
Como la rosa de la novela de Umberto Eco, cuando se habla de la Beat Generation habría que decir que de ella solo tenemos el nombre desnudo.
Desde la languidez y el desamparo (así era usado el término beat en los “barrios bajos”) hasta la beatitud de san Francisco de Asís que inspiraba a algunos, las explicaciones en torno al nombre del movimiento literario remiten a una pluralidad de significados. La poesía y la prosa beat, en esa misma línea, ostentaban un estilo casi siempre anárquico de escritura. La ciudad de San Francisco (en la que hasta hoy se ubica la librería y editorial City Lights) era entonces la escena de una especie de revuelta contra el “formalismo literario”. En realidad, la de la Generación Beat era una verdadera revolución (contra) cultural.
Nadie puede ignorar que la historia de la cultura estadounidense de los años cincuenta y sesenta está marcada por su influencia, en especial por En el camino (novela de Jack Kerouac) y por Aullido y otros poemas (de Allen Ginsberg). Pero también, de hecho, por un carácter que se fue definiendo como antisistema y que dio lugar a la creación de varios estereotipos sobre la juventud de entonces.
Hoy produciría algo de risa ver a un hombre luciendo una pequeña “chivita”, vestido con una camiseta a rayas y con una boina para cerrar su atuendo. Pero ese era el estilo de los que luego serían conocidos como los jóvenes beatniks (una denominación que combinaba la palabra beat con el nombre del famoso satélite Sputnik enviado al espacio por la Unión Soviética, con lo cual —como es fácil de imaginar— se buscaba mostrarlos como “antiamericanos”, posiblemente comunistas o similares). Estos jóvenes que vestían como los padres de Ned Flanders (justamente representados como beatniks) eran parte de un movimiento que, al final, incidiría como pocos en la historia de Estados Unidos.
Todavía hoy sus ecos resuenan, y su alusión en la cultura popular es recurrente: desde el sueño de Homero Simpson en el que, como en Dr. Strangelove, monta una bomba que caerá sobre unos beatniks sonando unos tambores, hasta el personaje del padre de BoJack Horseman (la maravillosa serie de Netflix), quien aspira ser considerado como un miembro del movimiento beat, aunque solo sea un escritor mediocre.
Seguramente una de las frases más famosas de la historia de la poesía estadounidense se debe a Allen Ginsberg (uno de los tres beats originales, junto a Kerouac y Burroughs): “Vi a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura / hambrientas histéricas desnudas”. Este es el atractivo inicio de “Aullido”, el poema que le daría fama a Ginsberg, el poema de una generación que —como él mismo o como Huxley— buscaba (a veces arruinándose) abrir las puertas de la percepción. Pero, por supuesto, eran otros tiempos. En las décadas de los cincuenta y sesenta, la lucha contra la censura era tan acalorada como dura era la política oficial en torno a la publicación de obras “obscenas”. Aullido y otros poemas es, en este sentido, un caso paradigmático. La editorial City Lights, del también poeta beat Lawrence Ferlinghetti (autor, entre otros, del poema “La vida sin fin”), había publicado el poemario en 1957, lo que le valió ser arrestado y enfrentar un juicio que haría historia: People of the State of California v. Lawrence Ferlinghetti.

El proceso hoy es recordado y comentado por varias razones. Ante todo, por la relevancia que adquirió la cultura beat y su influencia en el ámbito literario de Estados Unidos, pero también por el debate en torno a la protección jurídica de la libertad de expresión (para algunos, un baluarte estadounidense). De hecho, vale la pena leer, tratando de situarse en aquellos tiempos, algunas de las frases que el juez Clayton Horn incluyó en su fallo. Dice, por ejemplo: “Hay una serie de palabras utilizadas en Aullido que actualmente se consideran groseras y vulgares en algunos círculos de la comunidad; en otros círculos, estas palabras son de uso diario”.
“Sería poco realista negar estos hechos (…). El Pueblo afirma que no es necesario utilizar tales palabras y que otras serían más apetecibles al buen gusto. La respuesta es que la vida no está encerrada en una fórmula en la que todos actúen igual o se ajusten a un patrón particular (…). ¿Habría alguna libertad de prensa o de expresión si uno tuviera que reducir su vocabulario a eufemismos insípidos e inocuos? Un autor debe ser real al tratar su temática y poder expresar sus pensamientos e ideas con sus propias palabras”. Y también: “No se puede fijar una regla estricta y rápida para la determinación de lo que es obsceno, porque tal determinación depende del lugar, el tiempo, la mente de la comunidad y las costumbres imperantes. Incluso la palabra en sí ha tenido una historia camaleónica a lo largo del tiempo, y como dijo el Sr. Juez (se refiere a Holmes): ‘Una palabra no es un cristal, transparente y sin cambios. Es la piel del pensamiento vivo y puede variar mucho en color y contenido según las circunstancias y el momento en que se utilice’”.
Horn decidió absolver a Ferlinghetti, sosteniendo que la obra de Ginsberg no era, en realidad, obscena. Pero también, y quizás de modo más sorprendente, que tenía interés cultural (de hecho, “relevancia social”).

Ginsberg había apreciado la labor de Ferlinghetti no solo en el juicio, sino en la propia apuesta por la publicación. Lo dice en una carta dirigida a Kerouac fechada el 9 de octubre de 1957: “En relación con Aullido, Ferl me mandó cien dólares, ya va por la 4ª edición, vendidos cinco mil ejemplares y aún se venderán más, circula mucho. ¿Podrían hacerlo mejor Viking o Grove?, me pregunto. Pues no lo sé. Pero City Lights lo aceptó, se abrió camino, peleó en el juicio y Ferl llegó a estar en números rojos por él, así que ya le he dicho que no voy a ir a venderme a NY” (el intercambio epistolar de Kerouac y Ginsberg ha sido publicado, en español, por Anagrama).
Después, como es obvio, Ferlinghetti logró que City Lights se afianzara como editora y como vendedora de libros, que no también como bastión de la defensa de la libertad de expresión. La historia misma de San Francisco está atada a esos momentos y hoy sería muy diferente en el ámbito cultural si no hubiese sido por el último poeta beat (Ferlinghetti murió en febrero de 2021). Un poeta que, como dice en alguno de sus poemas, llegó a percibir que solo el cielo era el desafío, pero como lo era también para un pescador: “Ese firmamento para el pescador/ está despejado/ a pesar de las nubes oscuras/ Él lo observa/ lo estima por lo que es:/ el espejo del mar/ a punto de precipitarse sobre él/ en su bote de madera/ al filo del horizonte oscuro/ Nosotros lo imaginamos como un poeta/ siempre cara a cara con la vieja realidad/ donde los pájaros nunca vuelan/ antes de la tormenta”. Ferlinghetti siguió cantando —entre los antiguos, como decía Adoum, el poeta era “ese que canta”— por la libertad hasta el final de sus días. Lo hizo contra el autoritarismo de Trump y contra la gentrificación de San Francisco. Lo hizo también cuando el movimiento por la liberación femenina se expandía en Estados Unidos: “La liberación de las mujeres significa la liberación de los hombres”, dijo en alguna entrevista.
Sin embargo, la historia de la Generación Beat no es solo un acumulado de luces, como el propio nombre de la editorial, sino también de sombras (sobre el propio Ginsberg pesan algunas particularmente odiosas). Pero nadie puede negar el peso y la influencia literaria y cultural de aquella generación. Aquí, de hecho, la denominación cuenta particularmente. La Beat Generation lo es no solo en el sentido de “movimiento literario”, que vale lo mismo que “generación”, sino también en el sentido propiamente etimológico que hace alusión a “engendrar”. La Beat Generation, en efecto, dio vida a una nueva forma de cultura.