La marcha del guerrero solitario

El cuencano Claudio Villanueva se perfilaba como medallista en los Juegos Olímpicos de Tokio, pero terminó último. Aun así, su llegada a la meta fue una hazaña deportiva y una gesta humana.

Fotografías: El Comercio y Santiago Rosero.

Sus piernas lucen como las de un hombre joven sin entrenamiento deportivo, no tienen los surcos que marca la fibra ni la solidez que se espera en los atletas. Las piernas de Claudio Villanueva han perdido su masa muscular, han sufrido demasiado. Ahora las recupera en las dependencias del Ministerio del Deporte en Quito. Son las tres de la tarde de un jueves a inicios de septiembre, Villanueva empieza el segundo ciclo de fisioterapia del día. El licenciado Antonio Sánchez hace pasar las piernas del marchista por un gran anillo cubierto de imanes que irradiarán una fuerza magnética capaz de reducir, muy de a poco, el dolor en sus rodillas.

—Las piernas son mi medio de trabajo, deben estar bien, sin dolor en ningún lado —dice Villanueva.
Ya lleva casi un mes en esto y le queda un mes más. Empieza temprano con la primera sesión de fisioterapia, luego hace trabajo en piscina, por la tarde viene la segunda sesión con magnetos y rayos láser para seguir desinflamando las rodillas, y a las 16:30 se mueve cerca de ahí (“a tres minutos”, dice con una curiosa precisión que luego repetirá respecto a fechas importantes de su vida), a un centro médico vinculado con la aseguradora Ecuasanitas, uno de sus pocos auspiciantes, para recibir una terapia de oxigenación hiperbárica. Entra en una cabina como la de un submarino y se sienta en una butaca similar a las de un avión. Le colocan una mascarilla que le transfiere oxígeno y a los cinco minutos se queda dormido. Permanece allí por una hora. Dicha terapia estimula la producción del oxígeno necesario en la sangre para que se regeneren los tejidos dañados.

—El 23 de marzo empezaron todos los problemas —dice Villanueva otra vez con exactitud.

Debido a las sobrecargas de los entrenamientos, primero fue un desgarro de cinco centímetros en los músculos isquiotibiales izquierdos, que se extienden, por la parte posterior del muslo, desde la cadera hasta debajo de la rodilla. Paró muy poco y no se recuperó, porque tenía al frente nada menos que el desafío de los Juegos Olímpicos. Apenas un mes antes, “el 15 de febrero” para ser más precisos, ganó el Campeonato de España en 50 km con 3:47,56, el mejor registro de su carrera. Todo parecía indicar que pelearía por una medalla en las Olimpiadas, donde el polaco Dawid Tomala se llevó la de oro con 3:50,08. Pero en los meses siguientes vinieron lesiones en ambas rodillas, que terminaron en tendinitis y bursitis, y para colmo dos desgarros más en los mismos isquiotibiales.

¿Cómo era posible que con tal estado físico todavía viajara a Japón? Por una mezcla de descuido, falta de atención adecuada y exceso de entusiasmo.

—Los Juegos Olímpicos estaban a la vuelta de la esquina, así que no podía parar. Creí que me recuperaría pronto, por lo que no avisé a las autoridades deportivas y seguí haciéndome atender por mi cuenta en Cuenca, y cuando vi que se me estaba yendo de las manos, comuniqué al Comité Olímpico Ecuatoriano y me llevaron a Guayaquil para hacerme atender, pero ya era tarde, las lesiones estaban muy avanzadas.

La terapia que recibe Claudio estimula la producción del oxígeno necesario en la sangre para que se regeneren los tejidos dañados.

Villanueva, quien se integró al Plan de Alto Rendimiento en 2016, había sido campeón nacional en tres ocasiones, campeón panamericano en 2019, campeón sudamericano en 2020, y traía el mencionado título español que lo perfilaba bien hacia Tokio; pero en Cuenca tuvo que gestionar por cuenta propia el proceso de recuperación, pasando por la atención de cuatro fisioterapeutas con los que negociaba tarifas bajas o sesiones gratuitas. El marchista se encontraba ante la encrucijada de parar para rehabilitarse o arrastrar las lesiones y seguir entrenando para cumplir la meta olímpica. No hizo lo primero para poder hacer lo segundo, y lo segundo lo hizo mal. Con los músculos desgarrados ya no podía cumplir con los entrenamientos de rigor. Todo se deshizo a su alrededor.

El 15 de febrero Villanueva ganaba el Campeonato de España y unas horas antes, en Cuenca, víctima de la covid-19 fallecía Luis Chocho, el entrenador que le enseñó el camino de la marcha, el que confiaba en que un día ganaría una medalla olímpica. Fue un golpe del que Villanueva todavía no se repone.

La delegación de 48 atletas ecuatorianos llegó a Japón la tercera semana de julio. Villanueva fue con el grupo de marchistas y maratonistas. Al llegar a Tokio, al marchista David Hurtado le fue detectado covid. Todos quienes viajaban con él debieron ponerse en aislamiento durante cinco días. A los graves problemas físicos de Villanueva ahora se sumaba la imposibilidad de entrenar. En su habitación de doce metros cuadrados hacía estiramientos y abdominales, y allí vio por televisión el triunfo de Richard Carapaz. Yo también quiero una medalla, se dijo con un ilusorio juego de la imaginación.

Terminado el aislamiento viajó a Kitami, donde pudo entrenar durante una semana, pero el encierro obligado había perjudicado aún más su estado físico. Luego, se concentró en Sapporo, ciudad donde sería la carrera.
La madrugada del 5 de agosto, Villanueva se sentía tan listo como podía. Desayunó dos huevos, dos panes y un vaso con leche. Fue al circuito atlético y al calentar confirmó, sin que le hubiera hecho falta, cuán frágil estaba, sobre todo, su pierna izquierda. Sin otra cábala que la bendición de su mamá, Julia Flores, a quien llamó el día anterior, se paró en la línea de partida.

“Hoy es el día, lo que comienzo tengo que terminar, diosito dame fuerzas”, se dijo.
Había sesenta marchistas, la competición arrancó a las 05:30. Apenas sonó el disparo, los 59 se distanciaron de él. Villanueva siempre fue el último hombre, el que marchaba con una sola pierna. Quedaban cincuenta kilómetros bajo los 31 grados de Sapporo.

En 2005, cuando Villanueva tenía diecisiete años y estudiaba en el colegio Miguel Cordero, el entrenador Luis Chocho fue a dar una charla sobre el mundo del atletismo. Adepto a las páginas deportivas de los periódicos, Villanueva se deslumbraba con los logros de Jefferson Pérez, Rolando Saquipay, Fausto Quinde, marchistas azuayos destacados en aquellos años. Al saber que Chocho había entrenado a Pérez y Saquipay, al terminar la charla, Villanueva le pidió al entrenador que lo recibiera como nuevo pupilo, y al día siguiente estuvo en el parque de la Madre para aprender la técnica de esa curiosa disciplina que, a medio camino entre la caminata y la carrera, tiene como regla fundamental que el atleta no puede despegar del suelo ambos pies al mismo tiempo.

Villanueva aprendió pronto y a los pocos meses lo pusieron a entrenar con atletas mayores que ya competían. Tras graduarse del colegio se dedicó por completo a la marcha, entrenaba a doble jornada y hacía una pausa al mediodía para comer en casa. Su madre vendía frutas en el mercado 9 de Octubre y su padre, Paulino Villanueva, un ciudadano español que había llegado al Ecuador como asistente de los padres capuchinos, le preparaba el almuerzo todos los días y se sentaba a comer con él.

El 28 de febrero de 2007 (“era un miércoles”, dice Villanueva), él llegó a su casa para almorzar y vio que, extrañamente, las puertas de acceso estaban abiertas y su padre, que para entonces tenía 81 años, no estaba allí. Preguntó en el barrio y le dijeron que lo habían visto tomar un bus hacia el Parque Nacional Cajas, adonde el señor con frecuencia iba a caminar. Inmediatamente Villanueva hizo el mismo recorrido en bus para ir a buscarlo. En el camino le dijeron que lo habían visto pasar, pero en un punto ya no le dieron más pistas.

Durante los siguientes seis meses, todos los días, él y su madre fueron a buscarlo en las montañas a ambos costados de la carretera. Los acompañaban principalmente un grupo de bomberos, pero también amigos, familiares y hasta los compañeros marchistas. Villanueva dejó de entrenar para dedicarse a la búsqueda, pero las caminatas forzadas le mantuvieron con buen estado físico. Nunca encontraron el cuerpo ni ningún indicio que demostrara que Paulino Villanueva había muerto. Claudio y su madre tuvieron que aceptar que había desaparecido. Quedó el misterio, la herida abierta de la resignación.

Durante los siguientes dos años, Claudio Villanueva avanzó en campeonatos regionales y participó en su primer mundial, en Rusia. Su carrera había arrancado, pero en 2009 se enfrentó a la falta de apoyo institucional y de la empresa privada, es decir, no logró conseguir dinero para costear la vida digna que requiere un deportista profesional. Entonces, gracias a su doble nacionalidad, se fue a España. Se instaló en Barcelona y se puso bajo la dirección del entrenador Josep Marín, con quien aprendió a pulir la técnica.

Obtuvo una beca que le brindaba hospedaje y alimentación en el Centro de Alto Rendimiento de Sant Cugat, y entre 2009 y 2012 representó a España y obtuvo varios podios en campeonatos locales. En 2012 se fracturó el músculo psoas iliaco y tuvo que dejar de competir, lo que significó que le retiraran la beca, aunque lo ayudaron a recuperarse de la lesión. En 2013 vino al Ecuador para entrenar y seguir compitiendo por España, y ese fue su mejor año: campeón de España, número doce en Europa y dieciocho en el mundo. El futuro se mostraba promisorio, pero al retiro de su beca deportiva se sumó una calamidad doméstica y entonces tuvo que quedarse en el Ecuador: su madre enfermó por problemas cardiacos y él, hijo único, debía ocuparse de ella.

Claudio, al final de su participación en los 50km de marcha en Tokio.

Tras renunciar a representar a España, Villanueva tuvo que parar dos años para volver a correr por el Ecuador. Retomó la marcha a finales de 2015, y a partir de entonces vinieron los años de mayor esfuerzo en que debió combinar el deporte con trabajos para apoyar la economía del hogar. Entrenaba a la madrugada y, al final de la tarde y durante el día, era chofer en el Municipio de Cuenca. Ya entrada la noche volvía a casa, pero para tomar su vehículo y salir a hacer de taxista informal.

También en 2015 nació su primer hijo, Santiago, un niño sonriente y de condiciones normales que, repentinamente a los catorce días, sufrió una enterocolitis necrotizante, es decir que se le murió el revestimiento de la pared intestinal. Lo operaron dos veces y tuvo que estar 73 días en cuidados intensivos, días devastadores para su fragilidad. Al niño se le quemaron los nervios ópticos y quedó ciego y, además, le sobrevino una parálisis cerebral.


Desde entonces, Santiago es el aliento de la familia.

—Cada pequeño logro del Santi lo festejamos más que una medalla olímpica: cuando se para, cuando agarra un objeto —dice emocionada Grace Pintado, esposa de Villanueva, en su casa en Cuenca—. Justo el 3 de agosto, cumpleaños de Claudio, dos días antes de la competencia en Sapporo, el Santi dijo por primera vez “papá”. Justo le estaba haciendo un video y se lo mandamos a Claudio por su cumpleaños.

Villanueva avanza con la pierna izquierda desgarrada y ambas rodillas inflamadas, y aun así mantiene la técnica para no ser amonestado. El calor es más intenso y a él, el último hombre, el dolor se le hace carne.
En Cuenca su madre mira la competencia junto a varios familiares. Solo entonces, al verle rezagado y con una locomoción pesarosa, se entera de que su hijo está lesionado, y se entristece, se desespera, sale del cuarto para rezar.


—Me fui a pedirle a la virgencita del Cisne que se acabe rápido la carrera, y que él logre terminar —cuenta Julia Flores, en su casa en Cuenca—. Cuando llegó supe que era una roca dura.

¿Cómo logró sostenerse Villanueva y no desfallecer?


Lo que me ha pasado en la vida es mucho más difícil que competir cincuenta kilómetros en esas condiciones —responde él—. Cada kilómetro iba pensando en lo de mi padre, y sobre todo en lo de mi hijo. Yo le veo cómo se supera cada día. Eso me motiva. Si él puede, cómo no voy a poder yo.

El marchista solitario recorre los últimos metros, la gente todavía presente en el circuito lo ovaciona, los comentaristas de la transmisión en vivo recuerdan que pudo haber sido medallista. Cruza la meta 1:03 después que el vencedor, lanza un beso al cielo en memoria de su entrenador Luis Chocho, y se quiebra.

Miembros de la organización le ofrecen agua, una bolsa con hielo, una silla de ruedas, y él ni se entera. Doblado hacia delante se cubre la cara con la mano derecha y llora hondo, llora mucho, llora de rabia y no de complacencia. En aquel llanto incontenible podría haberse visto el desahogo de la satisfacción, pero a los deportistas profesionales les rebasa el desencanto cuando saben que podían haber llegado más lejos.
Su ánimo se repone cuando, minutos más tarde, en la oscuridad del bus que lo conduce al hotel, toma su teléfono y, contrariamente a lo que se imaginaba, se encuentra con decenas de mensajes que le hacen entender que hay también campeones sin medalla.

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