Cien años… cumple cuarenta años

Foto tomada de la revista Mundo Diners de marzo del 2007.

Por Daniel Samper Pizano

Cuarenta años después de haberlo conocido personalmente en un pueblo perteneciente al mundo real de Macondo; de haber compartido con él decenas de horas y de comidas en siete países; de haber leído todas sus obras y buena parte de lo que sobre ellas se ha publicado; de haberlo entrevistado en cuatro ocasiones y de haber destruido sus cartas – no muchas, apenas una docena, y todas inofensivas– para que nunca pudieran caer en manos de rematadores vulgares, la imagen de Gabriel García Márquez que me obsesiona siempre es la siguiente…

Segundo semestre de 1966. El escritor colombiano se acerca a una oficina de correos de Ciudad de México acompañado por su mujer, Mercedes Barcha. Lleva bajo el brazo un envoltorio dirigido a Editorial Suramericana, de Buenos Aires. El paquete contiene la mitad de Cien años de soledad, novela en la que lleva trabajando dieciocho meses frente a la máquina de escribir, pero que le da vueltas en la cabeza desde que tenía 27 años y volvió a la aldea polvorienta donde había nacido. Los García Barcha no tienen dinero suficiente para pagar el porte completo de las 350 cuartillas, y se ven obligados a mandar primero una parte y días después la otra. Pagan la suma que les pide el funcionario postal y, mientras meten el sobre gordo en la boca del buzón, Mercedes, que ha ayudado a sostener el hogar durante el encierro de su marido, exclama:

–¡Solo falta que esta novela sea una mierda!

Pero no, por supuesto que no lo era. Ella misma lo sabía, porque la había leído y ha sido una de las más sinceras críticas de Gabo. Sin embargo, ni Mercedes ni su marido podían suponer que iba a convertirse en uno de los grandes clásicos de la literatura española de todos los tiempos. En 1971, García Márquez le confesó al periodista español Ernesto González Bermejo:

“De mis libros anteriores se habían colocado mil ejemplares de cada uno. Y ya La hojarasca estaba publicada desde 1955. Tomando ese punto de referencia, yo calculé que de Cien años de soledad se venderían cinco mil ejemplares”.

Suramericana fue un poco más optimista, y dispuso una tirada de ocho mil. Y eso que no estaba al tanto de que quince años antes otra editorial argentina, Losada, había rechazado La hojarasca, una de las primeras novelas de Gabo. En esa ocasión, el famoso crítico Guillermo de Torre, contratado como lector de obras propuestas, no solo señaló que el manuscrito era impublicable sino que auguró que el autor no tenía porvenir como escritor.

El 5 de junio de 1967, hace cuarenta años, salió a la calle Cien años de soledad. Tuvo que hacerlo con una carátula improvisada, porque la prospectada no llegó a tiempo. Un artista de paso recibió el trabajo de urgencia: leyó los primeros párrafos del primer capítulo y, a partir de allí, dibujó una carabela abandonada en medio de un bosque. Hoy, 30 millones de ejemplares después de aquella modesta edición, los volúmenes originales con el dibujo de la carabela se cotizan en miles de dólares. Son tan escasos que hace algunos años el propio García Márquez no tenía un solo ejemplar de la edición príncipe y había anunciado que estaba dispuesto a entregar una colección completa de su obra, autografiada y dedicada, a cambio de uno de aquellos libros nacidos en la camada inicial.

Este año se realizarán varios actos que celebran los ochenta años de edad del escritor –nacido el 6 de marzo de 1927– y los cuarenta de la novela que lo hizo mundialmente famoso y tendió la alfombra roja para que en 1982 ganara el Premio Nobel de literatura. Uno de los más importantes tendrá lugar en Cartagena entre las 11:25 a.m. y las 12:00 m. del lunes 26 de marzo, cuando miles de asistentes al IV Internacional de la Lengua Española rindan homenaje al escritor, que estará presente en esa ciudad poblada por piratas fantasmas y lamentos de esclavos que ha sido escenario de varias de sus narraciones.

Embarazo y alumbramiento

Como en todas sus novelas, con Cien años de soledad García Márquez padeció un alumbramiento de periodista. En un oficio donde no hay otra musa que la hora de cierre y el reloj agarra a puntapiés a los talentos amodorrados, es habitual que esas extrañas criaturas que son la noticia, el reportaje o la crónica solo nazcan después de que el lead o primer párrafo ha asomado la cabeza. Muchos redactores y columnistas solo pueden dormir la víspera de escribir un artículo cuando consiguen ensamblar, entre desvelos y sudores, las primeras palabras de lo que será la nota. No les basta con tener todos los datos y la estructura de lo que van a contar. Sin esas pocas palabras iniciales, son incapaces de parir el resto.

A García Márquez lo acompaña esa misma angustia al escribir un cuento o una novela, pues nunca ha dejado de ser un periodista. “El origen de todos mis relatos –ha dicho– es siempre una imagen simple”. También ha manifestado muchas veces que “el problema más duro es escribir el primer párrafo y puede que cueste muchos meses e inclusive años”.

En el caso de Cien años de soledad, corresponde a un embarazo literario de casi veinte años desde que, al regresar en 1952 a su pueblo natal de Aracataca, en la costa caribe colombiana, sintió la necesidad de narrar la historia de ese mundo extraño a través de una saga familiar. Por fin, en 1965 le divisó el pelo a la novela. Estaba conduciendo su Opel por la carretera que une al D. F. y Acapulco cuando se le ocurrió la imagen de un niño que acude a conocer el hielo de la mano de su padre. La escena era hija de la ficción y la realidad, pues es verdad que, medio siglo antes, en Aracataca, el abuelo del niño, Gabriel José de la Concordia García Márquez, lo había llevado a conocer un dromedario que era estrella en un circo trashumante. Convertido en bloque de hielo, el dromedario aportó una cuota definitiva para atravesar el desierto del primer párrafo.

“Tenía tan madura la novela –dijo Gabo al periodista argentino Ernesto Schoo– que habría podido dictar allí mismo el primer capítulo, palabra por palabra, a una mecanógrafa”. Creía que en solo seis meses iba a expulsar el bulto, pero tardó el triple. Durante ese año y medio no pensó en otra cosa que en la novela y acumuló un cajón de anotaciones y apoyos para armarla. Pero, tan pronto como la despachó en dos paquetes distintos a la editorial, destruyó cientos de glosas y papeles. “El que hubiera leído esas notas –adujo– sabría cómo estaba escrita” y podría tener la llave para saber qué era verdad y qué mentira. Por ejemplo: aquellos nombres que son un homenaje a sus amigos; aquellos personajes que entresacó de novelas que admira y que aparecen mencionados en Cien años; aquellas fechas cuyo sentido solo descubren los que tienen algo que festejar ese día.

El apellido Buendía llegó andando de obras anteriores. Ya había aparecido el coronel en La hojarasca y, “como un fantasma”, por varios relatos. En cuanto al título, durante años pensó Gabo en llamar a su novela La casa. Pero cuando al fin la terminó, su gran amigo Álvaro Cepeda Samudio, un periodista y novelista caribe fallecido a los 46 años, se le había adelantado con una pequeña obra maestra llamada La casa grande. Buscando otro título, surgió el que finalmente se hizo famoso.

Apenas se publicó, la crítica y los lectores recibieron a Cien años de soledad como una novela extraordinaria. García Márquez, que había trabajado en la agencia Prensa Latina, del gobierno cubano, aprovechó desde el primer minuto para lanzar sus mensajes políticos en las entrevistas que le pedían los periodistas europeos con asiduidad cada vez mayor. Uno de esos mensajes, que no se le ha reconocido en debida forma, es el del nacionalismo latinoamericano. “Soy un nacionalista continental –dijo en 1979 a la revista francesa Lire–. En mi cabeza tengo completamente borradas las fronteras nacionales y me siento americano, inclusive de los Estados Unidos”.

GGM se siente panamericano, y lo es, aunque más de unos países que de otros. Aparte de Colombia, su tierra natal, y de México, su patria adoptiva, le gusta volver a Cuba y a Estados Unidos, principalmente. Lo importante es que siente que en Cien años de soledad escribió una versión histórica de América Latina, “delirante, terrible, dolorosa, donde los esfuerzos se gastan inútilmente, donde las cosas se rehacen pero todo estaba escrito, donde se cierne y perdura la peste del olvido”. Así lo declaró en Pueblo, de Madrid, en una de las primeras entrevistas que le hicieron.

Un escritor de overol

En noviembre de 1968, un viaje de periodistas de una semana por invitación de una aerolínea me permitió conocer París. Llegué con la emoción de visitar un lugar mil veces soñado. Llevaba en el bolsillo Rayuela, la novela de Julio Cortázar que transcurre en buena medida en la capital francesa.

Luego, como buen latinoamericano, alargué el viaje por mi cuenta como si me fueran a prohibir para siempre el regreso, y completé más de diez mil kilómetros de carrilera europea y un mes de hoteluchos de estación. En la penúltima etapa paré en Barcelona, donde vivía García Márquez, y este cumplió rigurosamente una cita para entrevistarlo que le había pedido semanas antes. No solo la cumplió, sino que fue un anfitrión generoso y cálido durante tres días. En ese momento ya me contó que tiraba a un baúl, sin siquiera mirarlos, los recortes de prensa sobre Cien años de soledad enviados por su agente, Carmen Balcells, y que jamás había releído un solo párrafo de sus libros después de que salían de la imprenta.

“Siempre leo las pruebas por precaución –dijo ese mismo año al periodista venezolano Armando Durán–, pero en Cien años de soledad los editores me autorizaron para cambiar todo lo que quisiera, y solo cambié dos palabras. En realidad, desde que hago la última lectura satisfactoria de los originales, el libro me deja de interesar para siempre”.

Asegura que le aburre que le hablen de los Buendía y de literatura, y que solo le interesa trabajar todos los días en su mesa de escribir de nueve de la mañana a tres de la tarde y gastar con sus amigos el resto del tiempo.

Cuatro décadas después afirma lo mismo. La idea es que las relecturas –según me confesó entonces– “me dañan el libro que estoy leyendo, y necesito que me dejen tranquilo”. No solo eso. Asegura que le aburre que le hablen de los Buendía y de literatura, y que solo le interesa trabajar todos los días en su mesa de escribir de nueve de la mañana a tres de la tarde y gastar con sus amigos el resto del tiempo.

¿De nueve a tres? Podría parecer un desplante de quien, gracias a su vocación de mamagallista o tomador de pelo, ha convertido su hoja de vida en una de sus más fascinantes obras de ficción. Sin embargo, el dato es verdad jurable. Todas las mañanas, vestido con un overol de operario, GGM se encierra en un pequeño apartamento sin ruido y con calefacción levantado en el jardín de su casa de México D. F. y allí piensa, lee, se documenta, escribe y repasa hasta que lo llaman a almorzar. Durante años fumó cuarenta cigarrillos diarios, pero los problemas de salud lo obligaron a renegar del tabaco negro. Antes de levantarse, corrige con obsesivo esmero el trabajo del día: una cuartilla o menos, por lo general. Cuando no existían los computadores, fungía de mecanógrafo y sacaba en limpio el producto de la jornada laboral. Ahora está al día en la taumaturgia electrónica y da una orden desde su computador para que proceda a imprimir una máquina láser.

Después sale muy risueño a enfrentarse a la sopa y al mundo.

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