Ecuatorianas afianzan el conocimiento científico en la Antártida

Estación Maldonado en la Antártida.
Fotografías Cortesía.

10 ecuatorianas integraron la expedición número 26 a la Antártida. Durante su estadía en el Polo Sur, las investigadoras se enfrentaron a una serie de retos como el aislamiento, las condiciones climáticas y los repentinos cambios de planes.

Un silbato a las 6:30 alertaba a las científicas que era hora de empezar el día. Después, a través de un parlante, una voz les recordaba el momento de desayunar, limpiar, cantar el himno y formarse para recibir indicaciones. Aunque estos no son hábitos que se vienen a la mente al pensar en una expedición a la Antártida, sí forman parte de la rutina de los científicos que visitan la estación ecuatoriana Pedro Vicente Maldonado, en el Polo Sur.

Cada año un grupo de investigadores llega a la isla Greenwich —donde está la base del Ecuador— como parte de las actividades del tratado Antártico. Los países que integran este tratado se comprometen a realizar investigaciones periódicas en ese continente.

En 2023 la expedición ha tenido tres fases. La primera solo con personal de la Armada que fue a remodelar la estación y en las otras dos se sumaron los científicos. Pero este año fue especial. La expedición número 6 no solo ha sido la más larga, sino también la que más mujeres ha incluido.

Unas fueron para estudiar pequeños organismos del océano, otras para ver el impacto del cambio climático y algunas viajaron para analizar a los animales de este continente. Llegar hasta el otro lado del mundo a realizar sus investigaciones era inimaginable para todas estas científicas.

Pero también implicó sacrificios. Adaptarse a un régimen militar no fue su único reto. La convivencia con otros treinta desconocidos, el frío, el encierro y los cambios inesperados fueron algunos de los obstáculos que enfrentaron para cumplir su sueño de investigar en la Antártida.

Cuatro capas de ropa

Punta Arenas, en Chile, fue el inicio de esta aventura. Desde allí, volaron dos horas y media hasta la isla Rey Jorge, la zona de la Antártida más cercana a América del Sur. Es la misma duración de un vuelo desde Quito a Galápagos, pero en este caso cruzaron a otro continente. Después tomaron una embarcación y llegaron en la noche a la estación ecuatoriana.

Patricia Castillo-Briceño, investigadora de la Universidad Laica Eloy Alfaro de Manabí (Uleam), logró que su ropa, su computadora y sus instrumentos para obtener y analizar las muestras fueran parte del equipaje que podía llevar. Todo lo necesario para una estancia de 45 días entró en una gran bolsa de caucho anaranjada, sin bolsillos ni acolchonamiento.

“Como científica siempre piensas que muchas muestras nunca son suficientes, pero había que pensar en el peso, el volumen y que vas a llevarlas contigo todo el camino; te toca priorizar”, dice. Antes de llegar, ya le habían advertido que tendría que cargar su maleta y caminar largas distancias sobre un terreno inestable y cubierto de hielo.

Ecuatorianas en la expedición a la Antártida.
Patricia Castillo-Briceño.

El peso de la maleta también asustaba a María Elena Tapia, investigadora oceanográfica del Instituto Oceanográfico y Antártico de la Armada (Inocar). Cerca de su partida, esta guayaquileña compró medias de lana, buzos y licras. Además, empacó sus Crocs, que después le sirvieron para caminar dentro de la estación. Sin embargo, dejó una parte de su ropa en los contenedores de la Armada en Punta Arenas porque le habían hecho la misma advertencia que a Castillo-Briceño: poco equipaje.

Una vez que las científicas llegaron a la estación, el 21 de febrero, se dieron cuenta de que el frío no era un problema en el interior, pero, antes de salir, debían cumplir varios requisitos. Uno de ellos era indispensable y consistía en llevar cuatro capas de ropa: una camiseta térmica interior, una prenda de abrigo intermedio, otra vestimenta resistente al agua y unos grandes trajes anaranjados antárticos. Esto se sumaban las botas, las gorras y los guantes, que se volvieron una segunda piel para estas mujeres.

El problema era trabajar con toda esta cantidad de ropa encima. “Prefería tener un poco de frío, pero conservar la movilidad para trabajar en campo”, dice Castillo-Briceño, que a veces omitía una de las prendas.

Trabajo en campo solo en la “ventana”

Después de la diana, que es el silbato y el desayuno, todos se formaban para analizar las actividades diarias. La noche anterior ya se establecía una “ventana”, que era el tiempo disponible para la investigación de campo, considerando las condiciones climáticas. El riesgo con la ventana era que empezara a subir el viento antes de lo planeado y el mar se volviera inmanejable. Un regreso de veinte minutos podía tomar cuatro horas en esas condiciones.

Expedición a la Antártida.
Las expediciones a la estación ecuatoriana en la Antártida implican una serie de retos. Cumplir con un régimen militar y adaptarse a las condiciones del clima son algunos de los aspectos que ponen a prueba a sus visitantes.

Tapia recuerda una ocasión que el mar estaba tan agitado que el conductor de la lancha suspendió los recorridos durante cuatro días. Esta doctora en Ciencias Biológicas fue a la Antártida para hacer un estudio sobre el fitoplancton, que son los organismos responsables de producir la mitad del oxígeno que respiramos. A pesar de las condiciones climáticas inestables, pudo recoger muestras en Greenwich y las islas aledañas.

Ashley Casasierra coincide con que el clima en la Antártida puede pasar de un sol intenso a una lluvia torrencial en segundos. Cuenta impresionada sobre la vez que estaba recogiendo basura cerca de la estación y de repente cayó una llovizna y todo se nubló. Aunque estaban a pocos metros, les costó regresar.

Casasierra es analista científica de la Dirección de Proyección Antártica del Inocar. Fue a esta expedición para estudiar los riesgos climáticos en la Antártida y apoyar con las tareas administrativas. La también ingeniera oceánica ambiental recorrió los alrededores de la estación para verificar las condiciones del terreno, ver factores de riesgo y recolectar datos climáticos.

Camila Yánez no se cayó al mar, pero cuando le salpicó solo un poco de agua sintió que se le helaba el cuerpo. “Es lo más frío que he sentido en la vida”, dice la estudiante de Biología de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. En uno de los recorridos a la estación de Chile, el mar estaba muy fuerte y se mojó durante la ida y en el regreso.

Al llegar, tuvo que secar sus guantes y gorros en el calefactor. Por suerte estaba con la tercera capa, que era impermeable. Tras esa experiencia siempre llevaba una muda de ropa.

Yánez fue al viaje para estudiar pinnípedos, es decir, a las focas, lobos y leones marinos. Vio especies que nunca imaginó tener cerca, como las focas leopardo. Ningún animal de este grupo llega al Ecuador. “Son espectaculares”, dice emocionada, al recordar la aventura. Pudo tomarles fotos y obtener datos que serán parte de su tesis. Con la información que recolectó, también piensa hacer algunas publicaciones.

Ecuatorianas en la expedición a la Antártida.
María Elena Tapia.

Acompasarse es vital

La coordinación fue un punto clave en este viaje. Se aprovechaba cada salida de la embarcación para dejar a algunas investigadoras en las diferentes islas y luego hacer un recorrido con quienes necesitaban sacar muestras del agua. Después se recogía a todas y volvían a la estación.

A veces las ventanas eran tan cortas que las científicas se dividían el trabajo para alcanzar. “Si te enfocas solo en tu proyecto, no va a salir bien el tuyo ni el de los demás”, aclara Castillo-Briceño. Por eso, destinaban un tiempo de su trabajo para recoger los datos que necesitaba su compañera y después intercambiaban información.

Esta científica modificó toda su investigación por las condiciones del lugar. Quería hacer estudios sobre la acidificación oceánica, que se refiere a los cambios en el pH del agua debido al aumento de la contaminación ambiental. Su idea era recolectar datos en ocho puntos, con la marea alta y baja, durante tres días. Pero se dio cuenta de que esto iba a ser imposible. Al final, decidió recoger las muestras en diferentes puntos y en los momentos viables.

Lo que en el Ecuador puede ser un proceso sencillo allá se convirtió en una tarea compleja. Sumado a que el clima es impredecible, las tormentas o los vientos incluso se pueden llevar los equipos. Además, está el riesgo constante de hipotermia. Si alguien se cae al agua, tiene menos de dos minutos para salir.

De regreso a la estación

La mayor parte del tiempo, las científicas se dedicaban a procesar los datos y analizar las muestras en el laboratorio. Otras optaban por ver televisión o jugar pimpón en un tablero improvisado.

Para Ashley Casasierra lo más complejo fue el encierro. “Yo les decía que estábamos en Big Brother”, bromea la investigadora. Debido al clima y a la seguridad, solo podían salir de la estación en las horas acordadas.

Durante las dos primeras semanas, Ashley extrañaba salir a comer o ver a su familia y amigos, como acostumbraba en su natal Guayaquil, pero poco a poco se ajustó a sus nuevas condiciones.

Para Ester Melo, técnica de investigación en la Escuela Superior Politécnica del Litoral (Espol), la situación fue aún más difícil. Fue la única investigadora que se quedó durante las dos fases del programa. Estuvo desde el 14 de enero hasta el 16 de marzo.

Ella fue a realizar el primer estudio de adaptación psicológica de los expedicionarios logísticos, que fueron quienes reconstruyeron la estación. Su fin era evaluar cómo se acomodaban física y psicológicamente a estas condiciones.

Su trabajo no requería salidas de campo con la misma frecuencia que las demás. Por eso, su caso era aún más complejo. “Fue una lucha física y mental. Yo quería seguir haciendo el estudio pero ya estaba cansada”, admite.

Ecuatorianas en la expedición a la Antártida.
Esther Melo.

Melo se refugió en el deporte. Todos los días practicaba crossfit, durante cuarenta minutos, en el pequeño gimnasio de la estación. Otro de sus pasatiempos era interactuar con los chefs, quienes hacían bromas, ponían música y bailaban. “Sabía que, si algo malo pasaba, podía ir a la cocina y encontraba personas con una energía muy positiva”, dice con nostalgia.

Para las demás, el momento de las comidas también era un espacio de relajación y de encuentro. Cada día les preparaban un plato típico para que no extrañaran tanto su hogar y conversaban con todos los compañeros.

Llegada la noche, algunas aprovechaban para comunicarse con su familia y, aunque la conexión a internet no era estable, lograban mandar mensajes. “Fueron varios días y daba tristeza estar lejos… Le mandaba un mensajito a mi esposo para darle señales de vida y nos contentábamos los dos”, recuerda Tapia.

A las 22:00 el silencio se instalaba. Apagaban las luces y todos debían ir a dormir a sus literas, excepto algunas investigadoras como Castillo-Briceño, quien se quedaba en el laboratorio para procesar las muestras.

Un paraíso en medio de la nieve

Tras más de un mes en la estación, en marzo llegó el final de la expedición. Todos salieron temprano, se vaciaron las tuberías de agua para que no se congelaran y se cerró la puerta hasta el próximo verano austral, cuando llegará un nuevo grupo.

A pesar del régimen militar, el aislamiento y las dificultades para hacer estudios, este lugar se convirtió en el hogar de cada una de las científicas que entre sus recuerdos se llevan la imagen de estos enormes muros de hielo blancos, azulados y verdosos con millones de años a sus espaldas.

Ecuatorianas en la expedición a la Antártida.
Patricia Castillo-Briceño (izq) y Ashley Casasierra (der).

“Fue una oportunidad de ser testigo de la naturaleza en el estado más puro que haya podido ver”, dice Castillo-Briceño sobre esta aventura.

Al preguntarles sobre lo más difícil del viaje, las científicas comparten la respuesta: “Dejar la estación y volver”.

Te podría interesar:

¿Te resultó interesante este contenido?
Comparte este artículo
WhatsApp
Facebook
Twitter
LinkedIn
Email

Más artículos de la edición actual