Consideraciones sobre las bolas.

Por Gonzalo Dávila Trueba.

Ilustración: Camilo Pazmiño.

Edición 438 – noviembre 2018.

Firma--Gonzalo

Todo era verde cuando los racimos de plá­tano pendían libres de los árboles y el aroma propio de la humedad del platanal contribuía para hacerte notar que andabas por alguna parte del paraíso.

El sitio Loma el Tigre, a orillas del río Baba, sería el lugar donde descubriera, en 1964, que las bolas debían ser eso, redondas, con pintas de colores verde y rojo, y que para sa­ber si ya estaban cocinadas, debían reflotar en el caldo hirviente que amenizado había sido con tallos de culantro machacados, pi­miento rojo, cebollas, yuca, choclos, unos po­cos ajos y col picada.

Úrsula me hizo sentar junto a ella sobre ladrillos apilados. Con la solvencia propia de los que cuecen en paz, armó un refrito de similares componentes más carne picada, pasta de maní y achiote. Me percaté que el plátano verde, cuando ya está cocido, cam­bia de color a un amarillo más profundo, y es él quien amalgama las bolas, porque el plátano verde crudo —que es el otro com­ponente— no se pega, no hace bolas, se deja gobernar.

Ralló los verdes y los amasó junto al re­frito. En sus manos la masa tomó forma de cuencos que albergaron al relleno y así se conformaron todas las bolas que la masa lo permitió, antes de ser sumergidas en las pro­fundidades del caldo borbotón. Unas pocas ascuas encendidas quedaron en el fogón. Nos fuimos a charlar.

Por aquellos tiempos yo liaba mis propios cigarrillos en papelitos amarillos. Me hice uno y al prenderlo pude ver que venían unos chi­cos que desentonaban con el entorno pues eran extremadamente rubios. Úrsula era ne­gra y los montuvios de la zona, por lo general, son trigueños.

—¿Y estos niños? —pregunté a Úrsula.

—Vienen de la escuela. Tienen que andar todavía una hora más. Por eso comen aquí. Lue­go cruzan el río y van pa’ dentro —me contestó.

—Pero serán hijos de extranjeros —añadí.

—¡No! —me respondió y añadió—. Su familia siempre ha estado allí. Dicen que son españoles que llegaron hace mucho tiempo. Que ni ellos mismos saben. La niña recuerda aún a su padre: se lo llevó el río.

Y la sopa nos fue servida. Esperé que se enfriara un poco. Pensé en el desatino que su­pone servirse sopa caliente en clima tropical. Pero algo desbarató mis temores y la tempe­ratura fue lo de menos ante la calidad de la combinación de sabores en un trasfondo lige­ro de maní. Cuando probé las bolas y llegué a su relleno, sin pensarlo, el coro de la novena sinfonía de Beethoven me encontré tararean­do. Su sabor formó instantáneamente parte de mi acervo gastronómico.

Es que en el calor cotidiano del trópico con sus ansiadas sombras, con su monotonía, con sus moscas, con sus ruidos lejanos y en su aparente nada que hacer, las personas como Úrsula cocinan en paz esperando a sus co­mensales. Y lo hace de manera sencilla, sobre ladrillos, sin apuros, al ritmo que el ambiente exige, porque si hubiese necesidades o ex­pectativas, habría que caminar dos horas por entre los plátanos, algún naranjo y furtivas culebras que hacen del camino una aventura al andar hasta llegar al km 23, satisfacer la urgencia y emprender el retorno.

Me despabilé cuando vi que los chicos se iban.

—¿Puedo visitarlos? —atiné a decir.

—Tiene que cruzar el río a nado —me respondieron.

Cuando llegué al vado y vi cuánto había que nadar, pospuse para siempre la visita.

Lo que nunca pospuse fue mi obsesión por el verde y sus preparaciones. Cuando de la sopa de bolas se trata, hay que enaceitarse las manos y recordar la preciosa vida de la cocina en paz.

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