Texto y fotos: Pete Oxford y Reneé Bish*
Solo cuatro horas después de dejar Johannesburgo, mi avión aterrizó en uno de los lugares más sombríos del “continente negro”. Me encontraba ahora en la tierra de los pigmeos, el ébola, elefantes, cazadores furtivos y gorilas. Había llegado al lugar donde los nativos cazan ratas con arcos y flechas para comérselas. ¡Estaba en el Congo!
Una ONG me había enviado a fotografiar la vida salvaje del Parque Nacional Odzala, que queda norte del país, cerca de las fronteras con Gabón y Camerún. Según me dijeron, era prácticamente un lugar sin ley. Sin embargo, hace poco tiempo, con la ayuda de una unidad contra cazadores furtivos (fuertemente armada y adiestrada por un exmiembro de la Legión Francesa), habían capturado a Pepito, uno de los reyes del comercio ilegal de marfil. Ahora que estaba preso, sus captores tenían la obligación legal no solo de llevarle su comida, sino también de primero probarla delante de los guardias con el fin de demostrar que no estaba envenenada.
Me senté a conversar, hasta altas horas de la noche, con el personal del parque que me acompañaría en el norte. En un agradable restaurante a orillas del río Congo, en Brazzaville, veíamos cómo la luna llena iluminaba las piraguas desde donde pescaban en el río. Podíamos ver también las luces de Kinshasa, en la República Democrática del Congo.
A la mañana siguiente, viajamos durante doce horas hacia el norte. No salía de mi asombro ante la carretera perfectamente asfaltada, recientemente construida por los chinos. Pronto me di cuenta de que, conforme a las prácticas comerciales chinas, las carreteras tenían un enorme costo en recursos naturales, fundamentalmente en madera y minerales, lo cual dejaba al país más pobre, pero con maravillosas autopistas.
En las últimas dos o tres horas, después de cruzar el río de forma precaria en una gabarra que se tambaleaba, las carreteras eran las esperadas: con lodo y unos baches que podían tragar un camión.
Inicialmente me iba a hospedar en la oficina del parque, en las afueras de un pequeño pueblo llamado Mbomo, donde no había casi nada que comprar. Existía un diminuto mercado, un alcalde, una tienda de cerveza y un hospital que lucía poco saludable y que, en la fachada, tenía prendido un rótulo con la advertencia sobre el riesgo de comer monos y contraer ébola.
Tenía la sensación de haber vivido esto antes, lo cual me recordaba mis frecuentes visitas a Madagascar: el francés, la gente amable, las ropas andrajosas y un estilo de vida básico, de mera supervivencia.
El plan era visitar varias áreas del parque. Primero Ngaga, donde conocí a los españoles Magda y Hernán, ambos de Barcelona, los Diane Fossey de los gorilas del Congo y héroes anónimos del bosque. Caminé con uno de sus expertos hacia un área donde era más probable que estuvieran los gorilas. Los monos de nariz chata corrían por las copas de los árboles e incluso se veían chimpancés que chillaban a lo lejos. Llegamos a un área increíblemente densa, con plantas de Maranaceae (similar al jengibre) de tres a cuatro metros de alto, apetecidas por los gorilas. El rastreador los escuchó primero y, durante 45 minutos, abrimos de manera tediosa, con podadoras, el camino hacia ellos (los machetes emiten un ruido que recuerda al sonido producido por los cazadores furtivos, lo que hace que los gorilas huyan).
Nos colocamos nuestras máscaras para evitar infectar a los monos con enfermedades humanas, y ¡de pronto!, los pudimos ver. Hembras y jóvenes se alimentaban en los árboles de los alrededores. El macho, tímido y dominante de espalda plateada, conocido como Júpiter, nunca apareció, aunque estuvo a solo unos metros, oculto por la densidad de Maranaceae. Eso sí, golpeó su pecho para que lo escucháramos. Fue un sonido desgarrador, cercano, primordial y potente.
Desde Ngaga salimos para Lango Baie, un área grande, despejada y pantanosa en el bosque. En Mboko, tomamos un pequeño bote, y de la forma más silenciosa posible, nos deslizamos por el río. Fue un viaje hermoso y tranquilo hacia el corazón de la naturaleza. Buscábamos a los mamíferos terrestres más grandes del Congo. Una hora después de haberse iniciado nuestro viaje, podíamos escucharlos mientras se alimentaban. En una curva del río, vimos en el agua a tres elefantes de bosque.
A diferencia de los elefantes de la sabana, a los cuales estoy acostumbrado, estos tenían colmillos largos, rectos y delgados, colocados de forma separada en la cabeza, orejas más grandes y ojos saltones y brillantes. Uno de los tres se acercó a nosotros con la intención de volcar nuestro frágil bote. A tan solo tres metros de distancia, el barquero se levantó abruptamente, mientras gritaba y aplaudía. El elefante se detuvo y luego se dio vuelta para reunirse con sus amigos.
De regreso en el campamento de Lango, deambulaban por el bosque un antílope jeroglífico, un sitatunga y una manada de búfalos rojos. Una escena apacible y atemporal, que ocasionalmente se veía interrumpida por el vuelo de un cálao grande o el zumbido ruidoso de una bandada de palomas verdes.
Habíamos construido en la bahía una pequeña cortina fotográfica con hojas de palmeras, junto a un depósito mineral. Ahora esperábamos con ansiedad y paciencia. Llegaron algunos búfalos rojos de bosque. Son muy distintos de los búfalos cafres, los cuales se encontraban más hacia el sur. Sin embargo, un macho parecía tener la misma característica agresiva que sus primos. Se acercó a nuestra frágil estructura y casi nos ataca. Nos quedamos sentados, sin atrevernos a respirar, mientras la bestia nos escrudiñaba detenidamente, con ojos saltones. El animal agachaba su nariz fijamente, a la vez que resoplaba con fuerza. Fue un enfrentamiento que duró quince minutos, hasta que el búfalo decidió no arruinar nuestro día y regresar a su harem.
Poco después de nuestro encuentro, llegó el premio. Una manada grande, muy recelosa pero ruidosa, de loros grises africanos sobrevoló el lugar formando un círculo. Poco a poco, aterrizaron en masa. Fue una verdadera experiencia de África central.
Las noches en el campamento eran ruidosas. Los elefantes eran menos tímidos y se aventuraban cerca de los alimentos bajo el abrigo de la oscuridad que los protegía de la caza furtiva. Un damán de árbol (como un conejo arbóreo) emitía sonidos desde la parte superior del bosque, parecían gritos estremecedores de un gato atrapado en una trampa. Una hiena con manchas emitía ruidos y gemía desde el centro del bosque primario húmedo, mientras los ratones pasaban la noche hurgando y chillando en el sitio donde me alojaba.
Como era de esperarse, la fotografía se dificultaba en el bosque, lo cual me recordaba el tiempo que pasé en la región amazónica que llegué a conocer tan bien. A pesar de ser mucho menos diverso que, por ejemplo, el increíble Yasuní del Ecuador. Algo que me ayudaba era pensar que en cualquier momento, a diferencia de la Amazonía, podría estar frente a gorilas, elefantes, hienas, leopardos o búfalos.
En resumidas cuentas, fue un arduo trabajo. Incluso tuve la suerte de fotografiar el antílope bongo que es poco común. Es un animal impresionante, con grandes orejas y muy huidizo.
Pasé varios días en un pequeño sitio de bambú elevado, esperando ver gorilas. Fui a cazar antílopes con pigmeos Ba’Kola, que usaban redes para rodear una gran parte del bosque y luego, con la ayuda de perros escuálidos, perseguían a los pequeños antílopes, con el fin de que ingresaran a las redes. Pasé algo de tiempo con las personas del lugar disparando a las ratas para el desayuno, y caminé por los pueblos, con el fin de conocer a los lugareños. Sin embargo, en mi última parada, en un campamento, pasé varias noches con la unidad que luchaba contra la caza furtiva. Paramos a cada vehículo que salía del parque, con el propósito de verificar que no se llevaran ilegalmente la carne de animales salvajes, partes de gorila o marfil. Algunos encuentros incluían acaloradas discusiones que se calmaban cuando se daban cuenta de la supremacía de nuestro arsenal. En todos los vehículos, había algo de carne cazada localmente que se confiscaba cuando era poco común o de caza ilegal. El resto era legal pero no sustentable por su volumen. Esto me entristecía, además de la llegada reciente de miles de trabajadores chinos y malayos al área aledaña. Aparte de la creciente población local, me preguntaba cuánto podría continuar esta región en el estado relativamente puro que había tenido el privilegio de presenciar. En síntesis, una experiencia dulce y amarga a la vez. Cuando mi partida del Congo se vislumbraba cercana, pensé: “¿Cómo puedo hacer para regresar acá…?”
* Traducido por Patricia Fierro Carrión y revisado por Ricardo Falconí.