de una necesidad casi fisiológica relacionada con una timidez estructural, que viene de la adolescencia (cuando hasta costaba decirle algo a cualquier compañero de clase, por ejemplo), y la escritura se convertía en una estrategia, si no de supervivencia, sí para relacionarse con la realidad. La segunda cosa, relativa a cómo voy resolviendo la cotidianidad, es que soy una especie de escritor de trinchera: si puedo escribir en el celular porque vino la idea de pronto, vamos; si estoy cuidando a mi hija pero vino un verso, lo escribo aunque ella esté trepando por mi cabeza. Y, por último, hay una cuestión más difícil de explicar: si dejo de escribir, algo se detiene. Como si se parara un tren. A través de la escritura es posible meterse en todo un universo: estar vivo de otra forma.

—Has escrito que “la timidez ha sido tu mejor y más condensada forma de elocuencia”. Y ahora que la mencionas, pienso que tal vez la timidez es también esa otra forma de vivir que tienes.

—Si en un principio escribías lo que no podías decir (por personalidad, por la forma en que se han estructurado tus relaciones, por una rareza propia que puedes sentir), luego eso se convirtió en parte de ti; incluso si poco a poco vas resolviendo las cosas prácticas de lo cotidiano (das una clase, por ejemplo). Pero hay una parte por dentro que es antielocuente: esa parte reservada, eso que no sabes cómo decir, se pone en juego en la escritura.

—En otro de tus primeros poemas encontré estos versos: “Una palabra es como la sed/ pero dos no caben en un hombre/ el silencio ya florece en mí”, y me parecía que tienen mucha relación con el seudónimo Rodinás.

—Hay otra cosa que en esa época no sabía y que me ha acompañado (como el tema de la infancia): cierta relación inconsciente con algunas filosofías de la espiritualidad de Oriente (como el budismo zen y el taoísmo). Ahí hay una relación con el no-hacer, con el mirar, con la atención (y no tanto la meditación): observar lo que está ahí en ese instante. Esta relación con ciertas tradiciones místicas o espirituales es algo sobre lo que he ido reflexionando en el proceso de escritura, que se manifiesta en mis libros a veces de forma muy evidente, a veces de formas más oblicuas y otras incluso como contradicción (como en el poemario ciberpunk que lleva por título un oxímoron: Estereozen).

—¿Crees que Estereozen (con el que ganas el Festival de la Lira, un galardón muy apreciado en toda Latinoamérica) es un punto de inflexión en tu escritura?

—Ese es un libro límite: después comienzo a moverme en otra dirección. Estereozen es ese punto límite de lo que yo era o podía ser, en una época en que estaba en un camino de locura personal. Y a partir de ahí comienza un camino distinto (con libros como Anhedonia o Kurdistán), con un enfoque más narrativo.

Las imágenes ya no se forman [como en Estereozen] de enormes metáforas, anacolutos o hiperbatones (juegos de rompecabezas a ratos), y me fui concentrando en esta pulsión más narrativa. Entonces aparece Cuaderno de Yorkshire [que le valió un premio en España y ser publicado por el reconocido sello valenciano Pre-Textos], donde hay partes medio disparatadas pero otras que buscan la delicadeza, de modo puntillista, y que quizás se asemeja en ese sentido a lo que estaba en mis primeros libros.

—Luego te fuiste a Inglaterra, a hacer un doctorado, ¿no quedaba más que irte?

—Ahí se mezclaron una serie de coordenadas personales: hablaba todo el día en inglés, a los pocos meses terminé con mi novia después de tres años de relación, y eso fue significativo en términos de aislamiento. La sensación de extrañamiento fue muy potente: no encajaba en la comunidad latina de Leeds, me confundían con filipino, no calzaba en la idea que tenían de un extranjero (aunque Inglaterra no sea un país racista, sí es un país racializado). Y eso me permitió retratarme en la mirada de los demás. Por otro lado, está la lectura de poesía británica, que a diferencia de la latinoamericana (como conjunto) tiene un cierto enfoque narrativo.

Y yo, que estaba como en shock, lo que necesitaba era contar. Luego, donde hay mayor despliegue del lenguaje, con una preocupación además por la precisión de las imágenes, es en el Yaraví para cantar bajo los cielos del norte [con el que ganó el Premio Casa de las Américas], que es un libro que me da pena que no haya tenido mayor difusión aquí (hay la edición cubana y una que se hizo en Nueva York, pero de la que solo tengo un ejemplar). Estos dos libros tienen esa conexión, retratan un cambio de perspectiva y de sensibilidad, un camino narrativo.

Luego volviste al país

Y ahí surgen unos textos más. Un hombre lento [que ganó un accésit en España y fue publicado nuevamente por Pre-Textos] y Fantasías animadas de ayer y alrededores [que recibió el Premio Aurelio Espinosa Pólit de la PUCE]. Ambos implican el reacoplarse al Ecuador, están marcados por el retorno.

En Un hombre lento, por ejemplo, hay un pasaje en Mindo: estuve en un lugar llamado La Casa de los Colibríes y quedé arrobado por esa sensación de un lugar repleto de colibríes. Y Fantasías… tira mucho más hacia atrás, tiene que ver con la nostalgia; ahí aparece mi hija (Cora) en unos versos, aparece el parque donde paseábamos con ella y con Gabriela [Vargas, poeta guayaquileña y su pareja actual], pero siempre está mirando al mundo del pasado.

—Otra veta de tu quehacer es la traducción. ¿Cómo la entiendes en relación con la poesía?

—De muy jovencito y con bastante tiempo [risas], hice traducciones de poesía norteamericana, que comenzaba en el siglo XIX, y se publicó parcialmente (sobre todo lo del siglo XX). Ahí metabolicé a muchos de esos poetas (Poe, Walt Whitman, Carl Sandburg, Edgar Lee Masters, Emily Dickinson…); me identificaba más con algunos de ellos que con otros y dependiendo del momento. Luego he hecho esporádicamente traducciones para revistas y diferentes publicaciones.

Lo que sucede con la traducción es que supone un doble o triple ejercicio de interpretación: no comprender una palabra te obliga a pensar en todo el poema varias veces, detenerte y volver a leer. Es mucho lo que te toca asimilar y metabolizas incluso más; sobre todo, la parte conceptual y las imágenes (porque para el ritmo de la lengua terminas recurriendo más al español), en las que debes sumergirte completamente.

—¿Y qué sacas de tu faceta de estudioso, de crítico o ensayista, a la que te vertiste al realizar tu doctorado?

—El momento en que haces crítica tienes que abandonar tu ego autoral. Aunque sea un poco. Lejos de quedarse en lo encomiástico, tienes que entender el texto, ver cómo funciona: ser receptivo, generoso, sin traicionar lo que se merece eso que está escrito.

—Quería preguntarte también, tal vez ya lo has respondido de cierto modo, cómo tu paternidad se ve reflejada en lo que escribes actualmente.

—Tener una hija hiperactiva supone que todo el tiempo se hace notar, siempre con ruido o algún sonido. Y al ser un escritor de trinchera, que escribe a cualquier rato, eso ingresa a la escritura: los juguetes, las películas, lo que ella arroja… todo se va colando en el texto. Aunque yo tuviera como punto de partida algo “conceptual”, de pronto van entrando todas estas cosas y el poema va tomando otra forma.

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