Edición 431 – abril 2018.
El país entero, Portugal, estaba estremecido por la pena y el temor: los dos hermanos, todavía niños, él de diez años y ella de nueve, habían muerto con pocos meses de diferencia el uno del otro, de manera misteriosa, con los pulmones devastados por un contagio súbito e inexplicable. Nadie, ni siquiera los médicos más ilustres de Lisboa, sabían qué les había ocurrido. Y, claro, la superstición popular atribuyó las dos muertes, tan cercanas y parecidas, a una venganza del demonio. Sí, el Maligno algún papel debía haber cumplido en esa desgracia.
Y es que Francisco y Jacinta, de apellido Marto, que así se llamaban los dos niños, habían sido testigos, con su prima Lucía, de dos apariciones de la Virgen María en la Cova de Iría, en Fátima, unos pocos meses antes, en mayo y octubre de 1917. Después, mientras el mundo cristiano recibía con alborozo el milagro en medio de la mortandad de espanto en que se había convertido la Primera Guerra Mundial, Francisco y Jacinta habían vuelto a la vida normal de dos niños sanos y sin angustias. Pero de pronto, sin aviso previo, la muerte se los llevó: a él en abril de 1919 y a ella en febrero de 1920. Era, qué duda podía caber, una obra del demonio.
Pronto, sin embargo, se supo ya cómo se llamaba ese demonio: era la ‘maladie onze’, según la denominaron los médicos franceses cuando detectaron los primeros contagios en los puertos donde eran concentradas las tropas para repatriarlas a sus países al final de la guerra. Esa ‘enfermedad once’ era nada más que una gripe, pero cuyo virus había mutado hasta volverse letal durante esos cuatro años, de 1914 a 1918, en que las estructuras sanitarias de los mayores países del mundo estuvieron dedicadas, 24 horas al día, a atender a los millones de heridos que dejaron las interminables batallas de trincheras de “la guerra llamada a terminar con todas las guerras”.
El dolor, la angustia y la escasez de alimentos en esos años trágicos hicieron el resto: al desplomarse las defensas orgánicas de la gente, el virus se propagó con una rapidez vertiginosa, como nunca antes había ocurrido.

Y llegó a los confines de la Tierra. Y en cada lugar la epidemia adquirió un nombre distinto: ‘gripe brasileña’ en el África, ‘gripe alemana’ en Brasil, ‘pseudogripe’ en Alemania, ‘gripe del sur’ en los países escandinavos, ‘gripe de los británicos’ en Irán… En Japón, donde un torneo de sumo fue suspendido porque varios de los luchadores estaban contagiados, se la llamó ‘gripe del sumo’. En fin.
El virus también llegó a la Península Ibérica, por supuesto. Por entonces, era escenificada en Madrid una zarzuela con una canción, ‘Soldados de Nápoles’, que se hizo muy popular. Y, al llegar la enfermedad, el ingenio callejero le puso al virus el apodo de ‘soldado de Nápoles’. Por tratarse de un país neutral en la guerra, la prensa de España había preservado su independencia y, claro, empezó a informar con abundancia sobre los estragos enormes que la gripe estaba causando en casi todo el planeta. Y por su intermedio el mundo se enteró de que el contagio había adquirido la dimensión de una epidemia global, la mayor jamás ocurrida. Y el mundo la llamó, entonces, ‘gripe española’. Y, a falta de otro nombre usado por todos, así se quedó.
La gripe española mató —según las estimaciones más recientes y, es probable, más certeras— a cerca de cien millones de personas. Treinta millones tan sólo en China. En 1918, la población del mundo no llegaba a los dos mil millones. Lo cual significa que la epidemia arrasó con el cinco por ciento de la especie humana. Y la tercera parte de la población china. Nada menos. Por eso la gente sencilla la creyó una obra del demonio, como una venganza contra Francisco y Jacinta por haber visto a la Virgen María. O como un acto de expiación de la humanidad por la atrocidad de la Primera Guerra Mundial. Quién sabe. Y todo eso ocurrió hace cien años: nada más que un siglo.