Fotografía: Amaury Martínez.
Edición 440 – enero 2019.
En el MAAC de Guayaquil, desde octubre hasta mediados de abril, está abierta una muestra que retoma el debate sobre aquello que se valida como arte y lo que se considera digno o no de estar en esos espacios llamados museos. Y de las identidades. Aquí se grita “Tú también eres negro”.

Temprano, en una fresca mañana de finales de octubre, un día de semana, dos grupos de niños pasan cerca de la puerta del Museo Antropológico de Arte Contemporáneo (MAAC), guiados cada uno por una maestra. Una de ellas alza la voz. Intenta disponer: “¡En orden!”. Los niños ríen. Van uno detrás de otro, semejando una fila. Sin orden. Visten ropas de colores idénticos, el azul marino y blanco de sus uniformes de escuela pública. Acaban de salir de Interlab, vecino del museo, un centro “de aprendizaje creativo” —según se autodefine—, dotado de herramientas digitales y de aquellos recursos educativos en forma de bloques de colores primarios que caracterizan a Lego, la firma danesa que mantiene un convenio con la municipalidad local para sostener aquel espacio.
En ese ambiente exterior —que es parte del Malecón que mira al río Guayas— se divisa un cartel de fondo amarillo y blanco que cuelga de la fachada beige del edificio de piedra pulida del MAAC. La pancarta informa sobre la principal oferta del centro cultural: la exposición Contaminados, lo popular en el arte. Y, en letras pequeñitas, un dato más: “Un trabajo entre museo, artistas y comunidad”.
¿Quiénes están contaminados?, ¿qué es lo contaminado?, ¿el museo, los artistas, la comunidad, o los tres?, ¿qué los contamina?, ¿qué artistas son?, ¿qué comunidades?
Aquella palabra, contaminado, puede significar varias cosas: alterar nocivamente la pureza o las condiciones normales de algo; contagiar o infectar a otros; pervertir, corromper la fe o las costumbres; profanar o quebrantar la ley de Dios. Al menos, así la define el diccionario.
Toda exposición en un museo es una propuesta que conduce o busca conducir a sus visitantes en torno a una idea o a varias ideas —nuevas o no tan nuevas— , por lo que resulta tentador sumergirse en este espacio que se autodefine como infectado, nocivo, profano, para conocer el alcance de aquella palabra de la que se ha echado mano para identificarla. Buscar respuestas a estas preguntas y a otras tantas que pudieran surgir.
Al pie de la sencilla puerta de vidrio en dos hojas del museo, un gato callejero somnoliento da la bienvenida. Contaminados ocupa la sala de mayor espacio (800 metros cuadrados) de las tres que tiene el MAAC.
De frente a la exposición, paredes blancas con frases escritas en pequeñas letras negras guían el recorrido del visitante por un minilaberinto:
“Este es un no lugar en el campo artístico”. “En el campo artístico actúan veladas relaciones de poder”. “Huir es imposible”.
Más allá, un texto explica —o no— aquel concepto de ese juego del tal “no lugar”:
La impersonalidad del espacio, la transitoriedad y las instrucciones para la movilidad: letreros, signos y demás, reemplazan la comunicación personal, mostrando reglas y conductas a seguir. La uniformidad del diseño y la información dirigida al consumo caracterizan al no lugar…
¿Qué instrucciones, qué signos, qué reglas?, ¿qué diseños?, ¿la información que manejan quiénes, con qué fines?
El planteamiento con el que se autodefine la exposición recuerda, por su nombre, al non-leiu, no lugar propuesto por el antropólogo francés Marc Augé en su libro Los no-lugares. Espacios del anonimato, una antropología de la sobremodernidad, publicado en 1992. El también etnólogo y sociólogo llegó a una conclusión: Si un lugar (el antropológico) puede definirse como lugar de identidad, histórico, en el que se corresponden unos con otros, un espacio que no puede definirse en esas tres dimensiones definirá un no lugar. ¿En qué sentido ese concepto se relaciona con Contaminados?
Un cuadro de proporciones de mural, multicolor, es la primera imagen y propuesta artística con la que el visitante se topa. Se denomina “Litro x mate. Una intervención del espacio público”, de 2011, realizado por el guayaquileño Daniel Adum Gilbert. Junto a esta obra, un texto difunde una versión sobre el hecho social —y político— que la inspiró:
La convocatoria invitaba a la gente a intervenir los muros de la ciudad con colores, pero la propuesta originó una normativa con la cual la Alcaldía fijó el pago de una recompensa de mil dólares para quienes provean al Municipio de información concreta (videos, fotografías, grabaciones o declaraciones firmadas) sobre quienes agredan con pintura ofensiva —o no— o manchando propiedad pública o privada.
Con esta información los visitantes no tendrán muy claro de qué se trata esta referencia que alude a un hecho local que ocurrió en aquel año. Adum —quien se autodefine como artista “sinceptual”— convocó a la ciudadanía a intervenir muros de solares privados baldíos de Urdesa —barrio tradicional de Guayaquil— que mostraban el color del cemento, gris, o que habían sido pintarrajeados con grafitis con murales de colores.
Los que acudieron a su llamado llegaban al punto de encuentro con un litro de pintura (de ahí el nombre Litro x mate, es decir, por cabeza). Con ellos Adum pintó sucesiones de rectángulos y cuadrados de colores primarios y otros tonos intensos, que semejan parches, en una docena de cerramientos de este barrio que en la década de los sesenta acogió a una parte de la clase económica alta de la ciudad, y que desde fines del milenio anterior le dio paso a una clase media de diferentes estratos. También a comercios que le quitaron su condición de residencial.
Como aquella intervención del espacio privado con vista a la vía pública no contaba con ninguna autorización, el Municipio enjuició al artista y cubrió con pintura gris la mayoría de esos murales. Algunos aún permanecen como parte de la estética de ese sector de la ciudad.
Adum asegura, en su página web, que esta obra es “el fruto de la indignación y frustración” por aquella “ridícula censura”.
A propósito de la inauguración de Contaminados, la prensa local publicó declaraciones de Matilde Ampuero, gestora cultural y una de los dos curadores de la muestra —el otro es el pintor Marcos Alvarado, que opera como director artístico—. Ella advertía que la exhibición no muestra nada que los ciudadanos no hayamos visto siempre; que se trata de mostrarlo en una exhibición para invitar al público a ver con nuevos ojos aquello que ya se ha visto.
Otro texto, a un costado del mural multicolor, presenta esta exposición:
Contaminados, lo popular en arte (sic) es una experiencia de trabajo artístico enfocado en acciones locales, que también son políticas. Creemos necesario unirnos a otras convocatorias de la región que han demostrado que es posible (la) transformación social, a través de la implementación de micropolíticas y la crítica a la privatización del espacio público.
Es una invitación a comprender cómo las industrias culturales, políticas y relacionales sostienen al proyecto neoliberal global.
Aquí se inicia el recorrido que relata una historia no lineal, donde colonia y contemporaneidad muestran que la modernidad y la colonialidad son dos partes de la misma moneda.
Tras aquel juego de palabras sobre los lados de aquella moneda que plantea Contaminados, el minilaberinto acaba. La exposición se abre y es posible tomar varios caminos.
Uno de ellos es una pared pintada en rosa intenso, que recuerda la paleta del Pop Art de Andy Warhol. Ahí están colocadas fotos de fachadas de viviendas de Guayaquil. Son casas de barrios populares, de los suburbios o de las zonas periféricas del centro, pintadas en amarillo intenso, rojo vivo, verde, naranja o rosa. Son parte de reproducciones de publicaciones de una cuenta de la red social Facebook —la de Esquilo Morán, arquitecto local y autor de esta pieza de Contaminados—. El texto que las acompaña dice:
“Por vivir en quinto patio desprecias mis besos”, reza un bolerito mexicano que hiciera célebre el gran Javier Solís. Y así como en el amor, también en la estética cromática, pueden ocurrir negativas provocadas por la distancia entre las clases sociales. Así lo confirma una ordenanza municipal sobre el uso del color y los gráficos en las caras públicas de las edificaciones en la ciudad.
Se trata de un fragmento del artículo “Bellezas que matan”, que Morán publicó en 2003 en la revista Guaraguao, editada por el Centro de Estudios y Cooperación para América Latina, con sede en Barcelona. La normativa aludida es una que el municipio local expidió en 2001 y que prohíbe el uso de determinados colores que —dice— “contaminan visualmente o desmerecen la ciudad”, como el negro, verde perico, rojo vivo, azul eléctrico, amarillo patito.
El veto alcanza aun a las edificaciones con frente a calles y avenidas principales que se detallan en aquella ordenanza; la mayoría ubicada en el cuadrante de la urbe considerado como el Centro.
En 2002, en la Bienal de Arquitectura de Quito, Morán tomó como referencia aquella ordenanza para presentar una ponencia en la que afirmó que esa norma establece límites cromáticos a las culturas arquitectónicas contemporáneas y futuras y, dado su impacto, es de esperarse —dijo— que tuviere un sustento científico, del que carece. Y como referente científico para guiar su análisis sobre aquella normativa recogió la teoría del alemán Harald Küppers, ingeniero especializado en impresión comercial, profesor universitario y autor de la Teoría del color (2002), a quien Morán le atribuyó la condición de científico, aunque no lo es.
Aquella palabra “contaminan”, puesta en una normativa, inspiró a los curadores de esta muestra para darle nombre a esta exposición. Es una declaración de rebeldía: si usar estos colores en las caras públicas de los espacios privados es estar contaminados, esta muestra, sus curadores, los artistas que ahí exponen y las comunidades convocadas por los organizadores a participar en ella se declaran Contaminados, y, por extensión, el museo que los acoge.



La narrativa museográfica de Contaminados: textos de apoyo, piezas artísticas, videos y otros elementos que la integran, y —en una que otra parte— la forma como están dispuestos, impregnan una idea contraria a la de ese “no lugar” antropológico que se atribuye al entrar a la muestra. La referencia a aquel concepto es sorna. Contaminados no se reconoce como un espacio sin identidad o falto de lo relacional e histórico, sino todo lo contrario. La idea que busca transmitir es que contiene la sensibilidad de lo popular, que da cabida a la comunidad en el museo, un espacio que —se asegura— le ha sido negado.
Al seguir el recorrido se constata que Contaminados es más que una exposición de artistas o urbanistas locales que han cuestionado el orden establecido, el poder desde sus visiones. Es también parte de un proyecto de arte y comunidad; la razón por la que fueron a parar al MAAC piezas de barro que no son figurillas arqueológicas de alguna cultura ancestral, sino objetos elaborados por alfareros con raíces ancestrales, como los de La Pila, parroquia del cantón Montecristi en Manabí.
Con ellos, en su comunidad, trabajó el pintor y escultor mexicano Cisco Jiménez, entre junio y julio pasados en talleres de capacitación. A partir de sus referentes tradicionales, desarrollaron nuevas expresiones estéticas relacionadas con su entorno, propuestas nuevas o fusiones de ambas. Años atrás, esta comunidad elaboraba reproducciones de piezas arqueológicas de sus antepasados para venderlas, pero es muy poco lo que actualmente obtienen por la venta de esos objetos. La tradición se pierde ante nuevas dinámicas económicas.
Aquel día de finales de octubre, el canto de una mujer se tomó cada rincón de la exposición. El sonido provenía de un espacio dedicado a exponer el impacto de la marginalidad que han experimentado las poblaciones negras —afro, en el lenguaje de los políticamente correctos—. Era la voz de la joven cantante del Grupo Afromestizo Candente, que interpretaba un tema musical grabado especialmente para esta muestra. Una voz fuerte, que a ratos pronuncia una especie de lamento que surge entre el golpeteo de la marimba, instrumento característico en la música que arma la fiesta en su comunidad.
Canta un estribillo a dúo con otro miembro del grupo: “Trinitaria, aquí estoy, Trinitaria aquí estoy”. En su canto ella dice que viene de una isla, que ha compuesto una canción, y que todo lo que ha aprendido lo muestra con mucho amor.
La grabación de ese tema es parte de un video que tiene como protagonista a una parte de la población de la isla Trinitaria, el suburbio más joven del sur de Guayaquil, el último hacia ese lado de la ciudad porque ya no hay más manglar que cortar y el estero Salado, ahí, ya es demasiado ancho para seguir rellenando y montar más caseríos, como ha ocurrido en buena parte de esta ciudad.
Una pantalla de televisor reproduce aquel video en ese espacio de Contaminados. También hay piezas de cerámica, instrumentos musicales —como pitos— que elaboraron los pobladores que participaron en los talleres de capacitación. Están dispersos en una larga mesa que tiene en el centro un gran mapa estampado en negro con una frase que, tal vez, a alguien le puede resultar perturbadora (¿con esa intención fue colocada?): “Usted también es negro”.
No perturba, pero sí llama la atención una de las piezas de cerámica, una esfera que tiene pintados dos martillos cruzados sobre fondo rojo y blanco, los mismos que usó la banda británica Pink Floyd para identificar su álbum The Wall, publicado en 1979. Es parte de este espacio que, según se plantea, busca rescatar la identidad de estos pueblos.
Las pantallas de televisor se multiplican en los diferentes espacios de Contaminados. En estos se reproducen videos que capturan el rostro y el hablar de las comunidades que han sido convocadas a este proyecto.
Al inicio de la exposición se advierte que no se trata de un relato lineal. Y no lo es.
Contaminados podría ser un collage, varias muestras dentro de una. Ahí uno se encuentra con los conflictos de tierra en zonas como Montañita; con las herramientas de un activista ambiental, que en un video relata cómo tumbó muros de granjas camaroneras que estaban a punto de cosechar para protestar, junto con miembros de Greenpeace, porque estaban instaladas, en parte, sobre lo que había sido bosques de manglar. También hay otras piezas de artistas locales, provocadoras, que se exhiben por primera vez en un museo, porque habían sido censuradas en décadas anteriores por las autoridades municipales de Guayaquil. Caricaturas políticas de los años sesenta, setenta y ochenta. O fotos de comunidades waorani…
¿Qué no está contaminado? Porque, al fin y al cabo, ¿qué es lo puro?, ¿qué costumbre, ideología o fe no está pervertida? Las ropas de colores idénticos que vestían aquellos niños de escuela pública, que transitaban aquella mañana junto al MAAC, ¿representan la colonialidad de la que habla Contaminados?
Tantas preguntas que pueden surgir al reflexionar sobre la filosofía del arte, las identidades, la interrelación entre ellas, las libertades en democracia; o lo que cabe o no en un museo. ¿Según quién?