“Odio ir a laburar, pero tengo que morfar”.
Dos Minutos
Soy una mala empleada. No sé cumplir órdenes y me cuesta ser puntual.
Mi historial de trabajos comenzó a los quince años, cuando en el colegio me mandaron a hacer prácticas en una pizzería famosa. Fantaseaba con ser una camarera eficiente y, claro, con comer pizza gratis. Pero mis expectativas no se asemejaron ni un poco a la realidad.
Mi sección asignada fue la cocina, así que no hice sino exasperar al chef por cortar la cebolla demasiado gruesa. La pizza ni la probé. De hecho, el almuerzo era arroz con huevo, y eso si es que teníamos suerte, porque, si no, era “arroz con clara”. Así como lo leen, a que vean hasta dónde llega la crueldad humana: la yema la separaban para no sé qué postre.
¿O sería para el jefe?
No podía consolarme pensando que sería recompensada por el salario, porque no había. Yo era una “pasante”, o sea, a la que delegan el trabajo engorroso que nadie quiere hacer. Pensándolo bien, no es que yo fuera de mucha ayuda para el otro cocinero, de hecho, sentía que sudaba frío al verme llegar, temiendo que rompiera algún plato o hiciera alguna trastada irreversible.
Tiempo después se puso de moda cuidar niños en una sección de un centro comercial. Era un espacio cool, y las colegialas recién graduadas que trabajaban ahí se veían solventes y chéveres con sus uniformes. Mis amigas y yo corrimos allá con nuestras carpetas y fui la única del grupo que “no pasó las pruebas”. ¿Qué pruebas habrán sido? No lo sé, pero sé que no conocía a otra persona que las reprobara.
Picada, fui a buscar otro “puesto” en otro centro comercial, yo también quería ser una “chica que trabaja”, pero lo que encontré no era tan cool. Debía atender el bar de una pista de patinaje en hielo. La idea me resultaba atractiva ya que de niña fui fan de (la telenovela) Agujetas de color de rosa. Así que mientras mis amigas iban juntas al empleo de moda para adolescentes, yo me comía todo lo que podía del bar para que luego me descontaran del sueldo. Había subido ocho libras cuando me despidieron.
Al fin llegué a una librería. Una hueca maravillosa llena de libros acumulados en las esquinas. Me divertía encontrando revistas de ciencia ficción o novelas rosa, pero lo mejor era su dueño, un hombre que parecía salido de una novela de Kafka, siempre enternado y con cigarrillo en mano.
A la librería llegaban siempre personajes varios, uno que leía la Biblia como un predicador, otro que vendía obras de arte, otro que cambiaba un extractor de naranjas por un par de libros. Es que allí era común el trueque o la compra directa. Yo misma tuve que sacrificar unos tomos de la enciclopedia Salvat para financiarme la salida de un viernes.
Luego vinieron los trabajos serios: en canales de televisión, productoras, siendo profe. Luego también dejé esos trabajos para abrirme camino sola en la eterna lucha por tiempo. Los trabajos (por suerte ahora vinculados a mi oficio) llegan, se van, vuelven, pero la escritura y el cine están siempre, y no los asocio a la producción de dinero; no soy muy fan del “Quiero vivir de mi arte”.
Tal vez porque me niego a que un artista entre en el mismo sistema que un burócrata, reciba un sueldo y produzca tal cantidad de obra cada mes. Hay que encontrar un equilibrio. En medio del artista aislado, que se alimenta de poesía y del artista resentido que sale a protestar, deben existir otros caminos. Estoy segura.