Placer y sufrimiento de un escritor en bicicleta

(un escritor en un giro amateur)

Santiago Vizcaíno es ese escritor en bicicleta que trata de recrear y vivir en carne propia la simulación de la Corsa Rosa, el Giro de Italia. Nuestro ciclista logra llegar a la meta y nos cuenta las mil ideas que pasaron por su cabeza mientras pedaleaba.

Ciclista en giro de italia
Ilustración: Adn Montalvo E.

Me inscribí en el Giro de Italia Like a Pro, la simulación amateur de una etapa de la Corsa Rosa en Quito, con distancias de 40, 90 y 150 km. Sin embargo, un día antes de la competencia, tuve que ir de emergencia al hospital. El médico diagnosticó rotavirus. Ante mi cara de asombro, dijo: “Tranquilo, no solo les da a los perros y a los niños”.

La partida del giro

Los ciclistas debíamos ingresar al parqueadero del antiguo aeropuerto de Quito hasta las 05:00 para evitar la saturación. La partida era a las 06:10. Hacía mucho frío. Llegué a las 05:15. Algunos ciclistas calentaban en medio de la oscuridad. Me quedé en el auto con la radio encendida y cerré los ojos. A las 05:30 decidí alistarme, ponerme los zapatos, el casco y los guantes. Sentí el frío recorrerme por dentro y un retortijón que me hizo temblar. Empecé a estirar. Escuché por las bocinas el llamado para la partida. Cientos de participantes nos acercamos al carril de salida, unos en grupo, otros solos, salvajemente solos, como yo. Los primeros ocho kilómetros eran más o menos planos, luego venía una cuesta muy empinada por la Av. La Gasca hasta la Occidental. Salimos a la hora indicada. Ya sobre la bici empecé a sentirme mejor, mis piernas respondían bien y mi estómago no daba muestras de resentimiento.

Largo ascenso

Había entrenado y reconocido la ruta la semana anterior, pero una carrera era otra cosa. Veía a otros ciclistas adelantarme a gran velocidad. Los miré con cierta envidia. Me paré sobre los pedales para trepar la cuesta de la América hasta la Naciones Unidas. Mis músculos empezaban a aflojar. Aceleré un poco al llegar a la recta, más o menos un kilómetro hasta La Gasca.

En la subida había mucha gente alentándonos. La cuesta se empinaba hasta tomar, a la derecha y hacia arriba, una calle adoquinada, lo que la vuelve más dura. Al final del ascenso empezaron las primeras caídas. Tuve que hacer una maniobra muy rápida para no caer encima de una ciclista que no pudo mantener el ritmo y perdió el equilibrio. “Lo siento”, dijo mientras levantaba su bicicleta. Me paré sobre los pedales, hice una especie de venia y seguí. El ciclismo era cruel como la vida.

La calle José Berrutieta puede provocar un infarto, pero ofrece un respiro hasta tomar la Antonio Herrera. De allí otro pequeño pero empinado ascenso por Humberto Albornoz hasta la Av. Mariscal Sucre. Tenía ya el cuerpo caliente y unas gotas de sudor empezaron a caer como un rosario. Delante vi a un corredor de mi misma contextura a buen ritmo. Decidí chupar rueda hasta la Mariana de Jesús, donde venía un descenso, y lo rebasé. Me miró de soslayo. A nadie le gusta eso. No llevábamos ni quince kilómetros de recorrido. Subí hasta el piñón más cómodo y pedaleé tranquilo, decidido a no pensar en mis dolencias. Ocupado por el dolor propio del esfuerzo, solo un síncope podría detenerme.

La planicie y el descenso

En la planicie de San Carlos bebí mis primeros sorbos de agua y aceleré el paso hasta los 30 km/h. El ciclismo me ha enseñado que hay que tener paciencia con tu propio cuerpo. Al final la batalla es contra ti. En esa planicie pude ver a lo lejos al pelotón principal. Nosotros, sin duda, éramos los rezagados. Los miré, a ellos, a los elegidos, con rabia. En eso la chica que había caído me alcanzó. ¿Todo bien?, pregunté. Sí, dijo. No pude ver la altimetría antes de la carrera. ¿De dónde vienes? De Guayaquil.

Estas cuestas son bien hijueputas. ¿Sigue así? Sí. Chucha e’ tu madre. Hemos entrenado dos meses para esta huevada, pero en plano, a nivel del mar. Aceleró con fuerza y se perdió. Intenté seguirle el ritmo un buen tramo, pero llevaba mejores piernas. Un consejo: no te pongas a rueda de una mujer con mejor condición que tú, te va a hacer polvo.

El largo descenso hasta El Condado fue un alivio. Rebasé y me rebasaron. Miré los cuerpos de los ciclistas. En una gran vuelta los competidores casi tienen la misma contextura, pero aquí gordos y flacos se enfrentaban en una batalla absurda, existencial. Gente que solo quería demostrase a sí misma, o a sus familias o amigos, que podía lograrlo. La cuesta de El Condado hasta Carcelén supuso un reto como un examen de admisión. La respiración se hacía con furia y se podía ver la tensión de las venas en los muslos y las pantorrillas. Quito es así. Quito no es la carita de Dios ni la Florencia de América. Es una montaña rusa.

La montaña

Volví a tomar el bidón en la avenida Diego de Vásquez. Lo único que debía hacer era evitar la deshidratación. La bajada desde Carcelén hasta Collas son veinte kilómetros de pura gozadera. Poder ocupar el carril entero, normalmente lleno de tráfico, se siente como una subversión, como la manifestación más veloz de la libertad. Después del peaje de Collas había un sprint. Realmente soy muy malo para los sprints. Significan demasiado desgaste. Por eso aprovecho la montaña. Es puro sufrimiento, pero compensa. ¿Qué? Si tuviera la respuesta dejaría de pedalear.

Mientras pedaleas, estás demasiado concentrado en el ritmo de tu cuerpo, en lo que sigue, en los kilómetros que faltan. Eres tú y la bicicleta. Como todo deporte extremo, deporte de las extremidades, es una forma de huir, una manera de escape.

Después de Collas viene la subida al aeropuerto. Larga, empinada y escabrosa como una novela de Emily Brontë. La semana anterior había hecho cuarenta minutos en treparla, pero estaba sano. Ahora no. Me gusta ser víctima. Los ciclistas son tan insoportables como los poetas. Chupé rueda durante unos buenos kilómetros. Sentir la respiración del otro te reconforta, te da ánimo.

El aeropuerto y la Ruta Viva

Llegué a la recta del aeropuerto convencido de que la mitad del camino estaba resuelto. Ahora sí tenía mucha hambre. Vi un puesto de abastecimiento. Me ofrecieron una barra. Olía a banano. Ya en esas lides y a mitad de la competencia, qué podía suceder. Fui ingenuo y tonto. Me la llevé a la boca. Las neuronas de mi estómago se resintieron. Los retortijones empezaron a ser más fuertes.

Al llegar al redondel de Tababela sentí que el cuerpo desfallecía. ¿Paraba? Jamás, preferiría la muerte. Enfilé la recta hasta Puembo, con un ritmo menor a 20 km/h. Una desgracia. Mi estómago era un molino de carne. Seguía por una especie de instinto. Logré llegar a Puembo. Tomé la caramañola y la bebí hasta el final. Me dio algo de fuerza. La Ruta Viva era un peligroso mar de asfalto. Cuando me di cuenta, ya empezaban a adelantarme otros corredores. Venía lo peor: la cuesta desde Cumbayá hasta Quito, ese tortuoso trayecto hacia el infierno. Algo me reconfortó: a mi lado, un ciclista un poco más viejo llamaba por teléfono. Decía: “Ven a verme, ya no jalo, te espero en la Ruta Viva”.

Empezó un dolor agudo en el estómago, unas insufribles ganas de dejarlo todo, de abandonar. ¿Abandonar? Cuántas carreras habían abandonado Primoz Roglic, Tadej Pogacar, Carapaz, Valverde, Guillaume Martin. Los ciclistas que más he admirado han abandonado. Pero yo, jamás. En la empinada entre Cumbayá y la Simón Bolívar estaba harto, harto del dolor, de mi cuerpo. La gente alrededor de la carrera vitoreaba. No vi nunca eso en Quito. Lo más que te dicen es: “¡Dale, Carapaz!”. Nadie como Carapaz ha logrado esta euforia y entusiasmo por el ciclismo en este país.

Miravalle

Vi una gasolinera a la altura de Miravalle. Me dije: entra, deja la bici con algún furioso entusiasta y ve al baño, deshazte de esa mierda y sigue, pero, ¿a quién le iba a dejar mi bici? ¿Y en plena cuesta? No podía dejar de pedalear. Pedalear aún en las peores condiciones se vuelve una obsesión. Podría llegar la muerte. Bienvenida.

La Av. Guayasamín es tortuosa. Quizá por eso le pusieron ese nombre. Cuando vi los túneles, me sentí un poco aliviado. Un poco más de un kilómetro y estaría en la ciudad. Seguí. Parado sobre los pedales, a un ritmo de 10 km/h, seguí. Vi a toda esa gente que me adelantaba y seguí. Mi estómago estaba hinchado como una nube.

Al salir de los túneles, un montón de aficionados gritaban. Lo lograste, decían. Vi mi reloj y faltan diez kilómetros. Diez putos kilómetros. Decidí darlo todo. Diez kilómetros. Cuando tomé la avenida Amazonas, yo era un estropajo pálido, una especie de angustia en pedales. Saqué el otro bidón de agua y bebí como se bebe en un viaje al final de la noche.

Sprint final

Recordé una gasolinera en la avenida Amazonas y El Inca. Di todo lo que pude. Ese punto estaba a un kilómetro de la meta, pero me daba igual. Parqueé la bici en la gasolinera, como si fuera a tanquear. Me bajé. No puedo más, le dije al dependiente: cuídemela, estoy que me cago. Se rio.

Dejé la bici como se deja a un amor promisorio. Duré media hora. Fue un alivio y una tortura. Salí compungido. Agradecí al dependiente. Trepé a la bici y continué. Hice un sprint final maravilloso. No sé en qué puesto quedé. Las fotos muestran mi cara de dolor, de alegría sufrida, como un poema de Vallejo. Porque pedalear y escribir son dos formas de sufrimiento muy cercanas, dos ejercicios solitarios, dos expresiones: libertad y riesgo.

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