Diners 464 – Enero 2021.
Por Fernando Hidalgo Nistri.
Fotografía: Shutterstock.

Los mapas arrastran tras de sí una larga historia y su utilidad se ha puesto de manifiesto en ámbitos muy diversos. ¿Qué sería de la humanidad sin cartas geográficas? Si algo hay que convenir es que estos dispositivos son multipropósito: han permitido que la gente logre ubicarse y encontrar su lugar en el mundo, han facilitado la navegación y han ayudado a que las grandes potencias conquisten países lejanos. En este sentido es perfectamente claro que los territorios han sido cartografiados en la medida en que han sido codiciados. Por otro lado, el mapeo es lo que ha hecho que los gobernantes hayan logrado que los Estados fueran más Estados, esto es que hayan logrado consolidarse ejerciendo con más efectividad la autoridad sobre sus dominios. Sin mapas no se podía gobernar con acierto, ni lograr ese sine qua non de todo poder constituido que es el poder verlo todo. Pero los mapas han sido algo más que superficies en las que se han representado comarcas, cuencas hidrográficas, cordilleras, etc. En realidad también han sido todo un compendio de intereses políticos y expresión de toda una diversidad de valores y de sentimientos colectivos que han servido para reafirmar los vínculos existentes entre el hombre y su terruño. Digamos, pues, que los mapas han ayudado a que la población se sienta identificada con el medio en que ha nacido y vivido. Fuera ya de estas consideraciones, la cartografía también es la que han instado a ciertos espíritus aventureros a llevar a cabo viajes imaginarios hacia tierras lejanas. ¿Cuántas veces no hemos estado al frente de un atlas y soñado con visitar ciudades, montañas, desiertos o playas exóticas situadas en las antípodas?
Edad de oro
Los mapas donde por primera vez aparece el territorio ecuatoriano datan del siglo XVI. Incluso las remotísimas islas Galápagos fueron tempranamente cartografiadas por marinos españoles e ingleses. En un principio se trataba de bocetos incompletos y en los que apenas aparecían aquellos lugares donde la autoridad se ejercía efectivamente. El resto del territorio, a falta de información, solía adornarse con figuras mitológicas o con coloridas estrellas de los vientos. No obstante, hacia el siglo XVIII, las cosas dieron un vuelco enorme. Gracias a los aportes de los misioneros jesuitas, Quito asistió a una edad de oro de la cartografía. Los mapas de Fritz, De la Torre, Weigel, Brentano, Velasco y Magnin, revolucionaron todo lo que se había hecho hasta ese momento. Uno de sus máximos logros fue ofrecer una imagen inédita de Quito y de la cuenca amazónica. Pero sin lugar a dudas, la estrella rutilante de ese gran momento fue la carta geográfica de Maldonado. Nunca antes los territorios de la Audiencia habían sido representados con tanta precisión y lujo de detalles. Sus trabajos de campo pusieron al descubierto territorios hasta entonces desconocidos. El suyo fue, sin lugar a dudas, el primer mapa moderno del Ecuador y sirvió de base para confeccionar otros más sofisticados.
De Villavicencio a Wolf
En tiempos republicanos, el país asistió a una nueva etapa de su historia cartográfica. Hay dos empresas significativas que se llevaron a cabo: la primera, la de Manuel Villavicencio, fue una iniciativa que trató de plasmar una imagen actualizada del Ecuador. Lamentablemente fue un proyecto que, dadas las condiciones de precariedad con las que se ejecutó, estuvo plagado de numerosas inexactitudes y de información errónea. Aunque tiene su mérito, no hizo sino poner de manifiesto las deficiencias de la época en cuanto a conocimientos geográficos. Pero hay que ser justos y caer en cuenta de que su autor careció de la infraestructura y de los conocimientos básicos para afrontar una empresa de tal envergadura. Villavicencio, a la final, no fue más que un aficionado a las ciencias, un hombre cargado de buenas intenciones. La segunda empresa fue la de Theodor Wolf, quien elaboró la que durante mucho tiempo fue la carta más exacta del país. En ella, el Ecuador apareció representado en alta definición y fue todo un referente en la historia de la ciencia nacional. Lo que le faltó fue llevar a cabo el relevamiento de la región oriental. Estos territorios quedaron reducidos a un pequeño recuadro en su gran mapa. El alemán, sin embargo, también fue el autor de los mapas geológico y bioclimático. Toda una novedad para la época. Pero, además de ello, introdujo esa otra novedad que fueron los primeros mapas regionales. Siguiendo la estela de Maldonado, la cartografía de Wolf borró los espacios en blanco que no decían nada y los llenó de contenidos. Él fue quien retiró esos carteles en los cuales aparecía esa elocuente leyenda de terra incognita. Gracias a la magia de la escala, los territorios se convirtieron en una especie de microcosmos que ponían el país bajo la mirada curiosa de los ministros. El éxito de la empresa de Wolf provino de su condición de científico profesional que contaba con el apoyo estatal y que tenía a su disposición el instrumental científico adecuado para estos efectos.

Los tres visionarios
Ya en pleno siglo XX se produjo un tercer momento en la historia de la cartografía ecuatoriana. Para estas fechas un país en pleno proceso de modernización demandaba más exactitud y visualizar el territorio con un mayor grado de detalle, a fin de volver más efectivo el ejercicio del poder político. El penetrante e inquisitivo ojo del Estado quería ver la realidad con más claridad. Hacia 1912 Luis Tufiño ya planteó la necesidad de que el Ecuador contara con un servicio cartográfico dedicado a levantar una gran colección de mapas. Junto con Jacinto Jijón y Caamaño y Federico Páez fueron tres grandes visionarios que advirtieron la necesidad de institucionalizar los estudios geográficos. La empresa también contó con el decisivo aporte de la misión militar italiana que en los años veinte había venido para reorganizar al ejército. De estas fechas data la fundación del Instituto Geográfico Militar. Estos esfuerzos dieron como fruto un nuevo mapa general del Ecuador y sobre todo la edición de las primeras hojas topográficas que representaban el territorio a escalas inferiores a 1:25.000. A tal punto llegó el grado de resolución de estas cartas que, incluso, se visibilizaban haciendas y poblaciones ínfimas.
Identidad y pertenencia
La cartografía ecuatoriana, asimismo, alberga un potente contenido político-nacionalista. Ya desde el siglo XVIII los mapas han sido dispositivos de primer orden para lograr que la población configure e interiorice la imagen de la patria. Para que el Ecuador lograra consolidarse como nación no solo era preciso un relato histórico o instituciones, sino también forjar una imagen del territorio. Conforme las diferentes circunscripciones americanas iban convirtiéndose en países independientes, la cartografía resultaba cada vez más imprescindible. Una de sus funciones fue generar y reforzar un sentimiento de identidad y de pertenencia a un territorio. Este fue un impulso patriótico que ya hizo acto de presencia hacia el siglo XVIII. Desde esas fechas, los mapas fueron vistos como un mecanismo que ayudaba a la población a hacerse una idea de la forma de esa patria que ya empezaba a tomar cuerpo. La cartografía quiteña, sobre todo la que se elaboró a partir de la década de 1740, logró formar un primer estereotipo que consagró la geometría del país. Ahí están los ya mencionados mapas de los misioneros jesuitas. Pero el más destacado fue el de Maldonado. La cartografía en cuestión ayudó a que el país se percibiera como una realidad independiente y con personalidad propia. Adicionalmente, uno de los efectos de estas visiones totalizadoras del territorio fue que hicieron posible superar esas formas provincianas y restringidas de percibir al Ecuador y que dificultaban que la población se identificase con el conjunto del territorio. Hay que tener presente que hasta muy tarde las lealtades y los compromisos de las élites locales estaban referidos a la esfera de la patria chica. La patria grande les resultaba una realidad lejana y difusa que se escapaba a la experiencia inmediata de la gente.

El Ecuador deseado
La importancia de los mapas mucho ha tenido que ver con el hecho de que, tanto el viejo Quito como el moderno Ecuador, han tenido que afrontar el problema de unas jurisdicciones fluctuantes y en riesgo de desaparecer. Prueba de ello es que la Audiencia llegó a ser suprimida. Hacia la segunda mitad del siglo XVIII, sus antiguas fronteras estaban siendo redefinidas, una situación que provocó intensas disputas territoriales con los virreinatos vecinos. Quito reclamaba jurisdicción sobre Pasto y sobre la aurífera y estratégica región de Barbacoas. Dentro de este contexto de inestabilidad, hay que ver la carta geográfica de Maldonado como un intento más de los quiteños por reafirmar la quiteñidad de los territorios en disputa y su condición de realidad aparte de Bogotá y de Lima. A diferencia de los mapas de los siglos XVI y XVII, a este le calzaba el distintivo de patriota. Su carta geográfica, sin embargo, presentaba otra apreciable novedad que buscaba potenciar la entidad y personalidad del territorio: Maldonado resolvió trazar un meridiano exclusivo para Quito. Instituir una línea geodésica de este tipo era tanto como decir, “aquí estoy” o “yo también existo”. Esta operación no era del todo baladí, si se tiene en cuenta que en esos tiempos la Audiencia era uno de los rincones del imperio español más oscuros y dejados de la mano de Dios.
En el siglo XIX y con el Ecuador ya perfectamente constituido, los mapas siguieron cumpliendo estas funciones, incluso con más fuerza. Como nunca antes se instrumentalizaron para definir y reforzar la legitimidad de las fronteras patrias. La aparición de un Estado nuevo exigía un territorio perfectamente demarcado. La cartografía se convirtió en una suerte de alegato jurídico que daba soporte a los contenciosos internacionales que afrontaba el Ecuador. La condición patriótica de los mapas cobró aún más fuerza cuando hacia comienzos del siglo XX se volvieron más críticas las disputas fronterizas con los vecinos. La necesidad de establecer con claridad y exactitud los linderos patrios motivó la elaboración y publicación de nuevas cartas geográficas. Uno de los propósitos de estos mapas de nueva generación, como los de Vacas Galindo, de Gualberto Pérez o los de Morales y Eloy, fue crear la ilusión o el sueño de una gran unidad político-geográfico ecuatoriana con límites muy definidos. Estos soportes cartográficos, al tiempo que reivindicaban unas líneas fronterizas conforme el dictado de las reales cédulas, también se aprestaron a dar forma a ese Ecuador deseado, a ese gran Ecuador que en justicia estaba llamado a ser. Aquí también entraba en juego un aspecto estético: un país íntegro era bello, mientras que uno mutilado resultaba feo. Por sus contenidos, estos mapas albergaban un poderoso componente mitológico que, desde comienzos del siglo XX, fue sistemáticamente alimentado por intelectuales y hombres públicos. La cartografía que representaba al país, con su clásica figura de una cuña que se adentraba hasta Brasil, no hacían sino plasmar ese gran mito de un Ecuador amazónico. Así, pues, estos mapas ponían de manifiesto una geografía del deseo y de los grandes anhelos patrióticos.
Una observación final: desde mucho tiempo atrás la cartografía patria produjo en la población sentimientos contradictorios. Por un lado, la imagen de una patria grande generaba orgullo, pero a la vez concitaba amargura y decepción al ver graficadas las continuas expoliaciones territoriales y el sistemático fracaso de las lides diplomáticas. Así, pues, a raíz de la firma de los recientes tratados de paz con Perú, la población se ha visto avocada a reprogramar esa clásica imagen triangular del Ecuador que desde la fundación de la República había formado parte indiscutible del imaginario patrio.