Aunque el cine de terror sea rentable y tenga millones de fans en el mundo, sigue siendo mirado en menos por otros cinéfilos más “cultos”: que si es efectista, que si los argumentos son burdos o que si se repiten estereotipos.
Hoy quisiera hacer de abogado del diablo —suena ad hoc, ¿no?— y aventurar algo más allá de las apariencias. Quizás hile demasiado fino, pero después de haber visto tantas películas de este género es imposible obviar ciertos patrones que no son sino reflejos de nuestras sociedades modernas, en el sentido en que nos obsesionan las clasificaciones y las tachas. Por ejemplo: ¿cómo trata el cine de terror a las discapacidades?
Me recomendaron que no viera Don’t Breathe 2. “¿Por qué no?”, pregunté. “Ya verás”. El chiste funciona si sabemos quién es el protagonista de la saga: un hombre ciego más peligroso que el demonio. Por supuesto, fui a verla apenas la estrenaron. Más que disgustarme por sus yerros —que los tiene—, me hizo pensar. La discapacidad es una representación tan radical del otro que nos provoca terror, nos aterra enfrentarla.

Quizás muchas personas que saben de cine, no solo de terror, conozcan a Jason Voorhees, el protagonista de la saga slasher Viernes 13, un tipo enorme con una máscara de hockey que mata a cuanto ser humano se le cruza en el campamento Crystal Lake. ¿De dónde viene tanta maldad, tanto encono? La respuesta es tan sencilla como incómoda: Jason era un niño que se ahogó en el lago mientras los coordinadores del campo vacacional tenían sexo. ¿Y qué hacía ese niño cerca del agua, sin vigilancia? Cayó al lago porque los otros campistas, niños también, lo acosaban por sus condiciones físicas y mentales. Jason tenía hidrocefalia. Jason era un niño con discapacidad.
En la primera entrega de la saga quien asesina a los campistas es Pamela, la madre de Jason, para vengarse por la negligencia y crueldad con que fue tratado su hijo. Luego, en las secuelas, el niño convertido en hombre bestial se venga ya no solo por las agresiones que sufrió sino también por la muerte de su madre. Y algo que se replica luego es el motivo del padre o madre que regresa: en la quinta entrega, el asesino no es Jason sino un paramédico que ve cómo a su hijo con problemas mentales lo han matado en ese mismo campamento, en medio de una terapia para “personas especiales”.
El cine trabaja con imaginarios y el cine de terror los exacerba. Pero esos imaginarios existen, los creamos y los hemos alimentado durante siglos.
¿Basta con un asesino en serie para mostrar que la discapacidad está vista en el cine de terror como un elemento que produce monstruos? Pensemos ahora en Leather Face, el protagonista de La masacre de Texas, cuyo mote ya nos lo dice casi todo: cubre su rostro enfermo con la piel de sus víctimas. Leather Face tiene discapacidad intelectual, lo que permite que su familia pueda controlarlo: se nos presenta a los campesinos de Texas como caníbales y así los vemos.



Existe, de forma general, una forma de mirar y existe, sobre todo, una forma de apartar la mirada de la discapacidad. Es tan así que, a veces, la discapacidad no tiene que mostrar siquiera un rostro para ser terrorífica. Se requiere solo de un símbolo, un objeto representativo; una silla de ruedas, por ejemplo.
Una vez me puse a hojear una de esas listas que aparecen en Internet, tipo “Las películas más terroríficas de todos los tiempos”, por si me había faltado alguna por devorar, y resulta que me había perdido The Changeling (1980), un clásico del género, protagonizada por George C. Scott. En esa misma lista se mencionaba una de sus escenas más impactantes: una silla de ruedas sin ocupante en el borde superior de una escalera. De hecho, una de las traducciones al español del título de la cinta es Al final de la escalera porque, al final de aquella, en un ático, se produjo un crimen atroz: un niño con discapacidad fue asesinado para que su familia escapara de la vergüenza de tenerlo entre sus miembros.
A ese niño asesinado, que se manifiesta en la mansión a través de los clásicos movimientos de un espectro hostil, no lo vemos nunca bien: lo único que vislumbramos por un segundo es su rostro sumergido, deformado por el agua, al momento de morir. Luego, lo que más patente y terrorífica hace su presencia es la silla de ruedas, confinada en el ático, envuelta en telarañas, que de pronto cobra vida, un movimiento persecutorio, amenazante. La silla persigue, pena. La silla como distintivo, como significante y significado, como el único remanente de ese cuerpo enterrado clandestinamente para que ni su tumba fuese recordada. Los elementos que se asocian a la discapacidad se convierten en un sustituto total de la persona: eso son para el resto.
Pienso ahora en Frágiles (2005), una película que me gusta muchísimo porque, además del tema que aquí he tratado de exponer, la figura de la discapacidad exacerbada, hay una muestra de cómo los niños suelen ser los eslabones más débiles en la cadena de las miserias humanas.
En Frágiles se relata la historia de un hospital de niños, en una isla británica, que está siendo evacuado pues su estructura no aguanta más; pero aún faltan algunos niños y un poco del personal. A este lugar llega la enfermera Amy (Calista Flockhart), quien se encuentra con un grupo de niños tiernos, en especial con una, Maggie (Yasmin Murphy), con quien establece enseguida una conexión, algo que la lleva a creerle a ella y a los otros niños sobre una presencia sobrenatural que habita en el hospital, en el segundo piso clausurado hace años. Los niños llaman a esa presencia la “niña mecánica”. Indagando en los archivos, Amy descubre que hace años estuvo ahí internada una niña que tenía la enfermedad de los huesos de cristal: aparecía, inexplicablemente, con fracturas en sus huesos. La niña pasó años en una silla de ruedas, al cuidado de una solícita y abnegada enfermera.
Sin hacer spoilers, puedo decir que el imaginario de la discapacidad también exacerba ese sentimiento caritativo y lo transforma en una forma de exclusión.
En el cine de terror no solo hay psicópatas con alguna discapacidad, sino que también se ofrece la imagen de sus condiciones como espectaculares, de sobrevivientes natos, historias de superación extrema. ¿De dónde sino sale la historia de Don’t Breathe? Unos jóvenes ladrones se meten a la casa de un ciego, un blanco fácil, pero este ciego es un exmarine que, además, esconde varios secretos y miserias. ¿Por qué sus creadores decidieron darle un giro a la historia en la secuela y convirtieron al “hombre ciego” (se lo identifica por su condición) en una especie de antihéroe en busca de redención?
Ahora, antes de seguir con mi perorata, prefiero citar a alguien que ha reflexionado sobre la discapacidad en nuestro país hace mucho, de una forma más lúcida que la mía: “Eso que conocemos como ‘discapacidad’ no podrá salir de los parámetros dentro de los cuales la hemos conceptualizado en tanto siga siendo asumida como un problema con el que se debe tratar de convivir, bajo los designios de la maldición, el sacrificio y el castigo, pero también bajo las recetas de la inclusión y la visibilización. Por eso, lo que deberíamos poner en crisis no es la discapacidad sino la normalidad” (Marín, pág. 36-37).

Para cerrar, quisiera mencionar dos clásicos: Freaks (1932) del director Tod Browning, quien dirigió a Bela Lugosi con su capa de vampiro por primera vez. En Freaks existe un triángulo amoroso entre un enano, una trapecista y un forzudo, en un circo, un lugar que convoca a varios personajes fuera de toda normalidad: los llamados fenómenos. Y hay incluso al inicio un anuncio: “CRÉALO O NO. EXTRAÑO COMO PARECE… En tiempos antiguos, aquello desviado de la normalidad era considerado como una profecía de mala suerte o una representación del mal”. La discapacidad no podía sino ser vista como un castigo divino. Freaks fue censurada, prohibida, un desastre a nivel de taquilla. Hoy es considerada un filme de culto.

La última cinta de la que quiero hablar es muy conocida y cuando era pequeña me aterraba: no sé si era la ambientación en blanco y negro de la época victoriana o la figura entrevista a medias del protagonista lo que provocaba en mí el horror. Lo que sí tengo claro, como entonces, es que el grito de ese hombre me ponía los pelos de punta. Hoy lo decodifico no como un grito sino como una denuncia, un aullido para que la multitud a su alrededor lo viera realmente, más allá de la etiqueta de “monstruo”. El hombre gritaba: “¡No soy un animal, soy un ser humano!”. Hablo de El hombre elefante (1980) de David Lynch, basada en la historia de John Merrick, un hombre con un caso severo del síndrome de Proteus.
No he usado el verbo “padecer” porque a estas alturas creo que es fundamental poner en perspectiva si la discapacidad es un padecimiento de otros o un condicionamiento en la forma en que percibimos esa alteridad. De forma resumida: la discapacidad está en el ojo de quien la mira.