Tus chistes ya no me dan risa

El humor guayaco es venenoso, identificable y único, pero… ¿funciona en el resto del mundo? Uno de los arriesgados pioneros del stand-up comedy en Guayaquil narra su proceso de adaptación cómica en Barcelona, donde descubre que su material ya no logra hacer reír.

Chistes
Ilustración: Paco Puente

Ricardo Andrade Malo

Hace más de un año que no le digo cachudo a nadie desde el escenario. Y acá no es que falten cachudos; la poligamia, con y sin consentimiento, es sumamente popular en Europa. Lo que pasa es que no terminan de entender qué tiene de chistoso bromear con eso… Así como tampoco entienden la gracia detrás de gritarle a alguien “5 a 0”, seguido de “coqueta”. Es que acá en Barcelona ni se acuerdan, ni les duele los chistes del Barcelona de Guayaquil. De hecho, a la mayoría de nuestro humor lo encuentran indescifrable.

Hay que admitirlo: hacer reír en Guayaquil es un ejercicio de crueldad. El aniñado, los políticos, la religión, los personajes de TikTok y hasta el mismo público presente… todos estos, y muchísimos más, son objeto de burla dentro del escenario. Es así como el público guayaco, en un mismo show, se ríe del Gobierno “bien parado” de Lenín Moreno y lo absurdo de vivir en una ciudad donde hay más de treinta centros comerciales y menos de cinco árboles, por dar un par de ejemplos.

Entonces, ¿de qué se ríen en la capital catalana? He pasado más de un año descifrándolo poc a poc (poco a poco), botando a la basura fórmulas matemáticas que garantizan risas en todo el Ecuador, como “hincha del ídolo+saqueo al Tía = risa”.

Los primeros meses fueron los más extenuantes. Me subí en varios de los micros abiertos del Comedy Clubhouse Barcelona a contar versiones adaptadas de mis chistes ecuatorianos, y lo único que recibí fue silencio, confusión y tos seca. Para agravar los resultados de este experimento, este fracaso fue bilingüe. Los días domingos bombeaba en español, y los lunes en inglés.

Estaba picadísimo. Tuve que limitarme a andar de gripau (sapo en catalán) en presentaciones de otros cómicos para entender las referencias locales. Así descubrí que Gracia es el barrio alternativo, que a un catalán le duele más no dividir la cuenta que no ser república independiente, que odian al güiri (cualquier turista malcriado, enrojecido por el sol y casi siempre británico), y que hasta existe un perro para hípsters: el galgo.

Empecé a escribir chistes nuevos, algunos buenos y muchísimos malos. Me propuse fracasar, por lo menos dos veces a la semana en cualquier micrófono abierto que encontrase. Conocí cómicos gringos, yugoslavos, belgas, argentinos, australianos y de muchas más partes del mundo. Aprendí que hacer reír a un alemán es un milagro. Que la península balcánica es la Latinoamérica de Europa, y que Rumania es la Venezuela. Ah, y que nadie en Europa aguanta a los franceses (ni siquiera los franceses).

Fue en septiembre de 2022 que volví a dar risa. Pasó en el AJaJoJeJo, un micrófono abierto icónico de Cataluña. Logré entretener al público con el mismo recurso que aprendí en Guayaquil: mofarme de cada uno de ellos.

Enumeré cosas que encontraba increíbles de Barcelona: su seguridad, su enorme oferta cultural y su incesante olor a orines. También usé los estereotipos adquiridos en mi investigación cómica, me burlé de su roñería, su estatura y su paradójico odio al turismo.

Al bajar del escenario, entre risas y vítores catalanes, no recibí la fama instantánea, no firmé autógrafos y ningún mánager me esperaba con un contrato abusivo del que me iba a arrepentir de firmar décadas después, como pasa en las biopics de Hollywood. De hecho, hasta perdí ciertas cosas: la vergüenza frente al público catalán, la desconfianza en mis chistes nuevos y las llaves de mi casa. Igualmente, el ego se me infló una miqueta (un poquito). Si podía hacer reír a los catalanes, los súbditos más amargados del reino de España, podía hacer reír a cualquiera.

Con esa confianza, me inscribí para representar al Ecuador en el Mundial del Humor. Esta competencia de stand-up consistía en dos comediantes presentando sus mejores siete minutos, seguidos por un roast, un duelo de insultos y ofensas cómicas. Facilito, ¿verdad?

Falso. Me ganaron y por goleada. Me sentí, brevemente, como hincha de Emelec cuando le clavaron esos cinco goles; de hecho, aún me acuerdo y me duele. Mi contrincante, la talentosísima Montse Mercado de México, enamoró al público con gags que no solo hicieron reír: visibilizaron su experiencia como migrante, mujer y latina.

¿Cómo iba a competir contra eso? Mis chistes apestaron mucho más que las calles del Raval un viernes a las tres de la mañana. Cuando llegó el momento del roast, quería ya irme a mi casa a llorar, pero no pude… La Montse Mercado debía seguir trapeando el piso conmigo.

Esta fue una lección justa y necesaria. Me enseñó que lo personal es la clave para el humor universal. Que una dosis de vulnerabilidad bien aplicada es irresistible para las audiencias. Me recordó que el stand-up siempre te mantendrá humilde, estés en el primer mundo o en el tercero. Pero lo más importante es que me forzó a replantearme, después de miles de micrófonos abiertos, shows y seguidores, la forma en que escribo humor.

Desde ese día, en mis presentaciones, ya no hay cachudos. Tampoco es que he traicionado mis raíces; aún me divierte un montón jugar con el público, ofenderlos un poquito, lanzar un insulto benevolente. Pero ahora balanceo el cruel humor guayaco con recursos mucho más interesantes: lo personal, lo honesto y lo vulnerable. Chistes de mi difunto padre, chistes de mi sexualidad, chistes de ser latino pero blanco. Bromas de autor que se alinean con lo que da gracia en Cataluña: reírse de uno mismo.

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