“Cuando caiga la estrella de Moscú…”

Cardenal József Mindszenty de Hungría
József Mindszenty.

Budapest era una fiesta. Y era, tal vez, la más espontánea y feliz que se recordara en esa ciudad magnífica, en la que el Danubio sí es azul. El gobierno había caído, con lo que —según parecía— el sistema socialista había perdido el poco respaldo que todavía le quedaba en Hungría.

Y, sin desperdiciar ni un solo instante, las nuevas autoridades anunciaron el llamado a elecciones libres y la devolución a los ciudadanos del derecho a formar gremios, partidos y sindicatos, a leer una prensa independiente, a emprender en negocios y empresas y, en fin, a practicar sus convicciones religiosas sin temor ni amenazas. La libertad, al fin.

Once años antes, en 1945, la Unión Soviética había librado a Europa Oriental de la dominación nazi, pero a todos los países que ocupó les fue imponiendo su propia dominación: gobiernos satélite, manejados desde Moscú. En el caso de Hungría esa imposición se demoró cuatro años, porque allí había un gobierno de amplia coalición, con amplio apoyo ciudadano, que no podía ser desplazado de un día para otro.

Pero con el Ejército Rojo ocupando el país, para agosto de 1949 los políticos ajenos al Partido Comunista y los periodistas independientes ya estaban todos presos o habían huido. Y el régimen socialista fue implantado a la fuerza.

Los ciudadanos húngaros resistieron siete años antes de lanzarse a las calles. Lo hicieron en octubre de 1956, con unas protestas que, a pesar de la represión a balazos, crecieron en intensidad y concurrencia hasta que el gobierno cayó. Y Budapest fue una fiesta. Imre Nagy asumió la conducción del país y, como parte de la restitución de los derechos civiles, sacó de las cárceles a miles de presos políticos. Entre los liberados estaba el cardenal primado de Hungría.

Sí, József Mindszenty estaba preso en ese esperanzador octubre de 1956. Era prisionero de los comunistas como antes, en 1944 y 1945, lo había sido de los nazis. Las tropas soviéticas lo habían detenido en diciembre de 1948 cuando —por orden directa del mariscal Kliment Voroshílov— miles de personas fueron apresadas para despejar el camino al poder de los comunistas húngaros, encabezados por Mátyás Rákosi, un comunista cuadriculado y mandón que se describía como “el mejor discípulo de Stalin”. En junio de 1956, cuando los vientos de libertad soplaban sobre Hungría, Moscú lo reemplazó por Erno Gerö, otro político rudo y violento que, en vez de contener la rebelión popular, la precipitó.

Y así, en octubre de 1956, cuando Nagy abrió los calabozos, el cardenal Mindszenty recobró la libertad. Había estado detenido cinco años y once meses. Se sintió, entonces, en la obligación de denunciar los horrores cometidos durante los años del socialismo, con el mismo empuje con que había combatido a los nazis. Pero no contaba con el contragolpe soviético: el 4 de noviembre el Ejército Rojo volvió a entrar en Hungría.

La resistencia duró una semana: el 10 las tropas soviéticas ya habían asumido el control del país —dejando más de tres mil muertos— y depuesto a Imre Nagy (diecinueve meses más tarde, en junio de 1958, fue fusilado; su cadáver le fue entregado a su familia recién en 1989). Mindszenty, sabiéndose otra vez en peligro, pidió asilo en la embajada de los Estados Unidos.

Semana tras semana y mes tras mes fue tramitado un salvoconducto para que pudiera salir de Hungría. Todo fue inútil: el nuevo gobierno, designado por el Partido Comunista Soviético y encabezado por János Kádár, rechazó cuanta solicitud le llegó con el argumento de que en su contra pesaba una condena a cadena perpetua por “actividades contrarrevolucionarias”.

El segundo encierro del cardenal József Mindszenty duró catorce años y nueve meses, hasta que, gracias a una gestión directa del Vaticano, el 23 de septiembre de 1971 le fue permitido viajar a Viena, donde murió cuatro años más tarde. De acuerdo con su deseo final, sus restos debían volver a Hungría tan sólo cuando “la estrella de la impiedad de Moscú hubiera caído”. Volvieron, en efecto, en mayo de 1991, cuando el socialismo había sucumbido y la Unión Soviética había desaparecido.

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