
Este comedor comunitario alimenta a cerca de cien mil personas al día. Esta es la historia de cómo un gran grupo de voluntarios sacia el hambre de comensales de todas las edades y religiones que van al Templo Dorado en India.
De fondo suena la delicada música del armonio, un instrumento parecido a un órgano. Sus melodías están acompañadas por los sonidos graves de una tabla y una voz aguda que, en punjabi, canta los himnos del Gurú Granth Sahib, las escrituras sagradas de los sijs.
Mientras tanto, un grupo de hombres y mujeres camina alrededor del estanque en el Templo Dorado de Amritsar, en Punjab, al norte de India. Esta es la casa de culto o gurdwara más venerada por los sijs y lugar de peregrinación para los seguidores de una de las religiones más jóvenes del mundo.
“Los sijs creemos en tres principios básicos: meditar en el nombre de Dios a través de nuestras oraciones, ganarnos la vida con medios honestos y compartir los frutos de nuestro trabajo con los demás”. Las palabras son de una joven de veintitrés años que, sin dejar de pelar ajos, cuenta su experiencia como voluntaria en la cocina comunitaria o langar del Templo Dorado, un edificio de ladrillo de cuatro plantas al que hay que acceder descalzo y con la cabeza cubierta.

De hecho, este langar es el más grande del mundo, funciona las veinticuatro horas y puede servir comida gratis a cien mil personas al día. Además, emplea a unos cuatrocientos trabajadores en todas las áreas del comedor comunitario. A ellos se suman centenares de voluntarios que acuden todos los días a realizar sewa o labores desinteresadas. Para los sijs servir a los demás es una forma de practicar su culto, por lo que muchos destinan parte de su dinero y de su tiempo a esta forma de ejercer su fe.
“Volveré al langar a realizar sewa cada vez que tenga tiempo”, dice con una gran sonrisa Kulwinder, mientras se reparte tareas con otras cuatro personas de distintas edades a las que no conocía antes y con las que ha compartido las últimas dos horas. “Ya nos hemos hecho amigos, hay muy buen ambiente aquí”.
A tan solo unos pasos de allí hay otro grupo de mujeres sentadas en el piso que pelan y cortan zanahorias mientras charlan animadamente. La más joven, Shabnampreet Kaur, de diecisiete años, me cede un sitio a su lado y me da un cuchillo para que me una al grupo.
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Servicio en el Templo Dorado
“Vivimos en Sarawan Bodla, un pequeño pueblo a tres horas en coche, y hemos venido a Amritsar para hacer sewa durante tres días”, comenta Shabnampreet Kaur. “Solemos venir al Templo Dorado a hacer este servicio unas dos o tres veces al año. Pero en unos meses me iré a estudiar a Canadá y estoy segura de que echaré de menos este lugar tan especial”.

El sijismo fue fundado a principios del siglo XV por el gurú Nanak, quien rechazaba los sistemas de castas y de clases; hacía hincapié en la importancia del servicio a la humanidad. Una de las muestras más evidentes de la puesta en práctica de estas creencias son las cocinas comunitarias o langares que se encuentran en casi todas las gurdwaras del mundo. En estos espacios, que son financiados y administrados por voluntarios, se alimenta sin distinción a todos los que acuden a ellos.
En las dos primeras plantas del templo hay un comedor comunitario con capacidad para 1500 personas cada uno y cuyo uso se va alternando para servir comida sin parar. Cada comedor se limpia entre turno y turno, mientras el otro empieza a recibir al siguiente grupo de comensales. Es un engranaje que funciona a la perfección y que permite que el langar no pare de servir a todo aquel que lo visite a lo largo del día.
El comedor de la primera planta acaba de llenarse y un voluntario cierra las puertas y redirige la hilera de comensales hacia un espacio del segundo piso. Cada persona tiene una bandeja metálica, una cuchara y un cuenco para el agua que les han entregado en la entrada. Una enorme habitación sin mobiliario recibe a la gente que en silencio va sentándose en el suelo a la espera de que le sirvan la comida.

En cuestión de minutos empiezan a llegar los alimentos. Hombres con cubos van sirviendo verduras y arroz, mientras otros con cestos de mimbre reparten los chapatis, un pan indio con forma de tortita, que no puede faltar. Los más jóvenes sirven el agua en una especie de carrito dispensador.
Todos son iguales
“Hemos venido a realizar el culto en el Templo Dorado y aprovechamos para comer en el langar”, explica Balawant Singh, un funcionario de 58 años que, sentado al lado de su mujer, Dal Ver Kaur, de 54 y ama de casa, espera su ración de comida. El comedor está abierto a todas las religiones y a todas las clases sociales. En el suelo, uno al lado del otro, todos se reconocen iguales.

Durante las festividades hay más afluencia y ambos comedores se llenan a la vez, por lo que llegan a alimentar a seis mil personas cada treinta minutos. Así lo explica Jagmchan Singh, de 64 años, mientras en un recipiente pone arroz en una de las bandejas. Proveniente de Anandpur Sahib, una ciudad a unos doscientos kilómetros de Amritsar, empezó a ir al langar a hacer sewa cuando se jubiló.
Después de comer, la gente baja con sus bandejas vacías por una escalera hacia la zona de lavado. Ahí, un pequeño ejército de voluntarios se encarga de limpiar hasta cinco veces todos los utensilios, antes de que los usen de nuevo. Esta es la zona donde hay más voluntarios, organizados en cadena en dos hileras de lavaderos; en una se colocan los hombres y en la otra las mujeres. Al final de las dos hileras se van almacenando las bandejas limpias en grandes carros donde caben hasta cuarenta mil, que más tarde llevarán a la entrada para repetir de nuevo todo el proceso.
El punto neurálgico
Una de las partes más importantes de este gran comedor comunitario son sus dos cocinas, donde se preparan a diario unos dos mil kilos de legumbres, otros dos mil kilos de arroz, dos mil quinientos kilos de verduras y unos dos mil litros de leche.
Una de las cocinas está situada en la primera planta, donde el jefe, Satnam Singh, de 45 años, remueve una enorme olla con dhal —lentejas sin piel— que se servirá ese día.
“Llevo más de veinte años trabajando entre estos fogones y me siento muy afortunado de poder alimentar a tanta gente todos los días”, cuenta Satnam.


Junto a la cocina de Satnam se encuentra la zona del té en la que no paran de entrar voluntarios a rellenar teteras para repartir entre los trabajadores y visitantes del langar. Ahí los reciben Manjit Singh y Kashmir Singh, dos veteranos que se encargan de preparar quinientos litros de té con leche al día. Nacido en Pakistán, Manjit Singh, de 81 años, llegó a Amritsar con su familia cuando tenía siete años, y desde hace veinticinco años acude todos los días para hacer sewa en la zona de preparación del té.
“Esta zona nunca para, el té con leche o chai se toma a todas horas en India. Además, nos aseguramos de que haya leche disponible para los niños las veinticuatro horas del día”, cuenta Kashmir mientras vierte el líquido blanco en una de las grandes ollas.
La segunda cocina se encuentra en un anexo abierto fuera del edificio y, a diferencia de la otra, que funciona con gas butano, en ella se prepara la comida con leña. Tres ollas gigantes con capacidad para preparar unos 400 kg de dhal están en cada una.
“Empecé a venir al langar cuando era adolescente. Lo hacía de vez en cuando, pero desde hace tres años vengo todos los días, entre tres o cuatro horas. Mis padres fallecieron y mis hermanas están casadas y viven lejos, pero aquí me siento en familia”. La vivencia le pertenece a Hawri, de 32 años, quien cuenta que tiene una pequeña tienda, “así que me puedo organizar. Cada día cierro unas horas para venir a hacer mi servicio comunitario”.


El ritmo sosegado, casi hipnótico, que envuelve a todo el que entra en el Templo Dorado, tiene su culminación en el langar. Donde la armonía y amabilidad de todos los que participan en el proceso hace que compartir una sencilla comida no solo llene su estómago, sino que también alimente una emoción profunda de desprendimiento.