Por Mónica Varea
Hace mucho rato que no cuento las anécdotas de mi papá y la verdad es que son interminables. En la sobremesa familiar nunca faltan esas historias, que a veces pienso que son las que mantienen a nuestra familia tan unida, a pesar de ser tan distintos. Yo, como ya saben mis lectores, soy la sinvergüenza de la familia, sin contar lo de fiera muda, atea y comunista, que me calza perfecto. Mis hermanas y mi mamá son gente muy decente, al menos unas dos clases sociales más que yo. Mis sobrinos y mis hijas, de lo más variopintos, por ahí hay uno de derecha, otras de izquierda y otro anarquista. Lo cierto es que las anécdotas nos mantienen al margen de cualquier discusión y unidos como un puño en un solo recuerdo: el del abuelo.
Papá era médico general, actividad que compartía con la de hacendado, en la propiedad familiar de Allpa Mala. En los veranos, durante las cosechas, nos trasladábamos a la hacienda, cargando colchones, bacinillas, provisiones y suficiente glicerina con limón para evitar la paspa que el sol y el viento solían dejarnos en labios y mejillas.
La cosecha se la realizaba en dos partes, primero iba un grupo de trabajadores que cogía la parte del patrón y luego los que chugchían, que iban detrás de los primeros recogiendo lo que sobró y que era para ellos; sin embargo, la queja de siempre era “estos indios creen que me hacen el pendejo, como si no viera que en la chugchida sale más que en la cosecha”.
Como patrón era bondadoso y como médico muy acertado en sus diagnósticos y un maravilloso cirujano, pero lo que más recuerdo eran los múltiples partos que atendía, y con cada alumbramiento venía el consabido padrinazgo, así que llegó a tener tantos ahijados como partos atendió, de tal manera que conforme la ciudad provinciana se llenaba de niños y niñas, papá se llenaba de compadres.
Atendía todos los partos de amigas, parientes y demás. Además de la confianza y cariño que inspiraba en las parturientas, él, junto con su asistente, una monjita de la Caridad que rebosaba gordura y gracia: la madre Catalina, estaba dispuesto a atender a cualquier hora y en cualquier lugar. En una ocasión llegó con el saco de terno partido en dos. Mamá sorprendida le preguntó: “¿de dónde vienes en esa facha?” A lo que él respondió: “los gajes del oficio, para llegar pronto nos fuimos a campo traviesa y se me agarró el saco en un alambre de púas”.
Jamás cobró una atención médica; los abrazos, las sonrisas y una que otra gallina o huevo de campo eran el pago con el que él se sentía más que compensado. En una ocasión, un compadre orgulloso de su nuevo vástago y agradecidísimo invitó a toda la familia y a la madre Catalina a cosechar fruta en una quinta cercana a Salcedo. El lugar era paradisíaco, el clima delicioso y los árboles rebosaban de claudias, peras, duraznos, capulíes y abridores. Los más chicos y ágiles, trepados en los árboles, nos aprovechamos de la mejor fruta. El compadre, preocupado porque la madre Catalina, porque al ser bastante gorda no avanzaba a la fruta, le sugería que recogiera la caída en el suelo y, en tono amable pero un poco desesperado, le insistía: “¡chugcha madre, chugcha madre!”