Pero cómo puede haber tanta sangre

Es un cuerpo hecho más que nada de huesos, dice Alicia, mirando no la sangre sino la delgadez de sus brazos. Soy una muñeca de cera, dice, al remarcar la palidez de su piel. O será el efecto de la luz biliosa del mapamundi que es su lámpara. Ni siquiera es su lámpara, pues nada es suyo en ese habitáculo que es más bien un huesero, una tumba de tereques. Aquí, todo ha sido usado por fantasmas y gente difunta, dice Alicia y suelta una tos seca, débil, que le provoca latidos en las sienes y en las muñecas.

sangre
Ilustración: Miguel Andrade

Esta es tu habitación, le dijo la bruja, abriendo la puerta del cepo. El efecto fue instantáneo: Alicia vio el enorme sillón de alto espaldar y coderas magulladas por algún animal, y, como jamás, afloró en su mente el rostro inflado, jadeante y las manos hirvientes del cura jugueteando bajo su vestido blanco de primera comunión. Pertenecía a mi hermano que fue obispo, dijo la bruja al verla estática, pasmada, frente al sillón. Por unos segundos sintió terror de imaginarse atravesando una noche completa en ese habitáculo. Y allí seguía, como secuestrada, desde hace tres años.

Desde las calles sube el remoto bramido de la fiesta navideña. Unas horas antes, se sintió tentada de bajar y sumergirse como un pez en el mar de gente, entrando y saliendo de los centros comerciales. Llamada por el aroma del maní enconfitado, comprar un cartucho caliente y deambular curioseando las luminosas vitrinas hasta llegar al locutorio. Allí era el avispero de compatriotas que a veces buscaba y otras más bien rehuía. Allí, hace ya dos años, conoció a Sonia, la peruana que la deslumbró hasta casi transformarla, pero que terminó convirtiéndola en añicos. Esa fue su perenne tendencia. Amar a quien terminaba haciéndole daño. Alguien que la amara, y le garantizara su bien, terminaba hastiándola. Tantos vuelcos debió vivir a causa de ello, que terminó replegándose hasta convertirse en una suerte de androide.

El ulular de ambulancias y autos policiales terminó por disuadirle de salir. Y allí está recostada bocarriba, los brazos sueltos apegados a su cuerpo, mientras su vista recorre las hileras de payasos que tapizan la habitación. Payasos verdes y alegres, payasos azules y acongojados. Una de sus manos llega hasta la gaveta y toma el cuchillo, afilado como un bisturí. Sin ninguna violencia abre el vientre del mapamundi plástico, liberando su luz. Sin apuro ni titubeo hiende el cuchillo en su muñeca derecha ya que es zurda. En la muñeca izquierda es más difícil, pero lo logra.

A la final resulta asombrosamente sencillo, apenas un dolor leve y enseguida la sangre brota, como animal conminado a la oscuridad de las venas, a la falta de aire. Quién lo creyera, se van empapando sus brazos, sus piernas, la sobrecama, el piso, el mundo, mientras sus ojos recorren las hileras de payasos del tapizado. Pero por qué tiene pena de los payasos. Por qué sollozan, incluidos aquellos que ríen, al verla así de inmóvil, de viajera abandonada en el camastro como en una canoa mar adentro.

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